ORTEGA MUÑOZ, UN PINTOR METAFÍSICO DE CANARIAS

Fundación Ortega MuñozPrensa

EL MUNDO. EL CULTURAL

LA OPINIÓN DE TENERIFE. GENTE Y CULTURAS / Lunes, 8 de mayo de 2017

La Galaxia a medio día.

Francisco León

Cuando en 1969 aterriza en Lanzarote, el pintor Godofredo Ortega Muñoz tiene setenta años de edad, ha viajado por medio mundo y es considerado uno de los pintores españoles más destacados de esa época. Sus pinturas más conocidas y valoradas son las que se centran en el paisaje. El tema del paisaje, del campo, en especial, de los campos de labranza, es su obsesión sin fin. Apenas dedica tiempo a otra cosa: algunos bodegones (como su fantástica La jaula, de 1940), algún personaje, casi siempre labradores envejecidos, magros, de mirada perdida. Pero es el paisaje sin nadie, sin presencia humana, el motivo principal de sus lienzos. Especialmente cuando regresa a España. Entonces se centra en los espacios agrestes y solitarios de Extremadura, Castilla y Lanzarote, donde pasó varios meses.

Ortega Muñoz viajó por media Europa, desde Italia hasta Finlandia, desde Madrid a Budapest. En todas partes se detuvo a pintar, unas veces durante meses y otras años. De 1933 a 1935, por ejemplo, vivió (y expuso dos veces) en El Cairo. Poco después, para cuando estalla la guerra civil española, Ortega Muñoz se encuentra en Francia. Luego pasaría a Suiza y más tarde a Oslo, donde expondría en 1937. La historia de su pintura, como puede verse, también es la historia de un viajero impenitente.

No sabemos el motivo por el que viajó a Lanzarote, tal vez para descansar, o acaso para seguir ahondando en el estudio pictórico del tipo de paisaje que le obsesionaba: las campiñas resecas, casi yermas, vacías, con grandes áreas de colores densos y casi planos. En esto, Ortega Muñoz es un Morandi obstinado e incansable. Desde luego, las llanuras despejadas de Lanzarote, con sus cultivos característicos, cubiertos de picón negro y rodeados de muretes bajos de piedra viva eran perfectas para Ortega Muñoz. Lo que desde luego está claro es que el pintor decide viajar a Lanzarote cuando se halla en la recta final de su carrera (moriría trece años más tarde), momento en que ha alcanzado sin embargo el más alto dominio sobre su arte. Su paleta nunca fue excesiva ni estridente. Hay como un halo de grisalla y serenidad misteriosas en todas sus pinturas, desde las primeras, como el maravilloso Deshielo de 1924, hasta las últimas. Pero a partir de la mitad de la década de 1950, la obra del artista se vuelve aparentemente más sencilla. Su pincelada es cada vez más espontánea, casi rudimentaria. No le interesan los matices, las sombras desaparecen o son reducidas a leves líneas, el volumen se atempera. El resultado es una pintura cada vez más abstracta, más seca, pero al mismo tiempo cargada de un realismo íntimo y espiritualizado que a veces recuerda a Cristino de Vera, a pesar de que el pintor extremeño nunca recurre a tópicos espirituales en sí mismos, como la calavera. En realidad, si tuviéramos que resumir, se podría decir que Cristino de Vera cultiva una pintura espiritual en tanto que Ortega Muñoz es un pintor metafísico.

Son estas las notas que Ortega Muñoz impuso en sus cuadros lanzaroteños. Pero ¿qué queremos decir cuando afirmamos, hoy, que un pintor es un artista metafísico? Lo primero que nos viene a la cabeza es, claro, la Pittura metafisica italiana. Chirico, Carrà, Sironi, Morandi, Pisis o Savinio son sus ideólogos. Lo que estos artistas italianos llamaron pintura metafísica, aunque se adelanta al movimiento bretoniano, poco después sería una rama de la compleja y variada pintura surrealista. (Hasta Óscar Domínguez pintaría escenas metafísicas inspiradas en Chirico.) La explicación es obvia: para Chirico y sus seguidores, la principal característica de la pintura metafísica era el encuentro con lo misterioso a través de lo irracional, del mundo onírico y los poderes visionarios de la imaginación. Pero hay un segundo elemento en sus obras: el predominio de los paisajes arquitectónicos vacíos. Tanto en Chirico como en Sironi, la geometría de los edificios (con sus arcadas y soportales) extendida sobre la soledad angustiosa de los paisajes, de las calles y de las plazas constituye el meollo de esta escuela, hasta el punto de que con el paso del tiempo sería su rasgo más importante. No otra cosa entendemos hoy por pintura metafísica: no tanto una visión onírica e irracional de la existencia, cuanto la representación de espacios despejados y vacíos, de geometrías casi rudimentarias, sin presencia humana y sumergidos en una soledad inquietante, enigmática. La representación de la soledad existencial del ser de las cosas y, sobre todo, la impresión de que algo está a punto de suceder en esa escena metafísica.

La hora de estos pintores, por otra parte, es la media tarde. La luz ardiente que va desde las dos a las seis. Se trata de un elemento intensificador de la reflexión metafísica. Pero también de la paralización del tiempo. Luz, soledad y vacío convergen en el misterio. Se trata de una luz que entra a cuarenta y cinco grados en el cuadro y de repente, allá adentro, detiene el reloj. No hay nadie, todo está vacío, reina un bochorno casi sólido. En uno de los metafísicos canarios actuales, el pintor Ángel Padrón, se dan cita todas estas características: edificios solitarios, paisajes vacíos, carreteras sin nadie, extrañas excavaciones abandonadas, impresión de tiempo detenido.

Pero también existe una pintura metafísica no urbana, lejos de las arcadas de medio punto, de las perspectivas arquitectónicas y las plazas enmudecidas, y es aquella que gira su visor hacia el campo, hacia los labrantíos extensos, hacia los montes ralos y las llanuras hurañas. Nuestro metafísico por excelencia, nuestro metafísico canario, no es sin embargo un pintor, sino un poeta: Alonso Quesada. En él, lo metafísico y lo desértico convergen. Solo hay que dar un paseo por los paisajes polvorientos de sus poemas para comprender en qué consiste un creador metafísico: «Tierras de Gran Canaria, secas, sin colores…» Si buscamos a nuestro primer pintor de línea metafísica debemos acudir a José Jorge Oramas. En él están todos los rasgos de que hemos hablado, pero desplegados bajo la dimensión lumínica insular. Sin lugar a dudas, de entre los artistas pertenecientes a esta línea de pintores metafísicos canarios, uno de los más importantes es Ortega Muñoz. El pintor extremeño tuvo el arrojo de incorporar a su reflexión pictórica paisajes y elementos del campo lanzaroteño, entre ellos La Geria, postal turística repetida hasta la saciedad y que, todavía hoy, en manos de un artista poco dotado, rezumaría tipismo pintoresco por los cuatro costados.

En cambio, el resultado de la serie lanzaroteña de Ortega Muñoz es, en verdad, mágico. El pintor rehuye sabiamente todo lo grandilocuente. Su tono metafísico es de una humildad que podría confundirse con la impericia. Ortega Muñoz no pinta los consabidos volcanes, ni las casitas blancas con ventanas verdes, ni barquichuelas multicolores, ni jardines recoletos. Eso es exotismo. La paleta de Ortega Muñoz se reduce a colores pardos, terrosos, sin brillo. Sus motivos son las simples huertas de rofe en las que un elemento es repetido mil veces: un muro, una viña, un árbol raquítico. El credo metafísico se despliega en sus lienzos calladamente: atmósfera espiritual, reposo, silencio esencial de los objetos, misterio de la soledad y soledad del misterio. Y detrás, un Lanzarote que no ha vuelto a ser pintado de ese modo.