Del libro “Hernández Pacheco. Elementos del Paisaje”
En 1929 Eduardo Hernández-Pacheco era catedrático de Geología en la Universidad Central y Jefe de sección en el Museo de Historia Natural de Madrid. Tenía 57 años, era un intelectual cercano a la Institución Libre de Enseñanza, había publicado algunos trabajos fundamentales en su carrera y desarrollaba una intensa actividad científica y cultural en la sociedad madrileña. Estaba en la plenitud de su madurez y su popularidad se proyectaba más allá de los ámbitos estrictamente académicos. La Esfera, una de las revistas de mayor difusión en la época, le dedicó en su edición del 22 de junio de aquel año un extenso artículo, bellamente ilustrado, en el que le describía ante sus numerosísimos lectores como un “geólogo de reputación universal,” dotado además de “un temperamento de artista”. El mismo (y su hijo Francisco, geólogo como él), era los autores de las fotografías que ilustraban aquel texto, en el que se le presentaba también como “un estudioso de las bellezas naturales del paisaje español“, cuya variedad e interés estético fundamentaba en la “diversidad fisiográfica” que ofrecía la Península. “Nadie antes -suscribía el anónimo autor de aquellos párrafos-, ni con tanta intensidad” había abordado, desde ese punto de vista, el estudio (y, habría que añadir, la representación), de los paisajes de España.
Ni aquel artículo, que era meramente divulgativo; ni el que lo reseña en estas líneas, que no tiene una finalidad muy distinta, son rigurosamente exactos en ese punto. El trabajo de Hernández-Pacheco se había venido fundamentando en el de otros ilustres precedentes (desde Casiano de Prado a José Macpherson). Pero lo que interesaba al corresponsal de entonces, como a su continuador de ahora, no era otra cosa que destacar la novedad que para el público de aquel tiempo, como para el de hoy, significó y aún significa descubrir en la contemplación del paisaje una belleza nueva. Una exaltación conocedora de la variada textura de sus formas y relieves, de las fuerzas geofísicas que los tallaron y esculpieron, o de los cambios que experimentaron con el tiempo por la acción modeladora de los trabajos del hombre.
Por si no había quedado claro para el lector común y corriente, La Esfera ofrecía en aquellas líneas una breve guía tomada de los acreditados estudios del profesor Hernández Pacheco para intentar orientarse en la apreciación de aquel vasto territorio que el había ido analizando y fotografiando, y al mismo tiempo y precisamente por eso, dotando de una visualidad prácticamente inédita. Merece la pena reproducir aquel resumen por el extraño encanto que puede ejercer (al menos entre los no iniciados), la sonoridad de su lenguaje; y porque, al fin y al cabo, enunciaba las que para el emérito catedrático eran las razones geológicas del paisaje español. Un espectáculo (por situarnos del lado de quienes debemos atender a su contemplación), “cuyo contraste [determinan] cuatro influencias esenciales: la europea, la africana, la mediterránea y la atlántica. Junto a las que actúan el relieve (metas y penillanuras, llanuras exteriores, montañas centrales y periféricas), y la litología (el viejo macizo granítico y paleozoico del oeste; las areniscas y calizas mesozoicas de las montañas pirenaicas, ibérico-levantinas y béticas; las arcillas y margas neozoicas de la llanura castellana, aragonesa y tartésica), además del clima y la vegetación”.
“Factores esenciales del paisaje son la vegetación y el roquedo, y su acción es matizada por el agua, el cielo y el hombre; [aunque] su base sea siempre litológica […] y atendiendo a ella [deban distinguirse] los paisajes asentados sobre rocas plutónicas, de los que tienen su asiento en las neptúnicas. Al primer grupo corresponden los paisajes graníticos (establecidos sobre rocas graníticas), y los volcánicos (sobre ofitas, pórfidos y basaltos). Los paisajes sobre rocas neptúnicas se distinguen según sean esas rocas, arenáceas, arcillosas o calizas…”. La descripción se volvía menos abstracta con los ejemplos que se citaban de algunos lugares conocidos: “los ásperos paisajes de la cuarcita de Despeñaperros y de las Batuecas. Las arcillas que dan los páramos castellanos y la depresión aragonesa y los paisajes de pizarra. Los paisajes calizos […] de la ciudad encantada de Cuenca y el Torcal de Antequera. Las hoces y los congostos de los ríos pirenaicos. Las muelas y mesas calizas de las montañas levantinas, los abrigos rocosos (con pinturas rupestres) y los paisajes subterráneos…”.
Es más que probable que el propio Hernández Pacheco dictara aquel apretado compendio a su interlocutor, que terminaba reiterando en sus comentarios el argumento principal: el asombro que ofrece a la mirada la naturaleza vista desde el punto de vista científico, y al menos un par de conclusiones de sencilla comprensión, pero seguramente con más implicaciones que las que en aquel momento se les pudo atribuir. Una hacía referencia, de forma literal, a su intención de “dar un nuevo valor” a ese “tópico” que desde hacía tiempo había llevado a muchos a hablar del “alma del paisaje”. No sin razón, porque sus estudios sobre ese asunto discurren en paralelo a la construcción literaria que había venido haciéndose del mismo desde el romanticismo a la Generación del 98. Y la otra aludía al “móvil del artista”; que le habría inspirado a la hora de plasmar, en la calidad “hábilmente lograda” de sus registros fotográficos, las características y tipos de los paisajes españoles.
Los términos arte y ciencia se aproximaban mucho en aquella crónica con el propósito de subrayar la importancia que tenía la imagen fotográfica en los trabajos de investigación sobre la geomorfología del territorio que había venido desarrollando Hernández Pacheco. Ese acercamiento se hizo, en su momento, con una intención que quizá no iba más allá de reconocer en esas imágenes, además del mérito de su autor, una utilidad parecida a la que había tenido en el pasado la ilustración gráfica como herramienta de apoyo para el estudio de las ciencias naturales. No en vano la fotografía había venido siendo, prácticamente desde sus orígenes, un recurso muy útil a la actividad científica en los más diversos campos. En la actualidad, sin embargo, tenemos una percepción mucho más amplia (y al mismo tiempo más compleja), de las relaciones que median entre disciplinas tan heterogéneas, de los ámbitos de confluencia en los que se articulan sus implicaciones sociales y culturales; y en general de lo útil que ha resultado su acercamiento para facilitar el desarrollo de prácticas interdisciplinarias, ampliar el propio campo de la experiencia estética, o dar un impulso renovado al pensamiento creativo.
A la luz de ese conocimiento, debería parecer una obviedad reclamar para la fotografía científica en general, y en particular para la fotografía científica española, el lugar que le corresponde, al margen de las categorías convencionales, en nuestra historia del arte. Y desde ese punto de vista, tampoco debería haber una dificultad mayor en reconocer el propósito “de artista” que animó al profesor Hernández Pacheco. No sólo a la hora reflejar en la cuidada composición de sus estampas el carácter de los paisajes geológico-geográficos que fotografió, sino porque la orientación última de su trabajo le llevó a implicarse como científico, pero también política y estéticamente, en la defensa del medio natural. Por la contribución que hizo, como ecólogo, al conservacionismo y a la protección del medioambiente desde sus amplios conocimientos y, en particular (y como consecuencia de todo lo anterior), por su participación en algunas de las iniciativas que condujeron a las primeras declaraciones de “monumento natural” que se hicieron en España.
Antonio Franco.