Jesús Montiel

Fundación Ortega MuñozPoesía, SO9

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JESÚS MONTIEL

UN ATAÚD PORTÁTIL

MAMÁ te ha comprado tu primera agenda.

A los niños del siglo veintiuno, con seis años, los maestros de Primaria comienzan a enseñaros el tiempo milimetrado. Os instruyen en la caligrafía del hombre de negocios. No os enseñan que lo característico del día es la sorpresa. Nunca la ventana o el salto en el charco. El tiempo empleado en las musarañas está prohibido en la ciudad de los negocios. Parten de una premisa errónea, no obstante: que todo ocurre según planeamos. Errónea porque todos los días de nuestra vida sucede el caos. Desde que nos levantamos. El caos es una ley que propicia la historia. No se puede predecir nuestro minuto siguiente, lo que sobrevendrá. No existe ciencia capaz de adivinar el día, que sepa anticiparlo, que le sonsaque al día su secreto. El hombre de nuestro siglo lleva al día a clases de protocolo y le obliga a una obediencia ciega, quisiera amaestrarlo y enjaular sus piruetas. Pero el día es una ardilla salvaje. Sus planes nunca son nuestros planes. Mis pensamientos no son los vuestros, dice Isaías. Como el cielo se halla levantado por encima de la tierra, así mis pensamientos se hallan por encima de los vuestros. Un ejemplo. No hace mucho, un poeta bajó las escaleras de casa para jugar a la pelota con un niño. Tropezó en la escalera, cayó al suelo y no ha vuelto a levantarse. Su nueva casa es una silla de ruedas. Ese poeta se levantó ese día sin saber que atardecería en otra postura, con una altura distinta. El día le trajo la sorpresa de una vida nueva en la que las cosas, esto ha dicho en una entrevista, se acercan a él y no él a las cosas. Tú comenzaste a cojear sin avisarme un viernes con árboles a cada lado. Ni el poeta ni yo teníamos previsto ser mortales. No había un hueco en nuestras agendas para lo imprevisible, que es lo característico del día, su manera de amarnos. Lo imprevisible nos pellizca para ver si estamos vivos. El hombre teme tanto la muerte que programa su tiempo. Se dice: puesto que el tiempo es un bien escaso, vamos a administrarlo. Pero al querer atesorar el tiempo provoca tontamente lo contrario: pierde el tiempo intentando retenerlo. La vida no puede agarrarse. Sus leyes, cómo decirlo, contradicen a los economistas: a más desvivirse, más vivo estoy; a más retener la vida, más me muero y más aproximo mi fin. Es de un material inasible, la vida. No le gusta salir en las fotografías. Se parece a esos animales esquivos que no se dejan ver y se deslizan grácilmente entre las frondas del bosque, como fantasmas. La agenda, un ataúd portátil, la mascota del hombre de negocios, presupone mucho futuro, miente y hace que muchas personas vivan en lo que no sucederá nunca. En ella apuntamos las cosas que olvidaremos a la hora de morirnos. Porque lo más valioso no está agendado. Hemos invertido el orden: marcamos en rojo lo que perece y desatendemos lo que perdura, lo metemos en los huecos del día. La parte más abundante del día se la entregamos al dinero. Basta aligerar la agenda para que empiece a suceder todo lo que importa. Otro ejemplo. Esta mañana he visitado a un amigo de la familia. Hace dos meses sufrió un ictus. Ese día tenía planeado ir a la montaña. Es alpinista. Un hombre de complexión fibrosa, amante de las cimas. El día anterior al accidente estuve con él en casa de mis abuelos, luego del almuerzo. Ninguno sospechábamos lo que iba a ocurrirle en pocas horas. Nadie adivinó que al día siguiente no podría levantarse del suelo cuando se agachó, al salir de la bañera, para coger la ropa. Que lo encontrarían desnudo y muerto de frío. Mis planes no son vuestros planes. Este amigo de la familia tiene ahora un rostro más delicado. Es un hombre distinto. Como el poeta que vive en una silla de ruedas, ve las cosas desde otra altura. Ha escalado la montaña de la humildad, la está escalando, una cumbre difícil. El poeta del que te he hablado ya no tiene agenda. No programa sus días. Sencillamente vive sin el paraguas del mañana. La enfermedad, como una madre que irrumpe en la habitación para ordenar los juguetes del hijo, nos salva de las garras de lo secundario y pone cada cosa en su lugar.

Cada nuevo día es un icono ante el que debemos encender la vela del asombro.

Para volver al tiempo, desconecto el teléfono y cierro la agenda.