Angela Pérez Castañera / Isidoro Reguera

Fundación Ortega MuñozS10, Separata

ÁNGELA PÉREZ CASTAÑERA / ISIDORO REGUERA

UNA FOTO BORROSA PARA SIEMPRE

Esta fotografía es el recuerdo de un momento feliz. El 16 de marzo de 2013, sábado, dos amigos, Antonio e Isidoro, habían quedado en Badajoz para visitar un par de exposiciones nuevas en el MEIAC y después comer juntos. Isidoro y Ángela, que iban desde Cáceres, llegaron al museo sobre las 12, donde Antonio les esperaba ya con su sonrisa siempre acogedora y un comentario ligeramente irónico. Después, un abrazo sincero. Todo el que haya conocido a Antonio Franco podrá imaginar sin insistir demasiado en ello la manera en la que acompañaba al visitante por el museo, guiándole entre pasillos y recovecos con ese regocijo, ese entusiasmo tan contenido, tan íntimo que emanaba.
      La segunda exposición resultaba muy vistosa y colorida, una de sus ocurrencias geniales, pero lo mejor consistía en descubrirla y vivirla junto a él. Así era Antonio. Regaló a sus dos visitantes folletos sobre ella y otros catálogos, elegidos entre las magníficas publicaciones del Museo. Pero de todos los objetos obsequiados, uno pequeño y en apariencia insignificante simboliza muy bien el espíritu de quien regalaba: una lata de conserva vacía, cerrada, con una etiqueta verde en la que aparece un lustroso tomate en el centro. Formaba parte de la exposición y lo regaló como un tesoro. Como tal guardan los dos ese encantador recuerdo en su biblioteca.
     
Tras un vino rápido en el Galaxia —a Antonio siempre le entraban las prisas porque había reservado en el res- taurante e Isidoro siempre se cabreaba con él por ello— los tres marcharon al restaurante El Sigar.
    
Todo el que haya compartido mesa con Antonio Franco sabe que siempre era una experiencia entre íntima y festiva. Su felicidad por el encuentro, acompañado de sus últimos descubrimientos de pequeñeces culinarias, no era hueca sino muy honda. Disfrutaba por anticipado de la animada reunión apenas iniciada.
    
En el transcurso de la comida, hablaron de mil o dos mil cosas, como decían bromeando los amigos. El museo, siempre el museo. El arte, la política de Mérida, la amistad, el tremendo paredón del cementerio... el vino. Antonio insistió en que debían tomar uno «buenísimo» que había probado allí, ese lugar que siempre quedará asociado a él. Ángela recordó que tenía una cata a ciegas con amigos el siguiente fin de semana en su terraza, así que los dos acompañantes se alborozaron con la idea de que llevara ese vino, dando por seguro que ella ganaría la cata, de ahí la foto pícara de ambos sosteniendo ya como un trofeo la botella. Reirían después muchas veces al recordar esta anécdota, pues en el siguiente encuentro celebraron la victoria augurada.
    
Ángela se empeñó en sacar la foto y en esos momentos congelados para siempre en ella comenzó de verdad su amistad con Antonio.
    
Los tres celebrarían la vida ese día con muchas ganas, como luego hicieran tantas veces en los años siguientes.
    
Lo demás queda para siempre dentro de la nebulada foto, sobre todo en el cuádruple epicentro de los ojos de los dos amigos.

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