Xosé Luís García Canido

Fundación Ortega MuñozS10, Separata

XOSÉ LUÍS GARCÍA CANIDO

LOS DOS RELOJES

San Agustín se preguntaba en sus Confesiones si el tiempo podría definirse como el movimiento de los cuerpos celestiales. Estoy convencido de que el único real es aquel que se impregna como huella indeleble en nuestra memoria y fluye permanentemente en el cauce de la vida. Así son mis recuerdos con Antonio Franco. Precisamente en esta época de confinamiento camusiano es la vivencia de los viajes compartidos lo que más me reconforta. Algunos de ellos permanecen con excepcional fulgor. Como el que hicimos a Praga con motivo de En las fronteras, con fondos del MEIAC, que fue la muestra que inauguró el Instituto Cervantes de la capital checa. Entre aquella atmósfera de camaradería y amor mutuo, destaca el encuentro con Vlácav Havel, el inolvidable paseo paralelo al río Moldava y la visita a la casa de Kafka hasta 1896. Luego nos sentamos los tres en una de las terrazas de la plaza de la ciudad vieja, a pocos metros del reloj astronómico de su antiguo Ayuntamiento. Havel nos ilustró sobre algunas de sus singularidades como la de mostrar simultáneamente las horas, los ciclos astronómicos, las fiestas cristianas y la posición de los cuerpos celestiales. También nos señaló, además de una estrella que indica el tiempo sidéreo, cuatro pequeñas esculturas que representan a un filósofo, un ángel, un astrónomo y un orador. 
      Y el viaje a Pekín, compartido con grandes amigos como Yolanda Hernández Pin, José Lebrero o César Antonio Molina, en el que reflexionamos, bajo ese icono pop de la efigie de Mao, sobre los acontecimientos de 1989 de Tia- nanmen o plaza de la Puerta de la Paz Celestial. Cruzamos al amanecer el puente de Marco Polo, sostenido sobre 281 pilares graníticos con un león esculpido en cada uno de ellos, sobre el río Hai (río Mar). En una de las estelas ornamentada con caligrafía dice «La luna de la mañana sobre Luguo».
     
Y otra mañana, mientras desayunábamos con César Antonio Molina en el Hotel Moscú de Belgrado, en la mis- ma mesa en la que Ivo Andric corrigió El puente sobre el Drina, le regalamos un humilde reloj analógico. La única particularidad, sus dos esferas. A Antonio le encantó. Lo llevó durante mucho tiempo. A veces, fijaba los horarios de los países en los que había estado. Revivía aquellos momentos. Llegó el día en que una de ellas adquirió su propio ritmo. Simulaba una versión de la obra de Félix González Torres Perfect lovers, en la que dos relojes idénticos se van desincronizando progresivamente y en la que queda patente la fragilidad de la vida, pero también la alegría de haberla compartido. Los relojes se apoyan entre sí, siempre juntos, cada uno a su ritmo. El artista cubano tuvo la capacidad de crear obras que permanecen inalterables en la memoria. Así es la reminiscencia de Antonio. Indestructible.
     
Como aquel sanador silencio del que disfrutamos en la fortaleza del parque de Kalemegdan en Belgrado, muy cerca de la iglesia de san Petka. Desde esa atalaya contemplamos, acompañados por mi mujer, Ana Milutinovic, una de las panorámicas más hipnóticas que podamos imaginar: la confluencia del Sava con el Danubio, que desde allí adquiere características de palimpsesto y permanece inalterable a lo largo de los siglos. Y, desde entonces, nos devuelve un único reflejo, el de nuestro querido, eterno y celestial amigo Antonio.

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De izquierda a derecha: Xosé Luís García Canido, Ana Milutinovic, Antonio Franco, César Antonio Molina, Mercedes Monmany y Franco Marcoaldi. Café Gijón, Madrid.