Martha Asunción Alonso

Fundación Ortega MuñozPoesía, S10

MARTHA ASUNCIÓN ALONSO

MADRID, 1986

EL CINTURÓN DE HIPÓLITA

Una vez, siendo niña, descubrí a la mujer
que me enseñó a montar en bicicleta
tiñéndose las canas: se había puesto, porque la resistencia mancha,
una camisa azul de su marido
muerto.

El cinturón de Hipólita es aquella camisa.

Mi primera maestra, Doña Cati,
enseñó a leer a tres generaciones de españoles
a través de sus gafas, ya estando jubilada: Mi-pa-pá
es-el-más-gua-po-del-mun-do-y-mi-ma-má-la-más-fuer-te
del-pla-ne-ta-tie-rra.

El cinturón de Hipólita es aquel par de gafas.

El día de su boda con el poeta Manuel Altolaguirre,
la poeta Concha Méndez caminó
flotando, con su traje de menta, hacia el altar
de los Jerónimos: su ramo de novia era un manojo
fresco de perejil.

El cinturón de Hipólita es aquel ramo verde.

Y el modo en que mi madre, a los cincuenta, le cambiaba las pilas
a su audífono para asistir a clases
en la universidad (las manos son las mismas que, con catorce
años, dejaran los compases y dictados
para ponerse a amasar pan).
El cinturón de Hipólita nunca lo robó Hércules.

Hércules robó el oro,
pero no la riqueza. ¿Cómo expoliar aquello que se mama,
capital invisible, indivisible, cual río
sangre abajo? Robó Heracles
el oro. Nos dejó

la nobleza.

Wendy, 2015


corazón de naranja

Al pastor alemán que tú recuerdas, trotando por tu infancia,
lo atropelló un tractor cuando creciste.

Se nos cayeron luego los vencejos,
como guantes raídos, de las tardes azules,
tardes de manos llenas, cielo bajo.

Miro cómo mi abuela,
los ojos muy abiertos, fervorosa,
está exprimiendo un zumo en la cocina;
miro temblar sus manos, debajo de esas manos
miro girar el sol, aroma antiguo,
sangre pura del tiempo más redondo,
corazón de naranja que aún nos ciega.
No queremos morirnos, no queremos...

La miro y habla sola en la cocina,
mientras exprime un zumo como quien reza un salmo,
apura la inocencia y el candor, bebe memoria.

Miro temblar sus manos. Y el almendruco estéril,
la tapia; blanco sucio para trepar de sed,
amarga adolescencia, fruta viva.

Son cosas que brillaron antes de que te fueras.

Detener la primavera, 2011


mutaciones poéticas

En mi familia no hay poetas.

Pero mi abuelo Gregorio,
cuando regaba el huerto en Belinchón,
se quedó tantas tardes
velando las acequias, murmurando:
No bebemos
el agua: es ella quien nos bebe.
El agua
es
la mujer.

No, en mi familia no hay poetas.

Pero una vez, muy niña, encontré cáscaras
de huevo azul
a los pies del almendruco.
Se las mostré a mi padre y mi padre, silencioso,
me enseñó a hacerles un nido
con ramaje;
y me enseñó por qué: hay pedazos de vida
que son
sueños enteros.

En mi familia, os digo, no hay poetas.

Pero cuando mi bisabuela
Asunción
contempló por vez primera el mar
–la primera y la única–,
me cuentan que se quedó muy seria, muy callada,
durante un ancho rato, hasta que dijo:
Gracias
por
los ojos.
No sé de dónde salgo. En mi familia no hay poetas
malos.

Wendy, 2015