
Óleo sobre lienzo 67 x 83´5 cm.
Existe un sonido del calor, -un sonido de lo que estaba frío y al sol se entibia-, igual que existe el sonido del silencio; murmullo que ensordece y ocupa todo el cuadro de campesino durmiendo, rozando el rostro de quien descansa en el lienzo y también de quien se descansa en él. Hay algo en esta obra de Ortega Muñoz -y en otras, pienso en el aroma de los membrillos colgados; en el ruido de un espacio mudo como Castilla. Verano; en el frío de los castaños así desnudos- plenamente sensorial, algo que, en un diálogo alejado de lo racional, llega a nosotros desde la vista y nos coloca con la piel, el aroma y los ecos en ese instante exacto, en ese espacio.
Será -me digo- que un cuerpo que roza la tierra es más que un cuerpo. Será que, a través de la caricia con la tierra, en su incendio nos incendiamos todos con él. Porque el que se tumba sobre la hierba está sobre la hierba, pero quizá, y sobre todo, está. Porque en esa figura, en ese gesto recogido por el pintor, se nos aparece otra presencia más, otro sonido que nos embriaga, que nos arrulla, que nos conmueve, y que es el de la paz de quien ejerce la pausa, de quien transita el tiempo y lo posee de otro modo.
A través de la ventana que permite la luz a esta estancia en la que escribo, todo el mundo se mueve a galope, en un transitar escandaloso y arrebatadamente torpe: la vida se va deshilando a medida que el tiempo se consume, despilfarrado, en una acción infinita. El mundo se mueve a galope, con el reloj bien atado a la mano, con la voluntad obsesiva de dominar cada segundo que pasa -¿será esta una forma de miedo atávico y ancestral?-, felizmente atareados, buceando en la incomprensión de aquella frase que todo lo rige: “no hay tiempo que perder”. Como si no fuera aquel que hace suya la lentitud el que, en su no hacer, -cuando se tumba sobre la hierba- recupera el tiempo y se apropia y se adueña de él.
El que desacelera la rutina y camina detenido siente dentro una armonía innata. Quien no cesa no contempla, y quien no contempla tampoco ve, tampoco vive. Quien aguarda agradece con mayor intensidad aquello que le es dado, aquello que le llega. La espera se nos vuelve tensa y violenta si no se asume que es necesaria su existencia para ser, para suceder -no sabe lo que es el deseo quien no ha esperado-. Hace falta ver pasar el tiempo para llegar a ser uno mismo, para que surja la oportunidad, para que aquello que hemos visto como semilla un día madure. No se trata sino del compás que viene marcado por la naturaleza, un ritmo que precisa de intervalos de acción y de pausa -pausa que persevera-.

Óleo sobre lienzo, 65 x 81 cm.
Me seduce todo el gesto del campesino que observo. Me seduce porque en medio de la jornada se ha entregado a la inacción, porque su cuerpo, sin prisas, está. Hace mucho que no veo a los cuerpos estar; ciertas formas de vida -las nuestras- manifiestan su incomprensión del entorno y de su esencia y así caminan hacia el final.
Me he topado hace unos días con un texto de Heidegger que, imprevisiblemente, me devolvió a estas notas, a la obra de Ortega Muñoz; y me hizo abrir el ordenador y dejar por escrito el vínculo de lo inesperado para después, para cuando llegase sosegadamente su turno, -porque los textos también esperan su momento y, en el pasar del tiempo y lo fortuito, se van conformando-. Heidegger escribe que existir como seres humanos es lo mismo que habitar –“yo soy” es lo mismo que “yo habito”-; donde habitar, añade, es lo mismo que proteger y cultivar. La vida que llevamos, nadie lo duda, habla también del ser humano en lo más hondo, como asimismo lo hace nuestra relación con el medio -que transformamos a través de la mano-. Quien cultiva una tierra tiene que obedecerla, tiene que fundirse -tumbarse- con ella para después poder dominarla. Y quien quiere cultiva una tierra tiene, además, que protegerla. Dice Heidegger que, precisamente, “el rasgo fundamental del habitar es este cuidar”. Sin embargo, a través de esta ventana mía los cuerpos erguidos apenas rozan el suelo con los pies, nada se cuida porque todo es ajeno: nuestro habitar es veloz y confuso, pasamos por las cosas sin verlas y, casi, pasamos por ellas sin tocarlas. Recogía el escritor Milan Kundera en La lentitud lo siguiente:“cuando las cosas suceden con tal rapidez, nadie puede estar seguro de nada, de nada en absoluto, ni siquiera de sí mismo”.

Óleo sobre lienzo, 35 x 40 cm.
Este campesino durmiendo se dirige a esa parte de mí que se revuelve frente a la urgencia y me insiste en lo imperativo de establecer una alianza sana con el tiempo, con el espacio, con el ahora – la necesidad de los ojos abiertos hacia el presente; si no, ¿cómo podremos fundar el futuro?-. Despojados de lo que se impone debería ser fácil asumir que los días han de ser simples, que el reloj no insiste con su tictac en la vida acelerada. Por eso abrazo a mi hija en nuestra cocina -donde dejamos levar las masas- y, como quien baila lento, le he dicho ‘escucha el reloj, ese sonido, esto es el ritmo, uno debe vivir y moverse siempre al compás’. Hay que habitar, hay que cuidar, hay que parar.
Quizá debamos reaprender, al mirar esta obra, cómo se tumba un cuerpo sobre la hierba. Porque el que cesa y se tumba sobre la hierba pone de manifiesto que existe el arte del saber esperar, que existe el arte del saber estar. En medio del ruido incesante, del tumulto bullicioso de la prisa y del aviso de la alarma o del claxon, es esencial ser capaz de escuchar algunos sonidos: el sonido del calor, el sonido del silencio, el sonido de la pausa.