Que la escritura enrole en su constancia
la cantera y la piedra,
la destrucción y el límite.
la secuencia y el término,
Roberto Juarroz, Octava poesía vertical.

Óleo sobre lienzo.
74 x 93 cm.
Colección particular.
El verso de Yves Namur en El libro de las siete puertas “El límite y la extensión” que sirve de título a este texto sigue las huellas del poeta Roberto Juarroz en su exploración poética y define bien, lo que me parece una exhaustiva exploración del paisaje por parte de Godofredo Ortega Muñoz en sus pinturas a partir de 1956. Tanto Namur en su poesía, como Ortega Muñoz en este periodo recurren a una estrategia similar a la hora de expresar la esencialidad y cierta desolación metafísica. Difiere la materia utilizada: la palabra en el caso de Namur, el óleo en Ortega Muñoz.
Expresar lo esencial requiere de un despojamiento de lo accesorio, de lo que distrae la atención, de lo que produce ruido o se desvía por circunloquios, anécdotas y laberintos evocadores. La complejidad no es desterrada, aunque pudiera conducirnos a engaño la amplia economía de recursos expresivos. La complejidad es explorada en profundidad, porque pretende llegar a lo esencial. La búsqueda de la unidad integradora que todo lo contiene y explica no puede ser nunca simplificación o reducción. Veamos qué límites, en el proceso creativo, se imponen artista y poeta para alcanzar ese objetivo: limitación de léxico, de ecos, de referencias literarias evocadas a través de la palabra en Namur; de juegos de perspectiva, de dibujo definido, de exuberancia de color, de juegos de luces y sombras, de proliferación de texturas en Ortega Muñoz. En ambos observamos una técnica combinatoria de recursos limitados de una a otra pintura, de uno a otro poema. Como en la música, el motivo se inicia en un punto, enmudece, vuelve a surgir, se pierde y emerge más adelante en una variación sin límite aparente. Repetición y variación. A lo que asistimos es a la vibración concreta en el corpus del poema, en el espacio del cuadro de los elementos en su entrelazamiento. La vista que se nos ofrece a la imaginación es necesariamente, un fragmento. Se extiende hacia el horizonte, donde encuentra el límite. Más allá, no penetra. No hay relieve ni sombra que opaque el destello visionario.
¿Qué borrar primero:
la sombra o el cuerpo,
la palabra escrita ayer
o la palabra escrita hoy,
el día oscuro
o el día claro?
Hay que encontrar un orden.
El aprendizaje de borrar el mundo
nos ayudará luego a borrarnos.
Roberto Juarroz, Octava poesía vertical.
La palabra elegida, la paleta de color están extraordinariamente reducidas tanto en la una como en la otra exploración creativa. Ahondan en el matiz en un ir y venir por líneas depuradas, frases concisas, la reducida presencia del yo, de la propia mirada, para alcanzar la imagen certera, la representación “iluminada”. Lo hacen moviéndose en el límite, entre la realidad que parece emanar del paisaje y de los elementos que lo integran y la materia que les permite expresarlo.
Yves Namur conjuga pozo, oscuridad, luz, eco, árbol, rosa, soledad, flecha, voz, pájaro, mirada, ángel, velo, ruina, lo inesperado, lo efímero, lo invisible, lo poco, la nada, el vacío, lo impensado, la sombra, la tristeza, abeja, estrella, labios, boca, bosque, ojos, desierto, rostro, alas, nubes. Palabras cotidianas que nos llevan a otro ámbito que comparte línea fronteriza con lo cotidiano.

Óleo sobre lienzo. 73 x 92 cm.
Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid.
Ortega Muñoz, con idéntica intención, recombina parras, olivos, encinas, castaños, higueras, tierras labradas, roturadas, paredes, taludes, piedras, parcelas, caminos, casas, cielos. En cuanto a los colores, despoja la paleta de estridencias, no hay color intenso, puro o vivo. Su acorde y harmonía está en los colores quebrados: blanco turbio, ocres apagados, sienas tostados, azules cerúleos o violáceos, rosas tenues, amarillos difusos y algún toque de tímido verdor.
Ambos transitan en alerta el territorio que exploran por entre lo que parecen intuir oculto en lo real concreto, y lo que la imaginación y el pensamiento les permite capturar. Avanzan sobre la línea delgada de la fisura entre lo visible aparente y lo invisible, fisura que se extiende y mina toda certeza. Mantienen la tensión que establece el límite del decir, del representar lo real sin descanso. Sondean desde lo poco, lo casi nada, pero miran, buscan la presencia de un dios posible, de un significado cierto, de un revés a la muerte ineludible. Pretenden atisbar la unidad y hacerla visible en el trazo de lo escrito o la forma y el color. En esa confluencia se encuentran sin conocerse el Yves Namur de El libro de las siete puertas y el Ortega Muñoz del período más personal de su pintura. el que inicia a partir de 1956.
También se encuentran en el ángulo desde el que miran. El del hombre menguado ante lo inmenso y lo impenetrable. El hombre que contempla los paisajes descarnados con la línea de horizonte desplazada a lo alto, inalcanzable, de Ortega Muñoz es el mismo hombre expuesto a la incertidumbre de la pregunta sin respuesta, encadenado a la búsqueda sin fin de un significado que vaya más allá de la apariencia en la poesía de Namur.