JOSÉ LUIS GÓMEZ TORÉ
SUENA LA NIEVE
César Iglesias
Siltolá, 2019.
En uno de los poemas de Trilce, Vallejo habla de un «estruendo mudo». Sobre un oxímoron semejante parece descansar el título de este nuevo libro de poesía de César Iglesias. En efecto, asociamos la nieve a una caída silenciosa. De un paisaje nevado parece desprenderse una especie de mutismo, como si todo ruido quedara amortiguado por ese velo blanco. Y, sin embargo, aquí la nieve suena, y resuena con fuerza, casi como el estruendo de Vallejo. La nieve (cuya blancura no puede dejar de evocar, desde Mallarmé, la de la página) se esfuerza en hablar, e incluso se convierte en grito.
La nieve suena, en primer lugar, porque hace falta nombrar la maravilla y el dolor del mundo, aquello que pasa fácilmente desapercibido y que aquí toma forma en un espacio, que el poeta llama Lluveces, que, sin dejar de mirar a referentes probablemente reales, apunta hacia lo utópico. La insistencia del yo lírico «Os lo dije: Lluveces existe», ya despierta la sospecha. Como si los poemas tuvieran que dejar su desesperado testimonio de un sueño en el que cada vez resulta más difícil creer. Y, sin embargo, al leer estos versos, se impone también la urgencia de encontrar un lugar con nombre propio, un espacio que reconocer y en el que reconocerse. Se trata de un ámbito, que, como ocurre en anteriores entregas de Iglesias, es impensable sin ese entorno natural, en el que los pájaros acompañan el dolor del hombre. Y, no obstante, si se invoca aquí el contorno de una utopía es para cantar elegíacamente su pérdida, su transformación en una Waste Land, por más que se afirme «Bien sé que hace buen tiempo en el abismo», con dolorosa ironía.
Y es que, conforme avanza el poemario, se constata que esa blancura convocada en el título evoca un luto que va más allá de lo personal. Ya la anterior entrega, Lengua de duelo insinuaba ese paso de lo íntimo a un espacio más amplio, el de un lamento por todas las víctimas de la historia, que ahora se confirma. La nieve no evoca tanto la muerte (lo que nos llevaría con facilidad a una abstracción) como el silencio de los muertos. Y de ahí que no resulte ociosa la cita de Celan del primer poema. En primer lugar, porque en el poeta judío la nieve constituye un motivo recurrente, que llegará a dar nombre a uno de sus libros, Schneepart : un título que, por cierto, Reina Palazón traduce como Parte de nieve, pero que probablemente admite otras versiones más atinadas, puesto que «Part» en alemán puede designar tanto la voz de un instrumento o cantante en una composición musical como un papel en una obra de teatro. En este sentido, no es descabellado pensar que Celan evoca, al igual que hace aquí Iglesias, una nieve empeñada en salir de su mudez. Por otra parte, en Celan, la propia labor de la escritura se constituye en gran medida como una forma de hacer audible no el mutismo, sino más bien el enmudecimiento de los muertos, cuya voz no queremos oír. Muertos que no pueden ser sino los propios, que callan en el silencio atronador de Auschwitz.
Todo el poemario de Iglesias busca bucear en el dolor para hacer de este, si no una experiencia luminosa, sí un lugar desde donde construir la olvidada piedad de Antígona. Una piedad que parece extenderse más allá de lo humano, como en el poema «El perro de Lévinas», que me ha recordado otro texto, «Poema perro para Emmanuel Lévinas», de Antonio Crespo Massieu, otro poeta que, como Iglesias, es poco dado a las lecturas triunfalistas del devenir histórico. La referencia al perro, más allá de su referencia concreta a un episodio real, señala hacia una solidaridad entre lo animal y lo humano en la experiencia común del dolor.
Ciertamente, los animales, y en especial los pájaros, tienen un lugar muy especial en el universo poético de César Iglesias. Por eso no sorprende la alusión a las aves en poemas como «Liturgia en los abismos» dedicado a Messiaen (otro enamorado de los pájaros), del que procede el título del libro: «Tampoco canta el mirlo./ Sólo suena la nieve». La poesía, como la música, parece querer traer sentido al sinsentido, un soplo de algo divino frente a un Dios que (pese a Messiaen) parece para siempre ausente. Pero el poeta, en boca del autor del Cuarteto para el fin de los tiempos, constata lo vano de su empresa: «De poco sirve el canto en la alambrada», por más que el músico se empeñe en que su oración llegue hasta un cielo, siempre silencioso.
El poemario se cierra significativamente (después del poema citado) con un extenso texto titulado «La soledad de los conmovidos», donde de nuevo se pasa revista a los humillados y ofendidos de la historia. Los «conmovidos» parecen dar nuevo nombre a esos Justos, que, según la creencia judía, hacen que el mundo siga existiendo, como recuerda un famoso poema de Borges. Aquí, sin embargo, la dolorosa lección que transmiten estos justos, estos conmovidos es que, en definitiva, «la derrota es nuestra condición». Parecería que no hay salida entonces. Y, con todo, pese al tono desolado del libro, queda en pie ese acto de resistencia ética y estética de quien viene «con noticias de la noche», pero no se resigna, pese a tantos fracasos, a que esa noche sea un espacio sin escapatoria (y mudo, por añadidura). Sigue sonando la nieve y su lamento, aunque «nos exceden las preguntas: ni el hierro ni las sílabas nos sirven».