Me gusta lo que solía decir la poeta norteamericana Mary Oliver cuando le preguntaban si de pequeña se sentía sola. Esta escritora indómita y salvaje, una de las más populares de Estados Unidos, contestaba que en aquella época tenía muchos amigos, pero que estaban muertos. Esos amigos eran nada menos que Walt Whitman o Emily Dickinson.
Los lectores entregados tenemos la suerte de poder dialogar con los autores que han conformado nuestra educación sentimental, que nos han acompañado. En mi caso, la propia Mary Oliver, o si me adentro más en el túnel del tiempo, el poeta pacense Ángel Campos Pámpano, muerto prematuramente en 2008, de quien ando releyendo estos días su poesía reunida. Campos Pámpano era un poeta plástico, capaz de dotar de una arquitectura casi física a sus palabras, como si pudiéramos tocarlas. No en vano colaboró con pintores en varias ocasiones, en un diálogo muy fructífero que reflejó en alguno de sus libros. El sueño de Ángel Campos Pámpano, a quien nunca llegué a conocer en persona, era irse a vivir a La Codosera, en la Raya, y encerrarse allí con su enorme biblioteca, que ahora habrán heredado sus hijas. A una de ellas, Paula, también poeta, la conocí en Cáceres, de la mano de Miguel Ángel Lama, amigo de Ángel Campos y tal vez quien mejor conozca su obra.
Pasé cerca de La Codosera hace unos años, en un viaje que hice a Olivenza para impartir un curso de escritura que me habían encargado desde el Plan de Fomento de la Lectura de la Junta de Extremadura. Nunca había estado en este precioso pueblo fronterizo de la Raya, ni tampoco había visto el puente de Ajuda, al que canta Madredeus y que simboliza el complejo vínculo –sólido y frágil a la vez, vetusto e incierto– que existe entre Portugal y España. El paisaje a uno y otro lado de una frontera que hoy es casi imaginaria es el mismo: la resiliencia y el abrigo de la dehesa extremeña, miles de hectáreas de bosque mediterráneo con una baja densidad de población, roto solo por la cicatriz de las carreteras, un ecosistema amenazado ahora por la emergencia climática. Ángel Campos era sanvicenteño, como Ortega Muñoz, y me habría gustado llegar hasta su localidad natal, otro de los lugares emblemáticos de Extremadura que aún no he visitado a pesar del imán que ejerce en mí, pero por razones personales tuve que regresar a Madrid antes de tiempo.
Tanto Ángel Campos Pámpano como Godofredo Ortega Muñoz tienen nombres contundentes y sonoros, recios, como el paisaje de la dehesa. Si decía que Campos Pámpano era un poeta plástico, creo que Ortega Muñoz era un pintor de aliento poético. Sus pinturas siempre expresan mucho más de lo que dicen los trazos. Ocurre por ejemplo en Campesino durmiendo, de 1951, uno de mis preferidos, por su factura técnica y porque se escapa del costumbrismo aparente.
¿Qué nos narra Ortega Muñoz en el cuadro? Vemos a un hombre tumbado sobre la hierba, con las manos anudadas detrás de la nuca, los ojos cerrados y un gesto de placidez en el rostro. Sabemos que es un campesino porque, además de la obviedad del título, el hombre viste como tal, con el traje típico que solían llevar los campesinos en el campo en la dura posguerra. También sabemos que estamos en primavera, por las flores y la ropa ligera. O tal vez en verano. En ese caso, lo más probable es que la sombra de un árbol le sirva de refugio en la extenuante canícula extremeña. Quienes hemos trabajado, aunque sea mínimamente, en la agricultura (en mi caso en el tabaco, como he narrado en más de una ocasión), entendemos ese momento de ruptura con el trabajo físico, de dejarse llevar y fundirse con la tierra. Podemos pensar que el gesto de placidez del hombre se debe a que le gusta la vida que lleva y ahora disfruta de un merecido descanso. Como ha contado más de una vez Luis Landero –nació a finales de los años cuarenta y vivió su infancia en pleno campo, cerca de Alburquerque–, era una época en la que las historias se narraban en la cocina. Quienes vivían alejados de los centros urbanos no tenían ni siquiera una radio para entretener el tiempo, cuando el tiempo se dilataba hasta que entraba la noche y eran las abuelas, como la de García Márquez, quienes transmitían una cultura que casi se ha perdido por completo y que, en palabras del propio Landero, era equiparable a la Biblioteca de Alejandría. O puede que todo lo contrario, que el campesino sueñe que está en otro lugar, en Madrid, por ejemplo, como quería el padre de Landero, tan presente siempre en sus novelas, en una ciudad donde su hijo podría prosperar.
Aparte del gesto del rostro, hay otro elemento que nos habla de la alegría o la felicidad del momento. Y son las flores blancas sobre un verde grisáceo, que bien podría darnos la medida del tiempo, de la hora. ¿Oscurece? Creo más bien que se debe a la sombra del árbol que cobija el sueño del campesino y lo arrulla. Cuando era pequeño e iba a la finca tabaquera donde trabajaba mi padre, solía echarme debajo de una higuera. Se decía entonces que esos árboles provocan pesadillas. Pero nunca tuve ninguna, solo al despertarme y tener que regresar a la faena. En una composición perfecta del cuadro, el sombrero también descansa. De hecho, ocupa un lugar relevante, como las famosas botas de Van Gogh, pintura con la que este lienzo del pintor extremeño guarda relación, aunque el motivo que intenta expresar sea diferente. Es muy posible que no muy lejos haya un botijo, con esa sabiduría para el agua que tienen estos sencillos recipientes, porosos, como la pintura de Ortega Muñoz.
En estos tiempos acelerados y virtuales, cuando hemos dejado de tocar la tierra con las manos y ya no vemos de dónde viene lo que comemos, cuando hemos dejado de soñar con un mundo mejor y han desaparecido las utopías, la obra de Ortega Muñoz nos devuelve una cierta inocencia, a un pasado del que podríamos aprender si no nos lo impidiera nuestra soberbia y un modo de vida que le ha declarado la guerra al planeta.
Hago mías las palabras en torno a la desaparición del campesinado (una palabra que también está en peligro de extinción) de otro “amigo” muerto, John Berger: “No se puede tachar una parte de la historia como el que traza una raya sobre una cuenta saldada”. Estoy convencido de que Ortega Muñoz es uno de esos faros cuya obra evita que ese legado se borre definitivamente.
*Javier Morales es un escritor placentino, periodista y profesor de escritura creativa. Autor de ensayos, novelas y relatos cortos. Los libros más recientes son la novela Monfragüe (Tres Hermanas), Las letras del bosque (Sílex) y La moneda de Carver (Reino de Cordelia). Próximamente publicará la colección de relatos Escribir la tierra (Tres Hermanas).