“He llegado por fin, y está el hogar encendido”. Consideraciones acerca del regreso de Godofredo Ortega Muñoz a Extremadura.

Fundación Ortega MuñozEntre viñas y castaños

“Y luego se me ocurrió que dejarlo todo fuera sería otra forma, aún más verdadera”.

“El nuevo espíritu”, John Ashbery.

Verano, 1968.

“Me gustó tu libro”, me dijo. “Pero ¿por qué tan breve?”. Le contesté no sin dificultad, a causa de la música y de la hora, que había ido adelgazando ese texto, en sucesivas correcciones, hasta lograr la expresión más esencial. No la mentía: “Del monte se derrama una bruma ligera como el humo que exhala -va bajando lentamente sobre las superficies de castaños-”, aunque eso no significaba que la convenciese.

Han pasado varios meses desde aquella conversación con una poeta paisana cacereña en una disco de Sevilla llamada Holiday. De lo que sí estoy casi convencido es de que, si al pintor Godofredo Ortega Muñoz le preguntaran también por el despojamiento de sus cuadros, su respuesta se parecería bastante a la mía.

Otro poeta, de los del 36 en este caso, Luis Felipe Vivanco, publicó un artículo en mayo de 1953 en la revista Cuadernos Hispanoamericanos titulado: “Ortega Muñoz: una pintura silenciosa”, cuya lectura me hizo reparar en que el personaje de ese librito mío llamado Trieste y yo mismo, compartíamos con el pintor los años de errancia en el extranjero -en particular, las prolongadas estancias italianas- y el regreso posterior a los espacios de la infancia, en su caso a la localidad pacense de San Vicente de Alcántara, en el mío a Hervás, en el Valle del Ambroz al norte de Cáceres.

Calle de Chioggia, 1928.

Vivanco, como suele decirse ahora, me interpelaba: “¿Qué es lo que nos hace alejarnos de una realidad entrañablemente ligada a nuestro destino y qué es lo que nos hace volver a ella?” El protagonista de mi nouvelle “(…) había regresado a casa de su madre para estar concentrado y escribir, y no había logrado ni lo uno ni lo otro”. Yo volví, junto con mi pareja, con un proyecto vital más amplio que ese, pero también lo hice para escribir, para seguir escribiendo. No obstante, albergo la sospecha, y creo que Vivanco también, de que la vuelta al origen rural, a Extremadura en este caso, no es fruto de decisiones conscientes y factores coyunturales exclusivamente, sino que ese viraje (¿regreso a Ítaca?) tiene algo de pulsión, de puro instinto.

En su artículo, Vivanco recurre a los astros para dar forma a esa intuición sobre la vuelta para siempre al campo extremeño de Ortega Muñoz: “No sabemos nada de nada. Pero sigue habiendo estrellas en el cielo que presiden y justifican el desorden de nuestras andanzas. ¿Llamaremos perdidos a los pasos que nos alejan de todo lo más nuestro? Pero ¿no son esos mismos pasos, aparentemente perdidos, los que nos han hecho volver? Porque lo que sí sabemos un poco es que el campo nos estaba esperando, que estaban esperando nuestra vuelta las tapias, los caminos y los troncos de los castaños, y que resulta que, antes de la cita con nuestra muerte, teníamos otra cita no menos importante, no menos verdadera, con todas estas cosas”.

Castaños y viñas, 1971.

Mi amigo, el escritor Víctor Sombra, a quien por cierto conocí mientras vivía en la ciudad italiana de Údine, reparó con agudeza -ahora lo sé- en el hecho de que el regreso del protagonista de Trieste era fruto de un encadenamiento de sucesos irremediables que lo habían conducido directamente a su pueblo y así lo plasmó en un generoso texto de contraportada que recuerda, en cierta medida, a la reflexión de Vivanco: “Trieste es el lugar que habitan las estrellas fugaces. O la ausencia de lugar, porque no se puede contener lo que está siempre en movimiento”. El camino de retorno como maniobra “(…) para ordenar el firmamento. Porque ¿cómo detenemos la corriente vertiginosa de nuestros actos?”.

Los despojados castaños pintados por el sanvicenteño a partir de los años 50 tienen poco que ver con el castañar gallego -donado a la localidad por Doña Violante en 1264- que contemplo desde el balcón de la casa de mi madre, cuando mi hijo Leo y yo vamos a visitarla, salvo quizás porque ocupan una superficie concreta, objetiva, mensurable. Son una porción del paisaje y, al mismo tiempo, un espacio mental, espiritual, mítico.

Al menos en parte, el interés de Luis Felipe Vivanco por la obra de Ortega Muñoz, en su doble faceta de poeta y crítico de arte, procede de la conexión de ambos con la naturaleza. La austeridad tonal y compositiva, su peculiar mirada ascética: “Su manera de construir nos indica desde el primer momento que lo que se propone es ahondar desamparadamente en un trozo cualquiera de realidad, desdeñando de antemano todo lo que podría distraernos, todo lo que podría llevarnos a otra parte”, conecta con el realismo intimista trascendente de Vivanco, donde la naturaleza adquiere un sentido vitalista y elevado.

Boceto 37. Óleo sobre papel.

Despojado, en la medida de lo posible, de su sentido religioso, el poema “Balada del camino”, aparecido en el libro Baladas interiores de 1941, es un buen ejemplo de dicha sintonía entre creadores y puede leerse, al mismo tiempo, como un canto de llegada no solo al lugar familiar, sino también a un tipo de creatividad primigenia.

Llegar a casa no es el final, me digo. Al contrario, es un comienzo, una nueva etapa de inagotable resplandor:

“He tardado en llegar, pero no estoy al fin de mi camino.

El tiempo se desnuda de sus galas antiguas en la madurez del corazón,

y quedan sus horas ofrecidas en carne limpia.

He llegado por fin, y está el hogar encendido,

esperando la mirada más lenta de mis ojos,

la mirada que no termine nunca

mientras los árboles renuevan su belleza inmortal y pasajera.

Ya no quiero ser más de lo que soy

porque la luz y la sombra sienten la gratitud nacida de mi palabra,

y el canto que afirmaba mi presencia ideal entre los hombres

desmaya suavemente como si sólo fuera posible la piedad”.