Rafael Fombellida

Fundación Ortega MuñozPoesía, SO3

RAFAEL FOMBELLIDA

TORRELAVEGA, 1959

ODISEO EN EL BÁLTICO

No sé si he regresado o me he perdido.
¿Es este mi trabajo, arribar en baldío a donde sino alguno
habría de esperarme? Al descender del vuelo, aún con desconcierto,
advertí nieve en torno, insólitos tejados verticales,
nebulosas siluetas que iban transfiriéndose
saludos y consignas, apócopes y gestos. No sentía emoción
ni incertidumbre. Hay un modo de estar en este mundo
que de lo imperturbable hace dominio
y no consiente hielo ni escaldadura. Un vaso de agua fría
es el ser sin pasión y en equilibrio.

                                                                Mostré mi pasaporte
a algún desconocido que examinó confuso el documento,
atisbándome con perplejidad. Quizá le asombraría
el semblante de Nadie frente al suyo, la cabeza de quien
se otorgaría Nadie como nombre
y sin nombre llegaba, su barba cana, seca, vacilando
en la incolora terminal. “Witam serdecznie...”, dijo
indiferente a aquel que lo escuchaba,
aquel que no era nadie, y lo sabía.
Witam serdecznie. Sólo,
guarecido de mí había atravesado el tumulto de nubes
en un avión astroso, desaseado, envuelto
por completo en hedor espeso a alcohol
y sexo erecto. No hay un destino amargo, meditaba,
amargo es sólo el éxodo, esta traslación nómada, la alarma de saberse
suspendido en el aire sin custodia ni abrigo, y para qué.
Al trasponer la aduana busqué con la mirada a las muchachas
de la sala de espera. Maquilladas y lábiles, se fijaban en mí sin disimulo
y mi inocencia ardía. ¿Qué podría encontrar hurgando en la aspereza
del cuero artificial, quebrando el entramado de minúsculos rombos
que enmallaba sus piernas? ¿qué debería descubrir
que no fuera ruin, indigno o negligente? Su sonrisa vendible
suplicó un pacto último entre dos, “chodz ́ tu kotku...”.

                                                                                                     No respondí
a su requerimiento.
Bajo la neutra luz del aeropuerto
era yo quien rogaba una salida a la amplitud vacía
que se abría delante. Era quien imploraba la huida a un infinito
cruzado por coágulos sigilosos de nieve,
indefinido y blanco
en el cual nunca habría más allá,
nada para los pasos, nadie para un regreso.                                                           


UNA CABEZA CANSADA

Ruhe in dir
Mein Haupt auf deine Brust geneigt...

INA SEIDEL

Una cabeza cae al regazo templado del metropolitano.
Una cabeza rueda entre las máquinas, las que expenden billetes o diarios,
entradas de teatro, botellines de malta, licor, patatas “Yobo” o noches de relax.
Una cabeza baja y se deja arrullar por las espitas del aire de los túneles.
Se deja enamorar el hombre, esa cabeza, por las bocas de tránsito, por el susurro afásico
que espolea las palas de algún ventilador.
Se yergue unos momentos la cabeza, se escora hacia la órbita
del futuro inmediato, del único futuro hacia el que puede bascular sin cuidado.
Y piensa esa cabeza, una fracción de instante, en lo que pueda traer ese futuro.
La muchacha que lee reposará con mimo el marcapáginas a mitad del artículo.
La pareja de floggers incoloros cerrará un poco más el anillo entre sí.
Él quisiera ceñirse en ese cíngulo, oprimir sus motivos, silbar su melodía
como la silban ellos sellándose en el pomo de sus envergaduras.
Como la silban ellos redimidos del duelo, del pesado gravamen de sus bultos de viaje.
Esa cabeza eleva sus ojos a lo alto. El cielo es una nube expandida de vaho.
El cielo son seis lanzas tubulares
haciendo ángulo en L. Esa cabeza espera de algún cielo una señal de aliento.
Hay rescoldo de madre, de terrores calmados, de mangas de jersey
mordidas con denuedo hasta hacerse muy dulces.
Hay un temor a todo cuanto ha quedado arriba de la rendija seca de los respiraderos.
Su madre mecería la extenuada cabeza, su tranquila gramática le hablaría al oído.
Su madre, de haber una, ahormaría el pecho a la exhausta dolencia de ese hijo.
Pero sólo hay resuello de convoyes que pasan, siseo de pisadas
y de hombros clavados en la cruz de su escápula.
Sólo hay calor de guantes de cordero, gabardinas estáticas; de cuellos reclinados
en el saliente incómodo de un banco de plástico gris neutro.
Esa cabeza piensa en el regazo de algún fluido filtrándose.
De algún gas que pudiera liberarse desde la rota válvula de cualquier tubo en L.
Esa cabeza rueda entre mensajes, indicaciones, notas, advertencias, consejos
que no permiten pausa ni demora a ninguno.
Un niño pisa un trozo de galleta. Su mamá le regaña porque quiere tomarlo.
La muchacha ha situado, lo sabía, con mimo el marcapáginas a mitad de un artículo.
Él deja a su cabeza desviar la mirada hacia el negro de humo de la bóveda.
Si los cielos se abrieran, no podría reprocharse haber ambicionado una señal de aliento.


LA FURIA DEL MONZÓN

“Por aquí ha de pasar la furia del monzón”, habías dicho
separando el cabello en dos segmentos rubios. “Por aquí
pasará, por esta divisoria de piel viva y abierta
entre los hemisferios del ayer y el mañana, entre las cavidades
sonoras de este cráneo”. Luego te vi tomar las tizas de la escuela,
agacharte en el piso y trazar una línea temblorosa y muy blanca
que prolongaba el rastro que habías delineado
en tu propia cabeza, la recta medianera entre claro y sombrío,
entre borrasca y luna. “Siéntate frente a mí y callemos juntos”,
y yo me senté solo a un lado de la mesa
mientras tú completabas la señal del presagio.
Con los ojos muy fijos palpaste ese sendero que fraccionaba el pelo
en dos porciones rubias. Iban tomando tono distinto esos dos lóbulos
según les diera el sol de ochenta vatios. Nebuloso y fulgente,
cristalino o nocturno, perfeccionaba el óvalo su carácter de astro,
la aridez de su cara más oculta, su evidencia desnuda donde daba la luz.
Tomaste tizas de colores fríos
que tu mano arrastró por la nariz, el arco abovedado de la frente
o los labios oscuros. Sobre el grana satén de su resalte
dejaste caer dos gotas de yeso azul de Prusia.
“No es más que un tonto juego, no te asustes”,
y tu risa vertió su añil sobre el tablero.
La pinza de tus dedos alzó la tiza roja más brillante
y la mostró al trasluz bajo la cúpula cromada de la lámpara.
Sólo dijiste “lipstick”, sólo dijiste “mírame”, y la llevaste a un cuello
hendido en dos también por un rasgo escarlata.
Cuando desabrochaste tu camisa esperaba ya ver la cicatriz
carmesí sobre el pecho, el renglón incidido entre tus masas
de pálido revuelo. El corazón latiendo separado,
partido en su mitad como una fruta.

“Por aquí ha de pasar la furia del monzón, entre los hemisferios
del antes y el después, de la vida y la muerte, la derecha y la izquierda.
La linde que perfilo tiene el nombre de ahora”.
–Hablabas, y te oía, con desamparo y lejos.
“Entre las cavidades sonoras de este cráneo, por esta división
de piel viva y abierta..., por aquí ha de partirme el hacha de la Historia.”

Es terrible vivir en este tiempo.
Mientras viene, callémonos amando.



LOS QUE NO TIENEN A NADIE

For she is the Virgin for those who have nobody them with.
Nobody goes there, only those who have nobody with.
MALCOLM LOWRY

Soñé que lo llamaba “Hotel Trastorno”,
“Hotel Noche de Amor”, cualquier extravagancia
que pudiera idear un pasajero ansioso y perturbado.
Había tomado el tren también en cualquier sitio,
pues cada emplazamiento es un suelo infecundo
del que es bueno escapar, ascender a un convoy, tenderse desolado
en un cajón ceñido, opaco, un catafalco
de aprendizaje. Y mantenerse inmóvil
con las manos cruzadas sobre el pecho,
o reposadas en el falo inerte
mientras la Tierra inicia su terca oscilación.
                                                                                En la litera,
a la vez que mi forma se encogía, con un giro remoto
rotaba el film del mundo, reservado, desoído.
Ella no estaba allí. No palpitaba el muslo, ni su caja torácica,
angosta como una pequeña urna,
parecía ensancharse. Ese epitelio diáfano
que en su pierna embolsaba una carnosidad,
si no turgente, plena de pujanza,
no estaba allí, recuerdo. O quizá sí que estaba
y fingía rehusar con artificio; simulaba atención
hacia otra separada magnitud

                                                           inconmovible.
Quise llamarlo entonces “Hotel Nunca”,
“Hotel del Hombre Solo”. Mordía la manzana
ambarina y licuada de la aurora.
Amasijos de bruma, el estallido malva de una granja
cercada por penachos de lavanda,
una alberca rosada en cuyo redondel, caballos
bebían soberanos sol naciente.
Entraba la luz diurna en la noche que aún se sostenía
como filo que escinde músculo y ligamento.

Deshilvanado y romo, un horizonte
pasaba ante mis ojos igual que el film del mundo
mientras ella fingía estar con ningún hombre.
Yo sostenía la cortina entre pulgar e índice,
los dos dedos morados aún de frío.
El vagón se mecía con temblorosa arritmia.
Quise nombrarlo “Hotel del Olvidado”, “Hotel Fascinación”.
Ella no estaba. O sí. Dos chimeneas
de ladrillo macizo enrojecían de oro. Humo de leña huía
por el portón trasero de los patios.