Iván Marino

Fundación Ortega MuñozS10, Separata

IVÁN MARINO

La mañana del 14 de abril del año 2007 nos encontrábamos en el Instituto Cervantes de Pekín. Habíamos viajado a China para algo tan insignificante como una muestra de arte electrónico. «Aquí el gremio más exiguo congrega multitudes», nos dijo la directora al recibirnos, hablando en voz baja, como si se tratase de una confidencia. «Imagínense ustedes, ¿cuántos triangulistas o campanólogos pueden reunirse en Andorra? ¿Uno? ¿Siete? Aquí, con el mismo porcentaje, tendríamos cien mil o setesientos mil. ¡Cualquier negocio tiene su oportunidad!», remató, orgullosa, alentándonos a que continuásemos produciendo chucherías. Estimulados por sus comentarios, decidimos abandonar el Instituto para salir de paseo. Antes de marcharnos, la directora, otra vez, haciendo honor a su espíritu de anfitriona y a su oficio de conducir, nos escribió en caracteres chinos una serie de esquelitas con las direcciones de los diferentes sitios que debíamos visitar: a) el palacio de verano; b) el templo del cielo; c) las tumbas de la dinastía Ming; d) Wangfujingel; e) el antiguo palacio de verano; etc. Pedimos que agregara dos lugares más: la tumba de Mao y un bodegón para comer Pato a la Naranja. ¿A cuál ir primero? Apenas abandonamos el edificio nos dimos cuenta que, por mucho que mirásemos los sinogramas chinos de la directora, no alcanzaríamos a iden- tificar un templo, una tumba o un pato que nos permitiese descifrar el destino. «Dejemos esto al azar. Cualquier cosa antes que reencontrarme con la señora», dijo Antonio. «Que el taxista escoja dónde llevarnos». Con las notas entre los dedos y las suelas haciendo equilibrio sobre el bordillo de la acera, perplejos ante la inmensidad de las cosas, extendíamos el brazo para pescar algún taxi del torrente de coches que atravesaba la avenida. Unos pocos frenaban, sin detenerse del todo, y dirigían la vista hacia a las esquelitas que nosotros, apresurados, exhibíamos una después de la otra como si estuviésemos barajando naipes; pero los taxistas, apenas leían el texto, fruncían el ceño, pisaban el acelerador y se marchaban sin saludar. ¿Qué nos había escrito la señora en aquellas notas? Nos propusimos entonces caminar a la deriva. A pocas cuadras del Cervantes cruzamos una hilera interminable de rascacielos todavía en construcción, donde podía verse un enjambre de trabajadores suspendidos en andamios individuales a diferentes alturas, taladrando la fachada, colocando cristales y ensamblando piezas como si estuviesen construyendo panales. Entramos luego en un jardín saturado de ancianos que practicaban artes marciales en un campo de margaritas, jugaban a las damas bajo una pérgola, cantaban en coro o leían las páginas de los diarios que estaban desplegados en paneles de madera. Todo lo hacían en grupo, con movimientos de brazos, piernas, cuello e incluso miradas sincronizadas con la misma precisión de las bandadas de pájaros. Al abandonar el parque nos internamos en los barrios pobres, en los hutong que estaban siendo demolidos para dejar espacio a los corredores olímpicos. Las topadoras arrasaban las pequeñas construcciones entreverando los escombros de los muros con las pertenencias abandonadas: muñecas desmembradas, espejos rotos, retratos partidos, una media, un cepillo de dientes, etc. Poco más allá había otro bloque, todavía íntegro y habitado, al que le esperaba el mismo final («En mi comienzo está mi fin»).1 Por esas calles estrechas cruzamos un sinnúmero de indigentes que deambulaban arrastrando carros o portando bolsas sobre la espalda. También encontramos puestos de artesanías improvisados sobre alguna tabla vieja o una alfombra descosida (parecían recién montados para nosotros), donde apoyaban farolillos de tela, estampitas de Mao y afiches vintage con lemas revolucionarios. Observando el contraste entre los rascacielos y las chabolas, entre la imagen de Mao y los mendigos, Antonio me dijo algo parecido a esto: «España también ha pasado así, de esta manera, de la edad de bronce a la modernidad. En algunas regiones ese salto ha sido más complejo todavía, porque no se dio como el corte limpio que deja una guillotina al separar dos mitades, sino más bien como el avance de los glaciares sobre las montañas, que trazan una frontera sinuosa en la medida descienden y abrazan lentamente la ladera. Por eso, caminando, uno puede encontrarse aquí —se refería ahora a su tierra—, en la acera del sol, con el museo de caza de Marcial Gómez y sus mil doscientos cincuenta animales embalsamamos, y en la acera de sombra con el Mirage de Wolf Vostell enterrado en un Jardín. Así, —remató Antonio mirando ahora a un indigente Chino—, pasamos de Tartessos a Franco, y de Franco al infinito de los tiempos». En aquel momento, si mal no recuerdo, una flamante graduada en enfermería presidía la secretaría de Cultura dándole un elegante matiz farmacológico a todos los eventos que auspiciaba. (En mi país, los militares solían reservar ese puesto para los cabos de escuadra.) En la muestra de Pekín yo presentaba un documental en el cual podía apreciarse cómo un muyahidín cortaba el cuello de su víctima con la pericia de un auténtico carnicero. «¿Puedes cambiarlo por otro trabajo?», me preguntó Antonio cuando comenzaba a caer la tarde y caminábamos ya hacia el punto de partida. «La directora me ha dicho que en China sientan muy mal esas cosas, y que la obra podría enturbiar la imagen del Instituto». Nos miramos a los ojos y sonreímos. «Claro que si», le contesté sin dudar. Por una parte, yo no apreciaba en exceso aquella pieza que había escogido la comisaria y, por otra parte, aún la hubiese apreciado, no habría valido el dolor de cabeza de un amigo. Las escenas y los temas relacionados con esta caminata que acabo de compartir con ustedes aparecen de cuando en cuando en mi cabeza como un sueño recurrente: siempre con la misma estructura pero con sutiles variaciones. En algunas ocasiones Antonio es el campanólogo chino que está parado junto a la directora; en otras es un habitante de los hutong que porta una cruz sobre su espalda; otras veces Antonio es el taxista al que yo hago señas y no se detiene; otras la enfermera que auspicia la muestra o el muyahidín que corta el cuello de la directora. Lo que nunca cambia en las diferentes versiones del recuerdo es la sonrisa particular con la que Antonio remata siempre sus acciones o sus comentarios, sonrisa por momentos inocente y por momentos procaz, que invita a conjeturar el significado de sus pensamientos. Y así se marchó, dejándonos ese acertijo.


  1. «In my beginning is my end. In succession / Houses rise and fall, crumble, are extended / Are removed, destroyed, restored, or in their place / Is an open field, or a factory, or a by-pass.» Versos de T.S. Eliot, en «Four Quartets», East Coker.
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Antonio Franco en China. Tomada por Iván Marino.