Eduardo Achótegui

Fundación Ortega MuñozSeparata, SO9

EDUARDO ACHÓTEGUI

El Crepúsculo, la Intemperie

Image

FAHRENHEIT. Vida cotidiana de un constructivista soviético en la URSS, 2016

Cuando murió, de pronto me di cuenta de que no lloraba por él, sino por las cosas que hacía.
Lloraba porque nunca más volvería a hacerlas...
Ray Bradbury
(Fahrenheit 451

Luis Costillo le hacía gracia la anécdota según la cual la doncella de John Ruskin entraba en su estudio y le anunciaba: —«¡Señor, el Crepúsculo!». —«¡Que pase!», contestaba Luis riendo, poniéndose en el lugar del venerable esteta inglés. Ahora que ha muerto, cuantos le quisimos —que somos todos cuantos le conocimos— tenemos el ánimo crepuscular, tanto porque con él se nos va un amigo y un hombre cabal, íntegro y bueno, como porque con él desaparece un tipo de artista casi inconcebible hoy en día: nunca dudó de su arte, nunca quiso saber nada del sistema, y nunca se dio importancia, ni por una cosa ni por la otra. El artista Luis Costillo es como un submarino que hiciera la guerra en corso, sin límites, ni reglas, ni bandera, navegando con el periscopio arriba, lanzando sus torpedos contra todo lo que se mueve. Su visión curiosa, apasionada y lúcida, guiada siempre por un imperativo ético tan natural en él como respirar, destripaba, del colonialismo a la soledad, todos los asuntos de la vida social: la ecología y la guerra, el trabajo y el castigo, los dogmas de la religión y los del comercio, la dominación, la enfermedad, la ternura. A su capacidad creativa le valían todas las técnicas, todos los formatos, todos los códigos, todos los soportes: el libro de artista y la octavilla del activista, el tampón de caucho y el pincel de pelo, el papel de lujo y el de lija, o el de periódico, y hasta el de water, y en esto también hay una ética. Imbuido por la convicción de que lo social es personal, su talento expresivo nos interpela de todas las maneras posibles, desde la inteligente ironía del humorista a la objetividad minuciosa del ingeniero o la admonición severa del profeta. El planteamiento que nos propone su arte no es fácil ni resulta amable, porque desafía constantemente nuestra autocomplacencia individual y colectiva, y radiografía los mecanismos de todas nuestras aceptaciones, exigiéndonos siempre más: más análisis, más conciencia, más acción. Su obra traslada la mirada implacable de un hombre compasivo sobre un mundo atroz. Es como si, a la inversa de la anécdota de Ruskin, fuese él, el propio artista, el hombre distinguido, —que eso era Luis Costillo— quien entra al cálido reducto de nuestra comodidad burguesa, y nos anuncia:

«¡¡Señores, la Intemperie!!»