Luis Arturo Guichard

Fundación Ortega MuñozPoesía, SO2

LUIS ARTURO GUICHARD

TRES PoemAs

Tuxla Gutiérrez, México, 1973.


I

Desciende por la escalera del frío
hasta el fondo de un pozo iluminado
por la luz cenital, brillan allí
los rostros de quienes la construyeron.
En el fondo está la casa, el mundo
está entero allí para el viajero.
Poco a poco desaparece el pozo,
se va también el miedo del descenso.
Esto ya no es aquí, frente a sus ojos
está siendo y al aire de la casa
su respiración se acopla serena.
Este es el único viaje que hace
sin llevar una maleta consigo
pero el único al que se lleva todo.
Comienza a caminar por los pasillos
con todo a sus espaldas y con todo
frente a él. Sus pasos no resuenan
con el peso de lo reunido, el suelo
es el que tiene el eco en sus entrañas.
No es saber lo que busca en este viaje
aunque se llame Alejandría el eco
que tiene por delante. Más sutil
es el espejo: no te muestra el sitio
en que has nacido ni el perfil muerto
que tendrás, sólo este margen de sombra
en el que tienes el frente por espalda.


II

Desciende por la escalera del frío
hasta el fondo de un pozo iluminado.
Queda atrás la habitación poblada de fetiches
y cartas sin contestar. No es cansancio
eso que se levanta ante sus ojos,
no es sólo el deseo de dejar pasar el tiempo
sobre los retratos colgados en la pared.
Pierden a veces la forma, los rostros
no son más que paisajes, un parpadeo,
un pulso que no logra acompasarse.
Eso, lo que está de este lado, desaparece
si se abren al azar los libros:
siempre la claridad viene del cielo,
que sombra sobre sombra sólo es sombra.
Verdades redondas caídas a este lado
desde el árbol pintado en la pared,
árbol de la vida, nunca real sino hasta ahora.
Enfrentado de nuevo a esos objetos,
el extranjero cuenta cada día
los saldos de su última mudanza,
piensa en regresar por donde ha venido,
seguir llenando esta pared
con cuanto pueda salvar de la casa.


III

Una casa de largos corredores
blancos por los que ya no pasa el viento
en una hacienda que nadie cuida
y ocupa la mala hierba en busca
de todo lo que ha sido siempre suyo.
Alli está ese viajero que escribe.
En verdad hace mucho que la casa
no existe y que la hierba fue cortada,
llegaron los nuevos dueños, trazaron
una historia nueva sobre el suelo.
Lo que el viajero tuvo como propio
se volvió un palimpsesto de tierra
y planta nueva que ya no se ve.
Sobrepuesto a su cansancio
y a la malísima opinión que tiene
de sí mismo, comenzó a recordar.
En estos tiempos está muy mal visto
todo lo que no te lanza al fulgor,
al olor a casa nueva del futuro.
Se demuele con horario y limpieza,
nadie quiere contemplar la llegada
del herrumbre y su fiel eco el derrumbe.
También él había huido de todo eso,
cruzado su ración de fronteras
y confiado en la fuerza de los motores.
En los pasillos blancos de los aeropuertos
había intentado perder de vista
los pasillos de los que había escapado.
Afincado sólo en su extranjería,
en los caminos blancos de la nieve
y en los transparentes de la arena
se entretuvo trazando historias nuevas
para que desaparecieran al marcharse.
Si mantenía los ojos cerrados
era para que nunca lo alcanzaran
los espejos. En ese brillo inmóvil
no había nada: todo se movía
al paso rápido del desconfiado.
Mas nadie escapa al margen del espejo,
a la sombra que lo enmarca y fija
a la pared, el margen que no pisa
el paso rápido del desconfiado.
Eso lo hace volver una vez y otra
a esta casa deshabitada, viva
ya sólo en su memoria. No hay nada
que buscar entre estas ruinas
como no sea el silencio de la ruina.