Verdad cotidiana: los fotógrafos de pueblo

Fundación Ortega MuñozAyN

Miguel con su tambor de hojalata, 1950

Hace tiempo visité en la sala de fotografía de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando la espléndida muestra “Nicolás Muller: belleza y compromiso”, comisariada por Publio López Mondéjar. Este espacio se encuentra en la tercera planta, no es muy grande, y apenas lleva unos años funcionando, en concreto desde el 2019 cuando se inauguró con una colectiva: Laurent, Vicente Moreno, Masats, Castro Prieto, Chema Madoz, Ouka Leele, … También guardo buenos recuerdos de las dedicadas a Pérez Siquier, Català-Roca, Paco Gómez -una verdadera joya, inolvidable-, Xavier Miserachs, Virxilio Viéitez, … Me detengo en este último, “cuyo enorme talento -de nuevo López Mondéjar- le permitió retratar el mundo sin salir de su pueblo. Guiados por una pueril fatuidad, los expertos en fotografía se empeñan en buscar la excelencia en los supermercados de la cultura, ignorando a los maestros como Virxilio Viéitez (Soutelo de Montes, 1930-2008). Y es que, buena parte de las mejores fotografías, de las más conmovedoras y dignas de perpetuación, han sido obra de los fotógrafos populares, que practicaron una suerte de retratismo cándido alejado del trabajo vanidoso de la mayoría de estudios de moda”.

Barquero y pescador en el puente romano

Ya antes, en 2013, se celebró una retrospectiva de Viéitez en Telefónica, con motivo de la misma hubo una mesa redonda en la que Alberto García-Alix habló de la falta de “aliento poético” en sus trabajos, de la inexistencia de una poesía de la imagen y, por tanto, de una evolución. Ello no era óbice -y con los debidos matices- para sentenciar, “Siendo un mal fotógrafo posee sin embargo una gran obra”. Me parecieron muy atinados sus comentarios, en mi opinión daba con las claves para comprender buena parte de la fotografía de la España de posguerra. “La obra de Virxilio Viéitez -prosiguió García-Alix- son las raíces de su tierra, de un feroz naturalismo” y, por tanto, común a las raíces del resto del país, fruto de la miseria reinante, de ahí que observemos un cierto aire de familia. Pura sociología.

Un pastorcillo con su cabra, 1950

Nos enfrentamos pues a un tipo de fotografía de mirada humanista, más de encuentro que de búsqueda. Esta misma sensación la tuve en el Museo Nacional de Antropología, que acogió la muestra “La vida por delante. La infancia en la calle 1941-1951” de Valentín Vega (Luanco, 1912-1997, El Entrego) y más recientemente al contemplar “Remigio Mestre. Alcántara, retratos de una época (1930-1960)”, en la Sala “La Sinagoga” de Alcántara (Cáceres), que puede visitarse hasta finales de año. Para Genín Andrada, que también comisarió del mismo autor “La mujer extremeña en los años del silencio”, a partir de una selección de fotografías del Archivo de Caja Extremadura, “El trabajo fotográfico de Remigio Mestre (Alcántara, 1914-2004, Viveiro) es muy cercano al documentalismo, algo muy raro en Extremadura. Después de la guerra civil, la profesión de fotógrafo no era precisamente vocacional, era pura necesidad para sobrevivir. Desde que Franco implantó el DNI la figura del fotógrafo se convirtió en un gran negocio. Muchas personas viajaban a grandes ciudades como Madrid y ejercían como ayudantes durante dos o tres meses para aprender cómo se revelaba. Después de descubrir esa magia del laboratorio se compraban una cámara y empezaban a trabajar en su comarca”.

Un padre y sus cuatro hijos posan junto a su coche

Y precisamente al inicio del recorrido expositivo nos recibe un “bosque” de retratos de carnets que penden del techo a diferentes alturas. A la derecha, en una pequeña capilla -a modo de sancta sanctorum-descubrimos un “retablo” de fotografías de comunión y diferentes escenas en torno a la festividad de la Virgen. En el espacio central y a lo largo de diferentes muros la fiesta de lo cotidiano se despliega en varias temáticas: Alcántara, Campo, Puente, Familia, San Benito y Toros. Es interesante el encuadre de los personajes, su disposición en el territorio, “No es fácil -comenta Genín- integrar la figura humana dentro de un paisaje, y que a su vez sea la pieza clave para dar fuerza al encuadre. Y un dato muy importante, Remigio estaba al tanto de lo que sucedía fuera de Extremadura, su mirada estaba enriquecida gracias a publicaciones especializadas, como las revistas Life o National Geographic”.

En este contexto me parece pertinente nombrar la figura de Dorothea Lange (1895-1965), un referente de la fotografía documentalista, ella misma se denominó “fotógrafa del pueblo” (al menos así rezaba en su tarjeta de visita). Algunos de sus postulados convergen en la mirada de los fotógrafos populares. “Ante todo: «¡Manos fuera!», aquello que yo fotografío no lo perturbo, ni lo modifico, ni lo arreglo. Un sentido del lugar: lo que yo fotografío, procuro representarlo como parte de su ambiente, como enraizado en él. Y un sentido del tiempo: lo que yo fotografío, procuro mostrarlo como poseedor de una posición dada, sea en el pasado o en el presente”.

Un grupo de hombres esperan la salida del toro haciendo de Tancredo

Fueron los fotógrafos de pueblo los cronistas de la época, testigos de un enjundioso imaginario con la autoridad que confiere el dar fe de los acontecimientos del día a día (la boda no empezaba hasta que no estuviera presente el fotógrafo). Sus instantáneas encarnan el sentir, la forma de ser y de estar en el territorio, gracias a la capacidad metamórfica de las imágenes, a la pregnancia que van adquiriendo con el paso del tiempo, cargándose de nuevas connotaciones. Y sí, nos seduce -valga la paradoja- su falta de “intencionalidad” artística, no cabe la subjetividad: gente corriente enmarcada en una realidad sin artificios. Así unos niños vestidos de domingo, el joven que presume de gran coche, o las poses pueblerinas -por auténticas- en bodas, bautizos y comuniones. Todo en un lote, donde se respira una atmósfera de verdad cotidiana.

Martín Carrasco.