Del libro “Hernández Pacheco. Elementos del Paisaje”

© Museo Nacional de Ciencias Naturales.
Fue entonces, en el círculo científico agrupado en torno a la Escuela Madrileña de Geología, y en alguno de los casos más notables directamente de su mano, cuando determinados elementos del relieve ibero caracterizados por su singular belleza se declararon, por primera vez en nuestro país, como auténticas “obras de arte” de la naturaleza. Cuando se les dotó de una importancia y una significación que hasta la fecha no se les había concedido, mediante una práctica de reconocimiento (de la que ya se habían registrado casos parecidos en otros países), que puede verse en cierta forma como un lejano precedente de algunos de los comportamientos artísticos relacionados con el territorio y la arquitectura del paisaje que habrían de cobrar vigencia a partir de los años sesenta y setenta del pasado siglo.
Todos los biógrafos y estudiosos del eminente naturalista extremeño (lo fue por linaje y convicción), han coincidido en subrayar la importancia que en el desarrollo de su biografía intelectual y científica tuvieron, desde el comienzo mismo de su carrera, la Sociedad Española de Historia Natural y la Institución Libre de Enseñanza. De la actividad fotográfica de don Eduardo, como de su activismo en pro de la naturaleza, quedan, además de los copiosos repertorios iconográficos que documentan sus investigaciones y trabajos académicos, las muy diversas iniciativas que promovió en nuestro país (especialmente durante los años de la Segunda República), para la defensa del medio natural. Que tienen un interés indudable, no sólo desde el punto de vista técnico, o por su alcance político, sino incluso por su valor educativo y, como ya hemos apuntado, por su significado estético.
Aún pueden encontrarse en la prensa de la época evidencias de la repercusión pública que tuvieron sus saberes y publicaciones más eruditas; de su pedagógica implicación en las agrupaciones de excursionistas que fomentaron en la sociedad de su tiempo la afición por la naturaleza y la contemplación del paisaje; o de su activa complicidad con los ideales que, por impulso de Giner y los institucionistas, hicieron de la Sierra de Guadarrama uno de los referentes emblemáticos de la cultura nacional. De su interés y, cabe decir también, de su pasión por la fotografía, queda incluso el rastro de su presencia en algunas de las exposiciones en las que participó; sólo, o en la compañía de su hijo Francisco, su más directo colaborador. Especialmente en las que periódicamente organizaba la Sociedad Peñalara (fundada al calor de la ILE, a principios del siglo pasado, por Bernaldo de Quirós), con la que expuso en distintas ocasiones y de manera muy señalada en su Salón de 1933, ampliamente reseñado en semanarios como Nuevo Mundo, o periódicos como ABC.
Quizás merece la pena recordar que en aquella exhibición (que no fue un acontecimiento menor, porque se hizo coincidir con otra de fotografía checoslovaca cuyo catálogo prologaba nada menos que Karel Capek), la presencia de los Hernández Pacheco vino a sumarse a la de los excursionistas-fotógrafos de toda España que participaron en la muestra atraídos por “el hechizo de la naturaleza en su más pura magnitud” (algunos tan notables como el conde de la Ventosa, Antonio Victory y Otto Wunderlich), y muy significativamente a la de otros reconocidos profesionales que también hacían uso de las aplicaciones fotográficas en sus especialidades científicas. Como el zaragozano Aurelio Grasa, radiólogo de profesión (además de montañero y reportero gráfico), cuyos sorprendentes paisajes le valieron, ya en los años treinta, el reconocimiento de la National Geographic; o José Tinoco, astrónomo del Observatorio de Madrid.
Se cumplían entonces los cincuenta años de la primera excursión organizada por Giner de los Ríos a la sierra de Madrid en cuyo recuerdo, precisamente, se había inaugurado el 6 de junio de 1915 el primero de aquellos monumentos naturales declarados en España al amparo de los institucionistas: el llamado Canto del Tolmo, el mayor de los que hay dispersos por la Pedriza del Manzanares. Una mole granítica de 17 metros de altura, por 70 de circunferencia, en cuya base nace un manantial y cuya visión, como pudo leerse en el propio Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, alcanzaba a transmitir “poderosas sensaciones de belleza” emplazado como está “entre las cumbres silenciosas y fuertes” de la cordillera.
Años después él mismo daría continuidad a una iniciativa como aquella; prolongada desde el punto de vista teórico en su relevante declaración sobre Monumentos Naturales de Interés Nacional, de 1920; y posteriormente, al menos, en dos señaladas ocasiones. Una en noviembre de 1930, cuando a propuesta de la Junta de Parques Nacionales y por iniciativa de la Real Academia Española se inauguró el Monumento al Arcipreste de Hita en un risco situado en la parte alta del collado de la Sevillana, en las cercanías del Puerto del León. Y otra en junio de 1932, cuando se alzó en la subida que lleva al Puerto de Navacerrada, la Fuente de los Geólogos, que Hernández Pacheco (organizador del acto), puso especial cuidado en dedicar a sus maestros, Casiano de Prado, José Macpherson, Salvador Calderón y Francisco Quiroga, a quienes quiso que se honrase como a «los primeros hombres de ciencia» que «sintieron profundamente el amor por la naturaleza y el paisaje».

© Museo Nacional de Ciencias Naturales.
“Sentir la poesía de la sierra”, como recordó en aquella oportunidad el Presidente del Congreso, Julián Besteiro, además de promover y popularizar el conservacionismo para evitar que fuera “destruido o desfigurado” nuestro extenso patrimonio natural (y en particular aquel “pintoresco rincón de la serranía carpetana”), era qué duda cabe el principal propósito de ceremonias como aquellas. Pero no el único, pues como el propio Hernández Pacheco dejó dicho en la dedicación del monumento al Arcipreste, a diferencia de las “estatuas, obeliscos y lápidas [que] suelen levantarse en memoria de los grandes hombres” el monumento que entonces se inauguraba era “de estilo nuevo y de tipo diferente”. Consciente, tal vez, de que declaraciones semejantes suponían un cambio profundo en la percepción de las singularidades y atributos del paisaje y abrían un espacio nuevo a la especulación estética. Algo parecido a lo que hoy llamaríamos una intervención de orden conceptual en el entorno: un deslizamiento semántico del campo científico al terreno del arte que habría de tener en el futuro no pocas consecuencias e implicaciones mayores.
O cuando menos, de que arte y ciencia podían despertar parecidas emociones por la belleza de lo natural. Como seguramente quiso recordar a quién tuvo la oportunidad de entrevistarle para La Esfera en aquel lejano mes de junio de 1929.
Antonio Franco.