ANTONIO SÁEZ DELGADO
La pregunta del viajero
Fotografía: PAKOPÍ
Cuando conocí a Luis Costillo, yo tenía por entonces veintitantos años, me pareció un personaje sacado de algún cómic de los años ochenta. Tal vez de El Víbora . Llevaba una camiseta estampada por él mismo y una chupa de cuero negro con dibujos y tachuelas. No sé si sería la misma cazadora que le ha acompañado hasta aquí, pero bien podría serlo. Luis era tan fiel a su imagen como lo era a sus principios y a sus amigos. La suya era una ética de la sobriedad, basada en el convencimiento de que lo justo suele guardar relación directa con lo necesario, con lo estrictamente necesario.
Cuando me mudé al casco antiguo de Badajoz, en el año 2006, y especialmente desde que iniciamos juntos la aventura de la revista Suroeste, en 2010, nuestros encuentros eran frecuentes. Dejaba su bicicleta amarrada en el portal de mi casa, y cuando salía del ascensor tenía siempre una sonrisa irónica en la boca y la mochila a la espalda o en la mano. De esa mochila solía sacar pruebas de imprenta, pero también, con mucha frecuencia, dibujos en los que trabajaba o algún texto breve que había escrito. A Luis le gustaba compartir esos dibujos, y sus amigos tenemos la fortuna de continuar disfrutando de su generosidad. Una generosidad tan grande como su rectitud humana e intelectual, siempre presente a la hora de enjuiciar su propio trabajo y el de aquellos artistas o escritores que le interesaban, sintiese o no por ellos afinidad personal. Conseguía hacer siempre una lectura neutra, desapasionada de aquellos objetos (libros, dibujos, obras de arte) que daban sentido a su vida.
En los últimos años, venía a casa y hablábamos de literatura portuguesa. Le interesaba especialmente Gonçalo M. Tavares, con cuya literatura afilada y reflexiva sintió una complicidad especial. Luis era uno de esos artistas para los cuales es inconcebible vivir sin libros, fuera de la literatura. De ahí que en su obra sea tantas veces imposible deslindar el espacio de lo plástico y lo literario, de las imágenes y las palabras. Antes de vernos, siempre llamaba por teléfono. Al teléfono fijo, Luis era un resistente. Cuando este sonaba en mi casa, todos sabíamos que había dos opciones: o era publicidad, o era él. Hasta en eso me has ayudado, amigo. Ya no me molesto nunca en coger ese teléfono