La primera vez que Ortega Muñoz se marchó de Extremadura apenas contaba con 20 años. Se escapó huyendo del yugo paterno y persiguiendo su vocación artística. Lo que entonces parecía desconocer el joven Godofredo era que aquellos terrenos yermos, áridos, desiertos, por los que había correteado siendo niño, le acompañarían hasta su lecho de muerte, en octubre de 1982. Toda su obra lo confirma.
Su espíritu agudamente sensible se había rendido a la naturaleza. Aunque tuvieron que pasar varios años hasta poder adquirir conciencia de cuánto la amaba, de lo feliz que era en su solitaria comunión con ella.
¿Acaso no le sucede lo mismo a todo el que emigra a la ciudad? ¿No es justo ese instante en medio del campo en el que recuperamos el juicio y empezamos a recelar de la urbe?¿No es aquí donde hallamos todas las viejas virtudes que desea abolir el capitalismo actual?
Esta falta de conexión con el medio natural se ha convertido en un trastorno (uno más). Un síndrome que, aunque no está tipificado en los manuales de medicina, sí ha dado el salto a la literatura científica. El Trastorno por Déficit de la Naturaleza (TDN) es un concepto propuesto por el periodista Richard Louv en su libro Los últimos niños en el bosque (2005). En él agrupa todas las evidencias que demuestran que en las últimas décadas se ha producido un cambio en la sociedad que tiene consecuencias fatales, especialmente en los menores – obesidad, depresión o falta de conciencia ambiental, entre otras – y que está íntimamente relacionado con el escaso contacto con la naturaleza.
Ortega recorrió medio mundo: Italia, los Países Bajos, Centroeuropa, Egipto, Oriente Medio, Estados Unidos. Pero era el contacto con la tierra y las gentes sencillas lo que verdaderamente le atraía. Por eso, acabo desviándose del camino de la vanguardia; necesitaba encontrarse a sí mismo. Alejado de todo artificio, su pintura iba por otros derroteros: pinceladas sencillas, tonalidades terrorosas, estampas repletas de sobriedad y la profundidad que solo puede ofrecer la naturaleza. Desde los castaños hasta los cruces de caminos, o aquellas obras que viajan hasta el lago italiano de Maggiore o la isla canaria de Lanzarote. Todo eso es inmensidad.
El pintor extremeño recuerda, en cierto modo, a Henry David Thoreau, escritor y filósofo estadounidense del siglo XIX. Ambos manejaban un mismo lenguaje, uno que transita de lo fugaz a lo eterno.
Por su parte, Thoreau hizo un experimento que algunos podrían encontrar fascinante y otros, en defensa de un mundo hiperconectado, un verdadero horror. Durante dos años, dos meses y dos días se alejó de la sociedad de Concord, Massachusetts, donde vivía, convirtiendo en su refugio una cabaña situada a las orillas del lago Walden. De aquella experiencia brotó una crónica naturalista que critica la vida material. La obra se titula Walden o la vida en los bosques (1854):
“Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentarme sólo a los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que la vida tenía que enseñar, y para no descubrir, cuando tuviera que morir, que no había vivido. No quería vivir lo que no fuera la vida, pues vivir es caro, ni quería practicar la resignación a menos que fuera completamente necesario. Quería vivir con profundidad y absorber toda la médula de la vida, vivir de manera tan severa y espartana como para eliminar cuanto no fuera la vida.”
El relato de H.D. Thoreau propone la autosuficiencia, el minimalismo y tejer un estrecho vínculo con la naturaleza, que otorgue sentido a nuestra existencia. En Walden abudan las reflexiones filosóficas, que son perfectamente válidas hoy. A pesar de la creciente deshumanización.
Este encuentro transcendental no pretende romantizar el entorno natural. El filósofo era consciente de que la vida salvaje entraña numerosas dificultades. Las condiciones climáticas, el aislamiento social, la interacción con los animales o la simplicidad radical tiene excesivas limitaciones, más aún para nosotros, ciudadanos del siglo XXI. Aun así, la belleza es más poderosa. En lo sublime de la naturaleza la verdad se perpetúa y el sujeto evoca la humanidad.
Ese es el sendero que también escogió Godofredo. Casi todos los proyectos en los que se embarcó contaban con algún amigo que le hacía cuestionarse el propósito de su arte. Curiosamente, las personas que marcaron tanto su vida como su obra le fueron guiando hacia un camino interior que le condujó al campo.
La primera vez que viajó a París conoció al poeta y crítico de arte Gil Bel, con quien entablaría una amistad que perdudaría toda la vida. Gracias al ánimo de Gil Bel, el artista puso el foco en esa España rural que el arte de vanguardia estaba descuidando. Porque aunque los lienzos de Ortega Muñoz muestran sobre todo paisajes en los que solo se percibe el silencio, también cuenta con retratos de campesinos que destilan pesadumbre y hastío.
Más tarde, en su encuentro con el impresionista británico Edgar Rowley Smart en el norte de Italia llegó a la conclusión de que el arte tenía el deber de liberarse de lo superfluo y volver a la sencillez.
Sin embargo, no fue hasta que regresó a sus orígenes, a los campos de San Vicente de Alcántara (Badajoz), donde por fin tropezó con su propia identidad. Y esta fue la que le dio un vuelco a su carrera.
Ortega no podía entender su vida, ni su trabajo como creador, si no era parte de la naturaleza a la que tantas veces había contemplado y, otras tantas, reflejado en instantes que transitan de los fugaz a lo eterno.