Jordi Doce

Fundación Ortega MuñozPoesía, SO2

JORDI DOCE

TRES Poemas

Gijón, 1967.


ENTONCES

Cuando el mundo se convirtió en el mundo
la luz brillaba como de costumbre
sobre un reloj indiferente,
el aire estaba lleno de comienzos
y mil veces en mil calles distintas
alguien se tropezaba en una piedra
y esa piedra le abría los ojos;
fue la ocasión que todos esperábamos
para tomar las mismas decisiones,
besar de nuevo el mismo suelo,
decir los hasta luego de anteayer;
y el rostro amado y rutinario
que fingía escuchar
o brindaba una mano distraída
volvió a apartarse antes de tiempo.
Detrás de las ventanas crecía la penumbra,
una gaviota hurgaba en la basura
y los niños jugaban casi a ciegas
ignorando los gritos de sus madres.
Era un día cualquiera en la ciudad,
con su ruido de fondo en nuestras venas
y el hollín de la noche borrando cercanías.
Quien guardó una moneda en su bolsillo
no fue más rico a la mañana.
Nada ocurrió que pueda recordarse,
ninguno de nosotros se dio cuenta
cuando el mundo se convirtió en el mundo.


AQUÍ, AHORA, EN NINGÚN SITIO

Cuando llegaste a la ciudad ingrávida
y el tren de los insomnes quedó atrás
sólo ella te esperaba.
Puestos bajo los tilos, colores de mercado,
el sol iluminando el fango de la ría
bajo un cielo intachable

y los ojos del puente mirando hacia la noche.
Perseguimos respuestas
pero vivimos sin porqué.
Era final de julio y en los cuerpos
brillaba el fuego del presente,
el oro satisfecho de la carne.

Nunca hubieras imaginado
que el viaje acabaría así,
divagando por calles sentenciosas
que daban siempre la hora exacta.
Bramaban truenos a lo lejos
pero nadie parecía inquietarse.

Las respuestas no se veían por ningún sitio,
no se hallaban escritas en los muros
ni en las hojas que un niño repartía en la plaza
con la mueca de un fauno.
¿Qué buscabas realmente?
Entrasteis en la ciudadela en ruinas

y nada os recordó el pasado: ningún temblor,
ninguna marca,
por discreta que fuera.
Los fantasmas de viejos caballeros
se retaban a duelo en el patio de armas
pero verlos no estaba a vuestro alcance.

Este lugar no cambia, dijo ella,
como si eso explicara algo.
Queremos una vida
pero la vida está donde nos huye.
Las aguas del puerto eran grises
como las piedras de las escolleras

y pronto los vencejos apagaron el aire
con el manto apretado de su voracidad.
La piel lo gobernaba todo. Y en las terrazas
las mujeres se cubrían los hombros
y pedían a sus acompañantes
la cabeza del tiempo.


TREGUA

Bajo el agua de cobre de la tarde
mira cómo la sangre pactó con sus demonios.
Días sin culpa, dioses próximos
como el aire que silba en los aleros:
la luna, que es amiga del erizo de mar;
el sol, que da calor a sus entrañas.