Jon Kortazar
Una canción, una leyenda,
la hoja Palmela y la mirada
Para Camen Gondra, mi vecina
Para Kepa Ormaetxea
Me invitan a reflexionar sobre las relaciones de mi entorno cultural y social con la Cultura de Portugal. Comenzaré con una anécdota de mi infancia.
Una canción
Los habitantes de mi pueblo natal, Mundaka, en la costa de Vizcaya, tuvieron a gala durante la gran noche franquista celebrar alegres los Carnavales, mientras eran prohibidos en otros lugares del País Vasco. Los nacionalistas de mi pueblo tuvieron la idea, ya ensayada durante la Dictadura de Primo de Rivera, de abdicar de la vertiente política del nacionalismo, que iba a ser implacablemente decapitada al instante, y servirse del folklore y de la cultura en euskara para disfrazar, nunca mejor dicho, el pálpito nacional. De esta forma los nacionalistas promovieron los instrumentos autóctonos, el silbo de tres agujeros, el txistu, las danzas vascas, en menor lugar el euskara, la lengua, y las fiestas populares, en las que se encontraban los Carnavales junto a la Candelaria, las fiestas de San Juan y las patronales de San Pedro, el santo pescador, a quienes los hombres que vivían de la mar, sacaban en procesión el día de su fiesta, aunque ya desde el siglo XIX en mi pueblo eran mayoría los marinos y muy pocos los pescadores.
En este contexto se celebraba y aún pervive con mucha fuerza la fiesta de Carnaval a la que los agentes culturales, es decir, los nacionalistas de mi pueblo, habían convertido en una amalgama de tradiciones. A una costumbre local, que consistía en que los muchachos se vistieran de «marrau» (marrano, probablemente), con un atuendo blanco que llamamos «atorra» (camisa de mujer), es decir, que se travistieran, y que camparan por el pueblo sin orden, añadieron otras tradiciones distintas. Una provenía de un pueblo cercano (por mar; por carretera no se encuentra tan cerca), Lekeitio, donde en esa fiesta participaba una Estudiantina, un conjunto musical compuesto de diversos instrumentos, y que sirvió para poner orden en los indisciplinados jóvenes y para que, de paso, hiciera pasar una fiesta de la improvisación en algo más ordenado con vistas a que las autoridades permitieran, ya que no lo aprobaban, la fiesta. Además, en un recuerdo de los Carnavales de Cádiz (no hay que olvidar que los marinos de mi pueblo era gente muy viajada) cada año la Estudiantina componía y estrenaba una canción, que solo después del franquismo fue irónica y crítica con los poderes establecidos.
Recuerdo pocas canciones de mi infancia. Desde luego sí, la que debió ser la primera de la serie, y que se ha mantenido con fuerza.
«Aratuste, aratuste,
Mundakarrentzat egun hobarik ez».
[Carnaval, carnaval,
No hay mejor día para los mundakeses].
Y por su rareza, otra que en un castellano y portugués amalgamado comenzaba
«Eu me vo para Lisboa,
Lisboa do Portugal».
Y seguía así:
«El Carnaval de Lisboa
Tem um sabor especial,
No es que sea diferente
Sino que es de Portugal».
De niño me llamó la atención un pueblo que tuviera un carnaval que no era diferente al nuestro, aunque, eso sí, fuera «de Portugal», algo extraordinario que no lograba descubrir qué era por mucho que me pasase las tardes mirando un mapa, y una tierra que terminaba en un largo que se parecía a una nariz, y donde ponía: «Lisboa».
La canción seguía en una lengua donde aparecían vocablos que se podían entender con muy poco esfuerzo:
«Rapaça minha rapaça
Me has robado el curaçao.
Me robas la faltriqueira
Si tuvieras ocasiao».
La palabra «faltriquera», da en euskara la forma «partikera », el bolsillo de un pantalón que, metonímicamente, designa el dinero.
La canción seguía con un elogio a todas las rapazas de Lisboa que:
«Allí toudas as rapaças
Mientras cantan os fadiñus,
Todas te falan de amoures,
Con los ollos fasen guiñus».
Los niños de mi edad obviábamos el tono musical, porque no sabíamos qué era eso de «os fadinhos», y prestábamos mucha atención a ese «falar de amoures». Esa referencia oscuramente erótica ampliaba mi curiosidad por una ciudad que sonaba extraña y remota.
Este año de pandemia en el que por segunda vez no pudo celebrarse el Carnaval en Mundaka, los vecinos colocaron pancartas en los balcones con algún verso suelto de estas canciones populares. Me alegró ver que mi vecina Carmen colgaba en su balcón una que decía: «Eu me vo para Lisboa». En medio del confinamiento mi vecina Carmen y yo soñábamos con viajar a Lisboa, pasear por Terreiro do Pazo, beber vinho verde en Martinho de Arcada, visitar el Gubelkian y comer en el restaurante Satélite, en Largo da Graça. Ya dije que los marinos de mi pueblo eran personas viajadas y eso atañe también a sus mujeres que en algunos viajes, con frecuencia transatlánticos, acompañaron a sus maridos.
Pero hace poco le comenté a mi vecina que me había gustado que pusiera en su balcón ese «Eu me vo para Lisboa ». Y me contestó: «Cosas de mi padre». Y luego, todo seguido sin parar, me dijo que a su padre, José Gondra, uno de aquellos nacionalistas embozados, el franquismo le había destituido de su trabajo de maestro y lo había desterrado a San Bento da Contenda (lo pronunció así), cerca de Olivenza, y que allí vivió entre 1940 y 1943. Y añadió que aprendió algo del portugués que se hablaba en el pueblo y que así compuso esa canción que nos hace reír, pero que oculta un grano de historia triste.
Una leyenda
Seguiré con una mención a mi juventud. Antes de que Mundaka fuera a ser conocida por el surf y por su ola izquierda y se convirtiera en «A best left of Europe» (por cierto, en 1981 conocí en San Pedro de Moel a un australiano que después del pueblo portugués hacía mi recorrido a la inversa y se iba a Mundaka) y que en 1977 dos surfistas salvasen a dos pescadores de morir ahogados, lo que facilitó su integración en el pueblo que les dejó de mirar como bichos raros y comenzó a admirarlos, existía una leyenda que nos hacía sentirnos orgullosos de ser mundakeses. Se trataba de la leyenda de Jaun Zuria, el hijo de una princesa vikinga, que, la cosa no estaba clara, arribó a las costas de Mundaka embarazada, o terminó en embarazo por sus relaciones con un dios local llamado Sugar, el Culebro, que ya son ganas de tener nombre fálico. La leyenda dice que había sido expulsada de la corte escocesa por su padre y así había llegado a Mundaka (en cuya palabra se halla la raíz «mund»: «Boca» en alemán y danés, por lo que significaría «La boca», la entrada del mar, como en Buenos Aires por cierto, y el sufijo –aka, que significa «lugar»), que aquí tuvo a un niño rubio, Jaun Zuria, que por ser de sangre real comandó a una entente de vizcaínos y venció a los leoneses en la batalla de Arrigorriaga, siendo nombrado Primer Señor de Bizkaia en el siglo X. Por eso éramos «Caput Bizkaie», que no era poca cosa y en las Juntas de Gernika, Mundaka tenía el primer asiento, lo que también nos llenaba de orgullo bien digerido… O sea que antes de que llegaran los surfistas sabíamos también algo de latín, ya se ve que lo nuestro con las lenguas viene de antiguo.
Todo ello era muy importante para la imaginación de un chaval que la entrenaba con las lecturas de Julio Verne y Walter Scott (Emilio Salgari siempre nos pareció un blando). Éramos, pues, los mundakeses descendientes de vikingos.
No supe hasta años más tarde, cuando me iniciaba en el estudio de la literatura vasca, que la primera versión escrita de la leyenda la había redactado el Conde de Barcelos que la incluye en su Livro de Linhagens (1340) y que fue adaptada en el siglo XV por Lope García de Salazar en su obra Libro de las bienandanzas e fortunas (1471-1476), de donde se extendió por el País Vasco.
La leyenda de Jaun Zuria se establecía así, sin que lo supiera, en el segundo vínculo que me unía a Portugal.
La hoja Palmela
El tercero llegó mucho años más tarde, cuando me encontraba casi en la cincuentena. La cima más alta de mi pueblo natal, el Katillotxu, tiene 336 metros. No son muchos, pero al encontrarse muy cerca del mar, la cuesta es empinada. Siguiendo con nuestra vetusta afición a la etimología, de niños, decíamos que Katillotxu provenía de «katillu», «tazón» en euskara, y se llamaba así, resabios de la lingüística naturalista, porque su forma recordaba a la de una taza invertida. No sé a quién pudo ocurrírsele la idea, a pesar de que una taza boca abajo no es una forma muy natural, pero tuvo éxito entre los habitantes de mi pueblo. Lo cierto es que nada de tazones. El nombre era una mezcla del sustantivo castellano «Castillo» y el diminutivo en euskara «–txu», por tanto: Castillito, Ka(s)tillotxu.
El 22 de enero de 2002 los componentes de la asociación arqueológica AGIRI (http://www.arkeoagiri. org/) descubrieron en esa cima un conjunto megalítico compuesto por cinco dólmenes, datados en el neolítico avanzado-calcolítico y que fueron utilizados como lugares de enterramiento entre el 4.000 y el 2.000 antes de Cristo.
El más importante es el Katillotxu V que fue excavado entre los años 2006 y 2008. Lo que hace singular a Katillotxu V es la decoración en ocho de sus losas con grabados de forma geométrica: líneas paralelas, semicírculos y óvalos. Pero lo más sorprendente se encuentra en su losa de cabecera con una imagen, digamos realista, de un arma que recuerda a una punta de Palmela, villa cercana a Setúbal en Portugal. Es la representación de la punta de un arma que podría ser de una flecha, de una jabalina o de una lanza.
Así explican los expertos Juan Carlos López Quintana y Amagoia Guenaga Lizasu la forma e importancia de esa imagen:
«Posee un motivo grabado principal, un arma, que se asemeja de forma explícita a la tipología de las Puntas Palmela, trabajada con técnica de piqueteado y abrasión. El arma representada y la técnica utilizada son excepcionales en el contexto peninsular». (euskonews.eus)
En una visita realizada al yacimiento el 18 de julio de 2020 (que también son ganas de no celebrar un aniversario), y en la explicación ante el túmulo López Quintana expuso que la punta provenía de Palmela, con lo que yo pude establecer una tercera relación entre mi lugar de nacimiento y Portugal, aunque esta vez fuera con un Portugal de la Edad de Bronce anterior a ser conocido como Portugal. Al menos se trataba de una conexión con un territorio que hoy es Portugal.
Pero no era tan sencilla la relación. La hoja se llama punta de Palmela porque fue allí donde se encontró la primera muestra de un ejemplar de esa arma. El arma no procedía de Palmela, de allí solo venía el nombre. La relación era nominal, no objectual. Las puntas Palmela pueden encontrase en un área extensa de la Península, en la que están Palmela, Córdoba, Cáceres, Valladolid, Asturias o el País Vasco. Lo que hace excepcional a Katillotxu V es que el arma esté representada y que signifique un contenido simbólico en la necrópolis de Mundaka.
Ya hemos dado con la Punta Palmela que anunciábamos en el título. Vayamos ahora con la mirada.
Grabado de la hoja Palmela en Katillotxu V. Fotografía: Juan Carlos López Quintana.
Fuente: euskonews.eus
La mirada
Lo sorprendente del tema es que los arqueólogos tuvieron que analizar durante largo tiempo la imagen para convencerse de lo que tenían ante sus ojos era el grabado de una hoja Palmela. Pasar del «Yo diría que es una hoja Palmela» a «Es la representación de una hoja Palmela» les llevó días, y arduas cavilaciones. Trajeron incluso hasta el yacimiento (y está a 336 metros de altura) a expertos de arte y grabado de la Edad de Bronce. Los llamaron de Universidades lejanas, les hicieron subir hasta el dolmen y a la hora en que mejor se ven los grabados en piedra les pidieron que se tumbaran y miraran la piedra y que expusieran su opinión.
¿Qué era lo que les impedía ver aquello que parecía evidente?
La mirada.
No estaban acostumbrados a ver lo que tenían ante sí. Durante muchos años el nacionalismo impulsó una teoría que defendía la impermeable situación del País Vasco. Se había enfrentado al poderoso Imperio de Roma, impidiendo su llegada que llamaban invasión, no había habido influencia árabe. Era un pueblo aislado desde la Prehistoria. Y así parecía que no existía arte rupestre más que el ya conocido en los santuarios marcados (Santimamiñe, Ekain), no se podía documentar arte neolítico, porque el País Vasco se mostraba como una isla en medio de corrientes que iban y volvían de los Pirineos.
Así que los prehistoriadores y los arqueólogos no veían lo que no les habían enseñado a ver. Esa duda sobre lo evidente que nubló a mis admirados arqueólogos de Katillotxu V me ha demandado una y otra vez sobre la educación de la mirada. De hecho, solo ha bastado con adiestrar la mirada de los espeleólogos y de los arqueólogos para que Bizkaia se haya convertido en un yacimiento sobresaliente de Arte rupestre con descubrimientos excepcionales en Lekeitio, con medio centenar de imágenes de animales con una antigüedad de 14.000 años, o en Berriatua, con 70 imágenes del mismo período, que nos han dejado con la boca abierta y que han roto el mito de la incomunicación vasca.
Todo había contribuido para que se pensara que el País Vasco era una isla, pero sucedía simplemente que en nosotros mandaba una mirada errada. Y cuando los arqueólogos de Katillutxu V vieron el grabado de una hoja Palmela que estaba allí frente a ellos, hermosa y llana, supieron que se encontraban con un ejemplo de arte fuera de lo común, con una representación simbólica de una herramienta de caza, que hablaba del poder de quien yacía en la tumba o llamaba a la caza.
Quiero pensar, soñar mejor, que si el descubrimiento hubiese sucedido años antes, cuando éramos niños, y los arqueólogos, en vez de convocar a los expertos universitarios, nos hubieran preguntado a mi cuadrilla de amigos y a mí, todos expertos en imaginar con los ojos cerrados las Altas Tierras de Escocia, gracias a una leyenda aprendida de memoria, todos capaces recorrer las calles de Lisboa, desde Pombal a Alfama, por la seducción de una canción que nos llevó a pasar horas sobre el plano de la ciudad, en suma educados ya en un cosmopolitismo un tanto silvestre, pero eficaz, dueños de una mirada educada en saber que el País Vasco no tenía frontera, que se abría por el mar, no hubiéramos dudado. Hubiéramos visto una flecha donde había una flecha y hubiéramos declarado sin duda y con suficiencia: «Eso, txo, es una flecha», aunque no supiéramos que se llamaba «Palmela».
Y es que las canciones y las leyendas poseen su fuerza, pero no llegan hasta Setúbal.
Este artículo forma parte del proyecto del Grupo Consolidado de Investigación LAIDA (Literatura eta Identitatea) que pertenece a la red de Grupos de Investigación del Gobierno Vasco (IT 1397/19) y de la Universidad del País Vasco/ Euskal Herriko Unibertsitatea (GIU 20/26).