JAVIER ALMUZARA
OVIEDO, 1969
POEMAS
VECINDAD
Al bloque derruido
las paredes desnudas
le sacan los colores.
Sorprendo, avergonzado, esa indiscreta
intimidad. De pronto hace más frío
y me tapo mejor,
consciente de que estoy a la intemperie.
No es extraño el rubor con que las cosas
dejan la vida al aire
cuando ya solo quedan sus vergüenzas:
un hueco de escalera
por el que cruzarían los vecinos
comentarios vacíos o mezquinos;
la desahuciada impronta
de armarios, cabeceros, crucifijos,
lunas de cuerpo entero y verdaderos
calcos de artistas bien reconocibles
con los que figurarse un connaisseur
–tal vez algún tapiz
de asunto cinegético mayor,
para dar impresión de casa grande–.
Allí debió colgar
un fiel reloj de cuco al que las horas
se le irían cantando en vuelo presto,
junto al feliz enlace homologado
en la instantánea familiar que vela
porque el pasado siempre les sonría.
Voy poniéndole cara a tanta cruz,
forma de enser querido a cada sombra
que ahora se eterniza
contra el inexorable paredón.
Por todas partes restos
de papel, los zarpazos
del tiempo, cicatrices
en forma de azulejos
vertiginosos, sucios sanitarios,
la huella demacrada de otros días,
como noche en dudosas compañías
de la que despertar más solitarios.
INCLEMENCIAS DEL TIEMPO
Y se cumplió el pronóstico del hombre
del tiempo, ese aguafiestas.
La lluvia acribillaba el parabrisas
del autobús que se iba a tumba abierta
contra el viento de cara.
En un acto reflejo ante el cristal
desvié absurdamente
mi rostro de otro invierno.
Como inocuas palabras de fogueo
–su apretada cursiva al fin no engaña–
leí luego esas ráfagas retóricas,
ejercicio verbal de tiro al blanco
que confunde las nieves
del tiempo con el tiempo de las nieves.
Ahora es agua pasada
aquel susto del frío;
sin embargo el futuro
–lo tengo muy presente–
no admite vuelta de hoja. Solo hay una lectura,
y esa antigua metáfora me advierte
que la última palabra es de la muerte.
TIEMPO MUERTO
Cuando la noche acose
tu impaciente vigilia,
esas horas inútiles
que no son del descanso,
y percibas las sombras
como cuerpos inertes,
rehúye su espejismo
y el don de la elegía
que verá en él la etérea
materia de su canto.
No mientes a los muertos,
que nunca han merecido
tantas palabras huecas
en torno a sus despojos.
No llores, que sus cuencas
cegadas no recogen
tu llanto. No desees
su suerte, es tu destino.
Y no les compadezcas,
dejaron de sufrir.
Si en el manchón informe
vieses un vago rostro
que amaste sin medida
cuando era cuerpo y alma,
recházalo, es la máscara
que la muerte se pone
–tapando sus miserias
la gloria de la carne–
para darse importancia.
Como si fuera alguien
ese borrón del tedio
–sepulcro sin sosiego
o gótica advertencia,
una grave presencia
que reclama su fin–,
cuando tú eres el único,
en la noche desierta,
incapaz de dormir.