MANUEL RICO
Cuatro poemas de un libro en marcha
VIAJE
“Próxima estación: Castejón de Ebro”, y suena
como un anacronismo, como el mensaje
olvidado de quien solo es ciudad desde hace tiempo.
Miro el atardecer oscurecido. Hay traviesas,
olvidados vagones y maderas podridas. El contorno
de un hotel se dibuja más allá de las vías.
No hay luz en sus ventanas, ¿quién se baja
de estación semejante un nueve de diciembre
del año 2015?
¿quién acude a ese hotel que no sea un viajante
de comercio que ha huido
de algún fotograma con maletas usadas y grises gabardinas?
Ni siquiera Edward Hopper
soñó la soledad de invierno de esta estación parada
entre dos capitales de provincia.
Voy solo en un vagón extraño que dejó Zaragoza
hace poco más de una hora, va conmigo
la lectura del viaje concentrada en poemas
de un viejo americano de apellido Levine
y parece que avanzo hacia un lugar sin tiempo,
sin campo que atardece aterido de frío,
sin pequeñas ciudades que parece que huyen
de un antiguo fracaso.
Nunca visitaré este lugar
que deja atrás el tren, ávido de bullicio y asustado
de su vientre vacío, sin apenas viajeros en la tarde
de este mes de diciembre y de campos helados.
¿Cuántas veces nos vimos en un tren casi solos
avanzando en la tarde de un diciembre cualquiera
y en día laborable?
MAPA
Vivir el mapa
de las dispersas geografías
de un mundo insuficiente. Afueras
de Madrid, tierra industrial y descampado,
inciertos recorridos de la vida joven:
de Atocha hasta Orcasitas el polvo florecía,
locales parroquiales, vidas
rotas o vidas improbables, campos
de fútbol desconchados allá donde las casas
retaban a la noche, coitos apresurados
en los utilitarios más humildes, proximidad de la chatarra
y del desguace.
En la cartera,
Blas de Otero o Eluard, la carcelaria música
de Carlos Álvarez o la luz insumisa
de Sandburg o de Masters, y eran
altas torretas de balcones bajos,
caminos hacia arroyos
por escoria cegados que hacían inservibles
las nuevas autopistas hacia nuevos infiernos
y decretos helados.
Vivir el mapa
de la ciudad con grietas de mis veinte años. Vivirlo en el poema
que quizá lo salve o lo proteja
es volver a los sueños
de eternidad con que ofrecimos
aquella luz del alba de un mundo insuficiente,
algo maldito acaso,
en papeles escritos en las noches sin ángeles.
EL INVIERNO era el cine. Y el verano la esbelta proporción de las bicicletas alquiladas. Casas sin bicicleta ni automóvil. Sin campo y sin río y con vertederos de escombros en los alrededores. Por eso, el alquiler por horas, las marcas luminosas y la sombra de los tours de Anquetil y Poulidor en la televisión que compartíamos en el bar de la calle que el padre frecuentaba cada sábado. Las bicicletas alquiladas se llamaban BH y en ellas recorríamos los desmontes cercanos, las vías en obras del tranvía penúltimo, lo anchos descampados, las carreteras bacheadas y los caminos que llevaban a la luz technicolor de una Moraleja convertida, en los días aquellos, en trastienda de Hollywood con césped y columpios y chevrolets o cadillacs rozando lo imposible.
SALAMANCA y aquel atardecer de luz insuficiente y tu cuerpo tocado en un rincón en
sombra. Cuenca y los abismos y un granizado irrepetible de naranja: viajábamos entre pinares, el coche era el lugar donde ocurría la vida. El sur de plomo y de rastrojo, agosto lapidario y luz insoportable, un viejo automóvil que viene del abismo hacia el llano de Córdoba. Una cama en Venecia y una cama en el barrio más oculto de una Roma con lluvia y con enero. Los fríos iniciales de septiembre en Salzsburgo y las flores de hielo entre Cracovia y los grises de pelo y de ceniza y de abyección y niebla y maletas asesinadas y zapatos curvos en Auschwitz Birkenau. Un viejo balneario entre humo y montañas donde asoman los duendes su imaginario rostro muy cerca de Plasencia. Días, horas, historia detenida en el chiscón oculto donde crecen los dedos invisibles que tocaron los sueños.