Miguel Viqueira – Cómprelo usté, señorito

Fundación Ortega MuñozNarrativa, SO3

MIGUEL VIQUEIRA

COIMBRA, 1952

cómprelo usté, señorito


Hace años en Madrid Juanito Real tropezó una mañana de carnavales con un tipo que llevaba cartera y unas cajas de camisas, y éstas se cayeron al suelo. Pidió perdón, y sin mirarlo se agachó a recogerlas. El otro hizo lo propio. Cuando fue a dárselas, ambos aún en cuclillas, a Juanito le resultó familiar aquella cara, incluso conocida. Se miraron, tratando de ubicarse. Aún dudando, arriesgó Juanito “¿Zacarías?”. Y el tipo dijo que sí con la cabeza y sonrió. Instintivamente Juanito Real le miró las manos, pero las traía enguantadas.
      –¡Zacarías, doctor Zacarías!– exclamó, y en ese momento el tipo dejó de sonreír y se puso en pie, sin brusquedad, antes con la actitud del que rehúye algo. A Juanito se le recompuso de pronto la imagen de Zacarías Alvargonzález, que iba para médico desde que nació en familia de campanillas porque siempre que le pregunta- ban qué quería ser de mayor respondía que médico cirujano, nada de bombero, sacerdote o militar: “médico cirujano”, como si éste, o solo éste, fuese su destino. Habían sido compañeros de colegio mayor y lo que Juanito recordaba de él sobre todo lo demás eran sus manos prodigiosas, blancas, largas, hechas a propósito para ciencia tan precisa como la cirugía, manos con las que fascinaba a los demás moviéndolas, al hablar, con elegancia y una suavidad casi femenina, y que sin embargo resultan firmes, enérgicas, extrañamente viriles, elocuentes hasta en reposo. Frente a frente, antes del abrazo que iban a darse, Juanito pudo constatar que Zacarías había envejecido notablemente, tenía un aspec- to macilento y más bien triste, había perdido bastante del pelo ya canoso, y solo habían pasado veintipocos años desde que salieron del colegio mayor y no volvieron a saber nada el uno del otro. Tampoco le parecía ya aquel muchacho seguro de sí mismo que había conocido, ni de su alegría le quedaba nada.
      Entraron a tomar un chocolate, como en sus tiempos. Tras quitarse abrigos y bufandas se acomodaron, y Zacarías empezó entonces a quitarse los guantes muy despacio, mientras, al contrario, ametrallaba a Juanito con toda clase de preguntas ocasionales. Pero éste no lo escuchaba ni respondía: su atención estaba entera en las manos de Zacarías. Y allí las tenía, ante sí, aquellas manos de ángel, tersas, preservadas del tiempo como si fueran de alabastro: la misma delicadeza de antaño, la misma elegancia intacta, lo único de él que no había envejecido ni un ápice. Pero para sorpresa de Juanito, en vez de revolotear con ellas acompañando sus preguntas, como tan bien las recordaba, las cruzó sobre la mesa y así las mantuvo todo el rato. Daba la sensación de querer ocultarlas, o protegerlas, como si tuviera miedo o vergüenza de que se las vieran.
      No hablaba Zacarías tan deprisa como le había parecido a Juanito: al contrario, hablaba pausadamente, con un tono apagado, monocórdico, escogiendo cada palabra, evitando mirarle a los ojos, como cuando se está incómodo porque se tiene algo que esconder. Le llegó el turno de preguntas a Juanito, y a la muy genérica de que qué había sido de él, qué hacía y demás, Zacarías bajó la mirada. Juanito insistió:
      –Pero eres cirujano, por supuesto. ¿No?
      Tardó en responder. Miró con tristeza a Juanito y dijo:
      –No soy cirujano, no. Ni médico... ni nada.
      Se tomó tiempo para contar su historia. Prendió un cigarrillo nerviosamente, expelió una larga bocanada, y dijo:
     –Soy viajante. Vendo camisas y lencería en Madrid y provincia. A veces salgo un poco más allá, pero pocas. Me paso la vida de un lado a otro, sin parar. Lo que es bueno porque no me deja tiempo de pensar.
      Hizo una pausa y se instaló un súbito silencio que Juanito no se atrevió a romper. Zacarías continuó, al poco:
     –Al fin y al cabo toda nuestra generación vendemos algo, ¿no crees? Cada cual en lo suyo, pero todos somos vendedores. Yo tampoco pude escapar a la regla, ya ves –se miró las manos, el dorso y las palmas, los dedos.
      –¡Lástima de manos, lo que hubiese podido hacer con ellas! Pero no pudo ser, no fui capaz, qué le vamos a hacer.
       A Juanito estas palabras le desconcertaron. Recordaba a un Zacarías lleno de carácter, incluso presumido, con una seguridad en sí mismo envidiable.
      –¿Cómo que no fuiste capaz? ¿Tú? ¿Pero por qué? –se atrevió a preguntar, incrédulo.
      –Te extraña, ¿verdad?... Pues también a mi padre, y a mi familia, que acabaron acusándome de vago y despreciándome. Mi respuesta fue el silencio: nunca les conté la razón de mi abandono de la medicina, y luego de los estudios, ni se lo contaré jamás... Cuanto más tiempo pasa más contento estoy de no haberles explica- do nada: no se lo merecen.
      Juanito intuyó que a él sí se lo iba a contar, y allí mismo: cuánto más fácil resulta franquearle el alma a un extraño, o a alguien que se convirtió en tal por el paso insoslayable del tiempo. Se sintió agradado porque ello suponía también mucha consideración por parte de Zacarías, que habría preservado intacta, en su recuerdo, la noción de que Juanito Real era una persona sensible.
      –¿Me lo contarás a mí?– lanzó con audacia.
      Zacarías le miró largo por primera vez y esbozó una sonrisa casi imperceptible.
      –Te acordarás de mí como de un tío altivo, autosufi- ciente, algo chuleta... ¿no?
      Juanito sonrió por compromiso, pillado.
      –Pues así empecé Medicina: tragándome el mundo. Estaba convencido de que la carrera iba a ser un puro trámite de media docena de añitos hasta que me convir- tiera en el mejor cirujano de España, del mundo y alre- dedores... La verdad es que empezó yéndome bien; lo entendía todo sin esfuerzo, tenía una memoria prodigiosa, sabía un huevo de aquello y se me daban bien las prácticas: tenía habilidad de manos y pulso firme, nadie me superaba en anatomía, te lo juro...
      Sorbieron sus chocolates, que comenzaban a enfriarse.
      –Pero las cosas empezaron a torcerse una mañana de primavera en que me fui al Rastro a ver si encontraba un viejo libro de medicina que se había comentado en clase, un poco para dármelas de conocedor ante el cátedro y mis compañeros... Nunca había estado por allí, donde nada se me había perdido. Sin embargo no lo lamenté... o lo lamentaría para el resto de la vida, según se mire. Estaba curioseando unos libros antiguos de medicina, viendo si me encontraba con el tal del que se habló en clase y rascándome los bolsillos por si llevaba los pocos duros que pedirían por él, cuando al volverme de repente, la vi.
      Juanito le miró con súbito desdén oculto: entonces fue eso. Una chica. Cherchez la femme, no falla... Se pre- guntó, echando una mirada discreta al reloj, cuánto tiem- po más duraría aquel folletín y qué palabras amables ten- dría que buscarse para no quedar mal ni herir innecesariamente al pobre Zaca. Éste prosiguió, a la vez dolido y exaltado:
      –En la esquina había tres muchachas jovencísimas vendiendo flores, expuestas sobre cajas de madera. Eran alegres y dicharacheras. Sin quererlo, sin poder evitarlo, Juanito, se me clavó la mirada en una de ellas, en sus ojos negros, penetrantes, de esos que te derrotan a la primera, sin remedio. Dejé el libro, dejé todo, y me acerqué, sin desviar la mirada, fija como si me la atrajera un electroimán al centro de aquellos ojos. Y ella va y me suelta, con la gracia de una auténtica chulapa madrileña: “Cómpreme usté este ramito, señorito, mire qué her- mosura de Dios, que no vale más que dos reales, ande, pa regalárselo a la novia”, casi cantando, como en el cuplé.
      Miraba a Juanito, de pronto enfervorecido por el recuerdo, y éste callaba.
      –En la mano tendida sujetaba un ramo de violetas –lo estoy viendo– precioso, de color vivísimo. “Yo no tengo novia”, me disculpé. Y ella, de sopetón: “¡Con lo guapo que es usté, señorito, qué lástima! Pues llévelo usté mismo, pa que le salga pronto una”. “No” –respondí–. “Te lo quedas tú, que eres más guapa que todas las flores juntas. Ten, dos reales”. “No, señorito, ¿cómo me lo voy a quedar yo? Pa usté, pa usté, que le saldrá pronto una novia más guapa que la Virgen en cuanto le vean con el ramito, ande, venga”. “¿Y tú, no tienes novio?”. Se echó a reír con una risa que levantó los vencejos del Rastro, y encogiendo los hombros con donaire gitano y gracioso, respondió: “¿Yo, señorito? ¡Yo no!”. Y en seguida, pícara: “Pero podría tenerlo pronto, si quisiera...”. ¿Te das cuenta de que es como en el cuplé? Yo creía que estas cosas no pasaban más que en los seriales...
       Perdió la mirada vidriosa por la cafetería mientras daba otro sorbo en el chocolate enfriado.
      –Era la cosa más bonita que había visto en mi vida, Juanito: morena de ojos negros, grandes como la luna, el pelo recogido en cola de caballo, los labios carnosos, llenos, para besar mucho; y un cuerpo esbelto, prieto, por debajo de un delantal deslucido y sucio. ¡No pasaba de una adolescente! No puedo explicarte mejor lo que sentí. Pero fue como si de repente toda mi vida hubiese caído al vacío, perdiendo todo sentido, toda finalidad, algo muy extraño, y aterrador para una perso- na como yo, que se creía inmune y superior a estos sentimientos, algo increíble e imposible de dominar, ¿me entiendes?
      –Ya lo creo.
     –Insistí para que se quedara con el ramo de violetas. Las otras dos reían y cuchicheaban a nuestras espaldas, pero yo ni las oía ni me importaba. Ella cogió el ramito, lo olió mirándome, sacó dos violetas, se las puso en la pechera del delantal, asomando, y guardó el resto apar- te, con un gesto exquisito. Después, alisando con las manos manchadas el delantal no menos manchado, me miró risueña: “¿Así?”. “Así. ¡Estás guapísima! Te va a salir un novio volando”. Se rió mucho, tapándose el ros- tro con las manos, desatando las risas de sus compañe- ras. “¿Cómo te llamas?”, pregunté. “Yo Didita, señorito, esto... Mercedes, vaya”. “No me llames señorito. Llámame Zaca, Zacarías vaya, que es mi nombre”.
      “Pues muy bien, señorito, digo Zaca, vaya... Zacaría”. “Y tutéame, como todo el mundo”. “No, eso no, señ... Zacaría: no está bien”. “¿Cómo que no? No soy tan mayor”. “Pero es que no me acostumbro, ¿sabe usté?”. “Bueno, pues como quieras...¿pero no te importa que yo te tutee, verdad?”. “¡Anda! Claro que no, me gusta mucho más”, y terminó la frase tosiendo con una tos ronca, de adentro, que no me gustó. Se lo dije y ella, risueña: “La bronquiti o lo que sea, ná, el pecho que me escuece, que me he acatarrao este invierno y que no me se ha curao entoavía pero que ya me se quitará, no pasa ná”, y reía con un encanto como para comérsela a besos de tan guapa... Le pregunté si solía ponerse siempre allí en aquella esquina. Dijo que sí. Y sin saber qué más decirle, cómo estirar mi delicia por tenerla delante, me despedí, la aconsejé a que se cuidara y le prometí volver pronto a verla y traerle un jarabe para su bronquiti...
      Le brillaban los ojos a Zacarías. Estaba mucho más compuesto que al principio, revitalizado, se diría que incluso rejuvenecido. Pidió al camarero agua para ambos, prendió otro cigarrillo, y continuó:
      –Salí del Rastro medio atontado. ¿Qué era aquello? ¿Qué era lo que estaba sintiendo? ¿Por qué nunca nadie me había prevenido de esto? Tuve que ir respon- diéndome a mí mismo todas estas preguntas para las que no tenía respuestas... Se me hizo muy cuesta arriba concentrarme y estudiar, y se avecinaban los parciales del segundo trimestre. Cuando me daba cuenta estaba pensando en ella, viendo aquel rostro moreno, aquellos ojazos hondos, aquel cuerpo esbelto y flaco, aquella son- risa divina... Naturalmente volví el sábado, y el domingo. Le di el jarabe y se puso colorada: “Hombre, señ... Don Zacaría...”, sin saber qué decir, y yo reía, feliz como un tonto con una tiza. Me contó que tenía quince años, que eran una pila de hermanos, que no tenía padre y que su madre estaba siempre enferma. Que tenía que valerse por sí misma y ganarse la vida porque nadie lo haría por ella... En las muchas veces que volví estaba sola, o con las otras muchachas que conocí, o con una u otra de ellas. Dijo que se conocían de allí del puesto pero que vivían en barriadas diferentes. Y el tiempo se me escapaba a su lado sin darme cuenta, como si todo lo demás dejara simplemente de existir. Si el amor era eso, Juanito, yo estaba ciegamente enamorado.
      Hizo una pausa, larga, reviviéndolo todo, acaso con un punto de dolor. Juanito bebió agua, desvió la mirada, le dejó sentirse a solas. Al cabo, Zaca siguió:
      –Cuando comprendí lo que me pasaba tuve una reac- ción de pánico, imagínate: ¿cómo iba yo a salir de ésta? No podía contarle a nadie lo que me estaba ocurriendo. Y encima era una historia completamente disparatada, sin la menor posibilidad de ningún futuro ni de nada: cuanto más lo pensaba más imposible me parecía y más negro se me antojaba todo... Mil veces me juré que no volvería a verla ni a pensar en ella y otras mil sucumbí a la pasión por ella. Fui al Rastro hasta entre semana, casi a diario, fumándome incluso algunas clases. Pero cuando llegaba a la esquina de aquel callejón el mundo se me recomponía, todo encajaba en su sitio y cobraba pleno sentido; la conciencia dejaba de pesarme hasta la jaqueca, como solía, me sentía como si anduviese flotando, y una sensación de bienestar, una alegría tan honda que tenía que ser eso que llaman la felicidad, sí: ¿me entiendes, verdad?
      Juanito dijo que sí inclinando levemente la cabeza. Comenzaba a considerar que a lo mejor se había precipitado al juzgar a Zacarías.
      –Reíamos todo el tiempo. Didita me contagiaba su alegría radiante. No decíamos más que tonterías y trivia- lidades, imagínate, como si estuviéramos dentro de un tebeo. ¿Qué tendría aquella chiquilla para haberme tras- tornado tan completamente? ¿Cómo era posible?... Una vez le llevé chocolatinas, que en seguida quiso compartir conmigo después de guardar una para casa. Otra vez le llevé unos pendientes, nada, una baratija de puesto callejero: no veas qué sofocón, qué coloretes le salieron de genuina alegría, como si hubiera recibido las joyas de la corona, la pobre. Pero la dichosa tos persistía, y a cada día más cavernosa, más arrastrada: no había forma de que me hiciera caso, de que se tomara los antibióticos que le llevé después del jarabe, que o no se tomó o no surtió ningún efecto: ella se reía de su bronquiti y no hacía ni caso. Yo la veía tan bien, tan alegre, que pronto olvidaba también aquella tos inquietante, incluso oyéndola... Nunca me pidió nada ni me exigió nada, ni quiso saber nada de mí que yo no le contara espontáneamente: estábamos los dos como fuera del mundo, en algún lugar solo nuestro, aislado y protegido de todo lo demás. Después de los parciales, que hice a trancas y barrancas, tuve que marchar a casa por Semana Santa. Lo pasé fatal, a todas horas pensando en ella sin poder desahogarme con nadie ni compartir mis penas.
      Zacarías bajó la cabeza e hizo una larga pausa. A Juanito le pareció mejor guardar silencio, dejarlo respirar, recomponerse. Zaca prosiguió, de pronto con un semblante cargado:
      –A la vuelta de vacaciones salí disparado a verla, pero no la encontré. En nuestra esquina no había nadie. Pregunté a los vendedores de por allí, en las tiendas, en los bares... Nadie supo darme razón. Me senté en la acera, mirando a todas partes, como un perro abandonado por su dueño. Pero Didita no apareció. Tampoco sus compañeras. Pensé si no se habrían metido en algún lío con la policía municipal, cosa de licencias o algo así, pero pronto lo descarté: allí nadie tenía un papel ni nadie preguntaba nunca nada... Cuando se hizo de noche regresé al colegio mayor con el corazón revuelto y el alma turbia. No di pie con bola hasta el sábado siguiente, en que me precipité al Rastro. Didita tampoco estaba. Pero sus compañeras, sí. Se me abrió el cielo y las acribillé a preguntas. Pero tampoco sabían nada: Didita faltaba del puesto desde hacía un tiempo, quizá semanas, pero no sabían decir cuánto; y tampoco sabí- an por qué razón faltaba ni dónde vivía ni cómo podría yo encontrarla. Ella me había hablado una vez de la barriada en donde vivía, pero vagamente, como si le diera vergüenza, y yo no tenía entonces el menor interés por saberlo... Me marché desesperado. Llegué a concebir un plan de búsqueda, algo así como peinar todas las barriadas de chabolas que había en los suburbios de Madrid... un plan descabellado, virtualmente imposible, en seguida lo comprendí: estaba solo y tenía que seguir estándolo en esto, sin transporte, sin datos, sin nada más que mi ansiedad y mi fe en el amor que le tenía a Didita. La alternativa terminó siendo la única posible: me pasé las dos semanas siguientes en el Rastro, de sol a sol, allí, en aquella esquina misma, sentado en la acera junto al puesto cuando las otras estaban, o solo, el día entero. Falté a todas las clases inventándome un gripazo de primavera, y a los compañeros del colegio mayor diciéndoles que me pasaba los días encerrado en la biblioteca de la facultad, estudiando. Pero todo fue en vano: Didita no volvió a aparecer nunca más.
      Se detuvo a beber agua, a prender otro pitillo. Miró a Juanito: por la expresión de éste debió de pensar que lo tenía atrapado con su relato y que podía contar con su simpatía, con su respeto. Se pasó las manos por el pelo grisáceo, hacia atrás, y se le descubrieron unas entradas profundas, que ya antes había advertido Juanito. Su aspecto era de cansancio de todo, esa flojera y ese hartazgo que acompaña a los derrotados, que los informa, como si estuviera por detrás de todas sus arrugas. Volvió a mirar a Juanito, y siguió:
      –Traté de convencerme a mí mismo de que Didita se había terminado para siempre, de que lo sucedido –en realidad nada había sucedido– no había sido más que un breve ensueño, un episodio amoroso que a todos nos sucede una vez en la vida, algo para el recuerdo, sin consecuencias... Pero la realidad, mi realidad, era muy dis- tinta. Dormía poco y mal, apenas comía, tenía pesadillas recurrentes o preciosos sueños en los que encontra- ba al fin a Didita, sonriéndome con una violeta en la mano tendida hacia mí... Las clases dejaron de interesarme, los exámenes finales estaban encima pero me daban igual, ya todo me daba igual, aprobar o suspender, presentarme o no presentarme.
      –Pero te presentaste a los exámenes, ¿no?–, interrumpió Juanito, que seguía, pese a todo, sin ver demasiado claro por qué un lance amoroso sin mayores consecuen- cias había podido dar al traste con un talento tan pro- misor como el de Zacarías. Éste le miró con los ojos inflamados, y respondió:
      –Sí. Sí me presenté, después de mucho cavilar si por fin lo hacía o lo mandaba todo al carajo. Sabía que iba a ser un desastre pero también sabía que si lo dejaba sin intentarlo sería muy difícil explicárselo a nadie... No me quedaba otro remedio.
      Respiró hondo, bebió, se limpió los labios, y siguió:
     –El primer examen fue el de fisiología, que sin ser mi “especialidad” se me daba bien. Después vendría el de anatomía, que era mi fuerte. El teórico me salió bordado. Esa noción me devolvió un poco de tranquilidad y de confianza en mí mismo: con un poco de suerte podía volver a ser el de antes. Pero al día siguiente...
     Agachó la cabeza, de pronto tanto que Juanito creyó queseibaadarconlafrenteenlamesayseretiróun poco. Después, con esfuerzo visible, Zacarías continuó:
      –Al día siguiente era el examen práctico, ya sabes, la disección de cadáveres. Y ahí, sí: ahí mandaba yo, con estas manos –se las mostró a Juanito, exhibiéndolas, algo crispadas– hábiles, firmes. Todos querían asistir a mi examen porque sabían lo bueno que era, ya me habían visto durante el curso, la seguridad con que ejecutaba las incisiones, la perfección y la rapidez con que extraía las vísceras que el catedrático me ordenaba, lo certeramente que identificaba los músculos, los tendones, las arterias... como si estuviera haciendo algo que hubiese hecho desde siempre. Llegué al anfiteatro anatómico con unas ojeras hasta pasado mañana, hecho un trapo, pero tranquilo, con la seguridad del que sabe mucho de lo que va a hacer. Estaba lleno de gente, casi todos compañeros, y algunas personas de fuera. El enfermero de turno solía soplarnos, según bajábamos hacia el foro, qué tipo de cadáver nos tocaba cortar, para que tuviéramos una idea de lo que nos esperaba; al final de curso se le daba entre todos una propina sustancial, como manda la tradición... Según bajaba yo me sopló al oído “es una tía joven, lástima de fiambre”. Me acerqué a la mesa donde los contornos de un cuerpo menudo, que más parecía el de un niño, yacían bajo la sábana. Saludé al catedrático, que enfundado en su bata blanca escribía de pie en unos papeles, adusto. Vestí la bata sin ninguna prisa, me puse los guantes de goma con parsimonia y miré al cátedro para decirle que estaba listo. Con el brazo señalando el cadáver, dijo, pomposo como era su costumbre –no lo olvidaré nunca–, “Proceda”.
      Se llevó las manos al rostro Zacarías, restregándose después los ojos para aliviar la congestión que se había ido instalando en ellos hasta dejarlos de sangre. Y continuó, temblándole un punto la voz:
      –Me arrimé al cadáver aún tapado, para retirar la sábana y empezar el examen. Pero cuando iba a hacerlo me dio un vuelco el corazón. Sin saber por qué me quedé paralizado, las manos en el aire, a centímetros de la sábana, temblando –las tendió, imitando el temblor para que Juanito pudiera hacerse cargo–.
      –Las cerré con fuerza, retrocedí un milímetro y miré al cátedro, buscando auxilio. Pero en lugar de ofrecér- melo, me espoleó diciendo con impaciencia “¡vamos!”. Tendí de nuevo las manos, sin lograr que dejaran de temblarme. Agarré los bordes de la sábana que tapaban la cabeza del cuerpo, y con el corazón en la garganta y las sienes a punto de reventar, la retiré hacia atrás, despacio... Lo que se me fue descubriendo –¡Dios!– no podré olvidarlo mientras viva: blanca de muerte, helada y yerta como una estatua de mármol, allí estaba Didita, mi pobre amor desaparecido. Tenía aún el pelo recogido y los párpados, cerrados para siempre sobre aquellos ojos inolvidables, eran como una tenue línea disuelta en la lisura de un rostro de cera en el que todo fuese igual en su misma e indiferenciada muerte.
      Se calló y se hundió en un silencio de ovillo que Juanito respetó sin moverse siquiera.
      Evidentemente su gloriosa pero fugaz carrera de cirujano se terminó allí mismo, aquella lejana mañana, ante la estupefacción de los presentes, que no entendieron la súbita palidez de Zacarías ni su desplome en medio del foro. El curso siguiente aún trató de salvar al menos una licenciatura, en lo que fuese. Se matriculó en algo tan distante de la cirugía como el Derecho, pero le resultaba tan insoportable, tan imposible como lo anterior: no lograba asistir a una clase ni era capaz de abrir un libro. Por Navidad anunció a la familia que colgaba los estudios y se buscaba un trabajo. Soportando a duras penas el desdén de su familia, que lo dio por perdido atribuyendo las culpas a la pura vagancia y el mal vivir, Zacarías Alvargonzález vagueó por un tiempo sin destino fijo, viviendo de lo que se terciaba, hasta que por fin encontró su actual ocupación de viajante, que como aseguró a Juanito, por lo menos no le dejaba tiempo para pensar en nada. Vivía modestamente de pensión y no se había casado.
      No volvieron a verse nunca más, y al contrario de Zacarías, Juanito Real olvidó pronto a su antiguo compañero y a su desdichada violetera.

Junio de 2013