Gustavo Romano

Fundación Ortega MuñozS10, Separata

GUSTAVO ROMANO

Estar con Antonio fue siempre estar en movimiento, en situación de tránsito: llegar a Badajoz, dejar la maleta, y subir a su coche a recorrer rincones de ese continuo hispanoportugués de la Extremadura-Alentejo. Ya fuera por una muestra o por un futuro proyecto, las conversaciones raramente ocurrían en su oficina. Más bien acontecían en las rutas, —extremeñas o portuguesas—, o en paradores o pousadas a los cuales recurríamos cuando necesitábamos reponernos al calor de un hogar, aprovechando el silencio de sus antiguos salones para apurar la imaginación y pergeñar tácticas para hacer realidad los proyectos que con más pasión que recursos, imaginaba para el museo: la consolidación del archivo digital, el intercambio con Portugal e Iberoamérica, la memoria audiovisual de Extremadura, o lo que más le ocupaba últimamente, el rescate de aquellos personajes extremeños olvidados por la historia y de aquellos ilustres foráneos que la recorrieron, la documentaron o decidieron radicarse en ella, como fue el caso de Wolf Vostell. Casi en ninguna de estas charlas de ruta, faltaba la cariñosa evocación de la figura de Vostell, de sus anécdotas o de sus sueños compartidos.
      Uno de esos viajes, sin embargo, fue bastante más largo y menos bucólico que atravesar una ruta alentejana y su paisaje cambiante de castaños y olivos arrojados al azar como en una pintura de Ortega Muñoz. Me refiero al que hicimos juntos a China en 2007, en ocasión de una muestra del MEIAC en el Instituto Cervantes de Pekín y que sirvió para reafirmar sus apegos y el amor a su tierra.
    
Por aquella época, yo llevaba un proyecto artístico que consistía en tomar una foto diaria del contenido de mis bolsillos; una bitácora de objetos que se apilaban al azar, en una forma similar a como lo hacen los recuerdos en los pliegues de nuestra memoria. La foto, que corresponde a uno de los días de aquel viaje, me ayudará a recordar algunos eventos que vivimos juntos.
    
Sobresale el rostro alegre del billete de 50 yuans. En este caso un Mao verde, pero que podría ser rojo, ocre o violeta si el billete hubiese sido de otra denominación. Con Antonio mirábamos esta especie de «Warhol secuencial» que ocurría en cada intercambio monetario, en el que Mao sonreía serenamente. «Una sonrisa enigmática como la de la Mona Lisa» acotaría Antonio.
    
Debajo del billete, podemos ver una tarjeta que pone «tapas» y deja ver la silueta del toro de Osborne. La cena en aquel restaurante se convirtió en una de las anécdotas del viaje que le gustaba contar una y otra vez, siempre superándose en sus dotes de cronista de sucesos mínimos que nos llevaba a vivirlos como extraordinarios. Sería imposible reconstruir sus palabras así que sólo enumeraré los hechos: Antonio y yo, hambrientos y ya algo cansados de la comida china, parados frente a la recepción del hotel, comenzamos a revisar una serie de tarjetas con opciones gastronómicas. Antonio descubre la tarjeta que se ve en la foto y se alegra de que algún español aventurero haya abierto un bar en este rincón del mundo. Sin pensarlo, cogemos un taxi y nos dirigimos hacia allí. Al entrar nos damos cuenta de que algo no cuadra. No vemos nada ni nadie español. Miramos la carta y nos decantamos por lo más tradicional y sencillo: una tortilla de patatas. Minutos después nos traen un plato en el que tambalea una especie de pequeña torre verde que claramente no contiene ni huevos de gallina ni patatas. Sin entrar en discusiones culinarias —no hablamos chino ni ellos español—, nos limitamos a «pedir» unas olivas y vino para tratar de aplacar un poco el hambre. Mientras abrimos la lata de aceitunas y los botellines de vino —argentino— que nos han traído, Antonio abandona su hipótesis sobre el aventurero español y adopta una nueva: la del chino emprendedor que descargó unas cuantas recetas de Internet y que, luego de una dudosa traducción automática, decidió ponerlas en práctica.
    
Debajo de la tarjeta del restaurante vemos también zigzaguear el dibujo de la muralla china. La visita a la mu- ralla fue un oasis dentro del viaje. Fue dejar atrás por unas horas lo que Antonio vivía como una distópica urbe gris mecanizada y opresiva, para visitar un espacio rural, silencioso, con emplazamientos históricos, colinas y cerezos en flor: un territorio familiar. Tuvimos suerte porque no había turistas, lo que nos permitió disfrutarla en silencio e intercambiar esporádicamente ideas mundanas sobre la muralla —su sistema de comunicación, su arquitectura, comparaciones con obras de land art—, pero la soledad también invitaba a que afloren vivencias más profundas.  
      Mientras contemplaba con serenidad el paisaje y la línea defensiva que unía las torres ubicadas en el punto más alto de cada colina, Antonio me compartía su emoción: —¿Sabes lo que es para mí estar aquí? ¿Rodeado de todo esto? Yo... un muchacho de Badajoz.
     Desde esa postura de humildad, pero con la tenacidad que surge del total convencimiento de estar en la senda correcta, aquella experiencia no haría más que afirmarlo en su defensa de aquel territorio que a él tanto lo apasionaba y que él llamaba, un poco en broma un poco en serio, su república independiente alentejana.

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Antonio Franco y Gustavo Romano; Pocketlog, 15/04/2007.