Juan Ramón Santos

Fundación Ortega MuñozPoesía, SO11

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JUAN RAMÓN F. MOLINA
V, 2021
Del cuaderno: De un paisaje incierto y sereno

JUAN RAMÓN SANTOS

 

ABIERTO POR OBRAS

Tenía tabiques de ladrillo visto,
el suelo de cemento e interruptores
que, a traición, encendían otras luces,
pero era, claramente, nuestra casa.
Luego el yeso hizo blancas las paredes,
el suelo fue cubierto de baldosas
y crecieron un porche y un jardín
y el número, también, de habitaciones,
que la hicieron más cómoda y más amplia,
mas no mucho más casa o más hogar,
ni tampoco, creyéndola ya lista,
dejaron de venir los albañiles,
que cada cierto tiempo aparecían
silbando y sacudiéndose las manos
a levantar del suelo un nuevo muro.
Con ella fuimos todos aprendiendo
que la vida hay que hacerla poco a poco,
disfrutando cada una de sus fases
sin nunca abandonar nuestros proyectos
ni dejarnos vencer por el desánimo
de verlo todo cada dos por tres
tapizado de polvo y de cascajo,
intentando, al revés, que siempre sea
un fecundo solar en construcción.

 

INVENTARIO

Hubo un sauce llorón
que, solitario en medio del jardín,
nos regalaba sombra y, además,
las lianas, los látigos y cuerdas
que tanto juego daban
en nuestras aventuras infantiles.
También hubo un triángulo
formado por un plátano de sombra,
una acacia discreta y silenciosa
y una palmera que acabó creciendo
por encima de todos los tejados.
Luego estaban la higuera, que invitaba
a una vida rampante y forajida,
y uno o dos nectarinos recoletos
que, cuajados de frutos en sazón,
te ayudaban un poco a vislumbrar
lo que tuvo que ser la Edad de Oro.
Y por último estaba aquel olivo
que plantamos por ver si daba fruto
y que pasaba el tiempo y no lograba
dejar de ser apenas un esqueje,
que se llevó el arado sin querer
y que, cuando agarró después de todo,
creció enano, torcido, más bien feo,
siempre estéril, cosecha tras cosecha,
hasta que, cuando ya nada esperábamos,
con la muda humildad de las parábolas,
nos sorprendió colmado de aceitunas
jugosas y con un intenso aroma
que no dejó de dar año tras año
sin reprocharnos nuestra poca fe,
dándonos con su ejemplo pertinaz,
oculto entre los árboles del huerto,
la más sabia lección de resistencia.

 

CAMBIO DE ESTACIÓN

Recuerdo que la luz era dorada
aunque no fuese tarde, y que volvía
de atender el ganado de mi abuelo:
un cerdo, una ternera, unas gallinas,
residuos de esplendor agropecuario,
nada que no pudiera manejar
por sí solo un chaval de sólo doce.
Regresaba –aún lo siento– a la carrera,
sorteando los charcos, que la lluvia
menuda de septiembre salpicaba,
pues quería llegar a casa a tiempo
para ver una serie en la segunda
sobre gánsteres.
                      Me acuerdo claramente
del olor de la tierra, del sonido
viscoso de mis pasos sobre el barro,
de los campos vacíos, de los perros
mirándome al pasar, de los perales,
de mi respiración, de la fatiga,
del calor al entrar de nuevo en casa
y del placer de echarme en el sofá
y asomarme a aquel tiempo de violencia,
de muertos y de vivos muertos todos.
Mi memoria es muy frágil y es difícil
que logre retener tantos detalles
como los que conservo todavía
de esa sorda carrera contra el tiempo
un domingo de casi hace tres décadas.
Si todo eso ha llegado así, tan claro,
hasta este otro septiembre en el que escribo
es porque yo debía de intuir,
aquella tarde, de regreso a casa,
mirando el calendario y la llovizna,
contemplando el ganado, tan mermado,
y oteando después, junto a la puerta,
la imparable vejez de mis abuelos,
que todo estaba a punto de cambiar,
que andaba ya apurando entre la lluvia
el último verano de mi infancia
y que tan triste e irreversible pérdida
se merecía al menos un recuerdo.

 

LA RESIDENCIA DE LOS DIOSES

«Si aún creyese en Dios, te pediría,
sobrino, que rezases», me dijiste
sujeto al artilugio
que te hacía seguir vivo
sin perder tu perenne buen humor
ni ofrecerme ninguna alternativa.
Tampoco la encontré, lo reconozco,
y al poco te moriste
dejando a la familia desolada
y a mí sin el descanso
de pensar que ya estabas en el cielo.
Por eso, yo, a falta de otra fe,
pues sé que sigues vivo en los astérix
que intercambiábamos cuando era niño
y que aún guardan el eco de tu risa,
he rezado a Belenos y a Tutatis,
que reinan en los cielos de esa Galia
de invencibles, neumáticos guerreros
que inventaron Uderzo y Goscinny,
para que, como justa recompensa
por tu fidelidad de tantos años,
te concedan, padrino, para siempre
sitio en La Residencia de los Dioses.

 

MUESCAS EN LA PARED

Todo son incógnitas. Lo único cierto es
que vivimos en una gráfica.
Jordi Doce, La vida en suspenso

No te salen las cuentas,
pasado cierto límite
las cifras se te escapan
y pruebas a llenar
autobuses de muertos
para aparcarlos juntos
por ver si así calculas
cuánto mide el dolor,
pero el dolor no cabe en autobuses,
se escurre, escapa por las ventanillas,
se disuelve al salir,
su humareda te abruma
e intentas reducir todo a estadística
escudriñando gráficos e índices
en pos del número de la esperanza,
del ángulo que anuncie de repente
que se acerca el final de este mal sueño,
y te sientes culpable
al cambiar de canal
para no ver el rostro de la pérdida,
sumido en algebraicas conjeturas
que de poco te valen, ya que nunca
se te dieron muy bien las matemáticas,
que –paradoja, lo que son las cosas–
ahora mismo te sirven de refugio,
pues sabes en el fondo
que mantener la muerte en la abstracción,
presa de modas, medias, de medianas
y obtusos logaritmos neperianos,
no es negar el dolor o no sentirlo,
sino solo una forma de engañarte,
una forma cobarde –como otras
que inventamos para sobrevivir–
de seguir cuerdo en toda esta locura.