IGNACIO CARTAGENA
Los actores secundarios (Siete relatos)
If space and time, as sages say,
Are things that cannot be
The fly that lives a single day
Has lived as long as we.
T. S. Eliot
La tórtola
La vio cuando volvía del trabajo.
Tenía un ala rota. Machacada.
Le dio de beber agua con una jeringuilla.
Bajó al súper, pero no quedaba alpiste.
Sí había pan con sésamo: raspó, de la corteza,
las semillas.
Al poco tiempo le compró una jaula grande
y luego una pareja de canarios (le gustaba
la idea de que así tal vez se hicieran
compañía).
Un día –ya pasados unos meses–
la tórtola no estaba en el balcón.
Había deformado los barrotes con el pico.
Los dos canarios –muertos, desangrados–
sobre una mancha roja: dos esponjas
amarillas.
No supo interpretar aquel gesto innecesario.
No sabía
leer la nota escrita en una lengua eslava.
El vagabundo
Digamos que fue así, como lo cuentas.
¿Crees que alguien más que yo, y tal vez la víctima,
podríamos creerte?
Volvamos a empezar: no había un alma
(ni un alma que pudiera confirmarlo).
Por no esperar dos horas, te aliviaste
debajo de un portal, contra una tapia.
Entonces escuchaste aquellos pasos
y viste aquella sombra proyectada entre las verjas.
Tenías en la mano el vaso largo,
con tres o cuatro hielos
y el borde roto, o casi. (Mejor eso
no lo digas).
Quizá solo quería pedirte un cigarrillo.
¿Quién sabe? Con la noche tan encima
cualquiera en tu lugar habría hecho
lo que hiciste.
Ya no le des más vueltas: a estas horas
si no ha habido denuncia,
no era nadie.
La esposa
Tomabas la pastilla efervescente de su nombre,
disuelta entre lo poco que quedaba por decirle.
Podías percibir aún su olor en tu almohada.
En otra habitación dormía él (pero al contrario).
Tu nombre entre los labios y una huella indescifrable:
lo poco que quedaba de tu olor entre sus sábanas.
_Te mueves demasiado –le habías dicho un día–
y roncas demasiado. Será incluso divertido:
yo, aquí. Tú en el dormitorio. ¿Recuerdas?
Lo hacíamos en casa de mis padres...
…Tan solo habrá un tabique, ¿ves?. No es ningún drama.
Ya somos mayorcitos. ¿Y los niños?
Pues qué van a pensar, si no nos hacen
ya ni caso.
Pero hoy todo lo inunda este silencio inesperado.
No escuchas sus ronquidos. Fantaseas.
“…Ha sido fulminante…El corazón…
No, no estaba enfermo.
Sí: a su padre le pasó lo mismo”.
…Sonríes al pensar que te pondrías cualquier cosa.
Te irías sin siquiera comprobar que no respira,
dejándole tu cuerpo –la almohada–
entre los brazos.
El amante
Ya puede palpar, casi, sus traslúcidos latidos.
Entonces va cediendo la muesca del sostén
y allí aparecen, juntas, en sus manos
tan tristes, dos palomas, como el día
en que nacieron.
Inicia su descenso hacia los bordes
de un rombo de un tejido comestible.
Es lo único que queda por quitarle.
Y luego, sin saber cómo seguir
–o tal vez por seguir, no tan aprisa–
sondea con la vista aquel rincón, en la penumbra:
hay una nube de humo, vasos largos,
el ámbar de un coñac, el falso azul
de una ginebra.
_Lo más difícil siempre es el principio
–le dijeron–
luego entras en calor y te acostumbras.
No piensas en que hay gente que te mira.
_...Que lástima –se dice, mientras palpa
los pechos de la actriz y finge cara de deseo–
ya nunca volverás a imaginártela desnuda.
Los tayikos
¿Recuerdas? Eran tres y su cabina
sería más pequeña la nuestra.
Tres tristes turcomanos o tayikos.
Debían dormir juntos en la única litera,
quién sabe si por turnos. Sonreían.
Creímos, al principio, que eran uno
(facciones modeladas a cuchillo)
y luego vimos dos, en los aseos,
y luego fueron tres: sus manos juntas
en torno del brasero de una chaika.
¿Viajaban a Moscú, los tres tayikos?
¿Querían ir más lejos? ¿Qué buscaban?
¿Quizás algún un empleo, la asistencia
de algún primo lejano, un pasaporte
robado, rodear otra aduana?.
El tren se deslizaba en la llanura
como un vaso tumbado en un estante de nevera.
Y a mí me daba miedo que de noche, los tayikos
pudieran despertarse con la rítmica
cadencia de mi cuerpo sobre el tuyo
y vieran en nosotros a dos capitalistas
salvajes que profanan un colchón transiberiano
manchándolo de esperma, de alcohol, de crucigramas.
–¿Y si en lugar de tres tan solo fueran uno? –me dijiste–
¿serían, los tayikos, tan completa
–mente nadie?
Al margen de mostrar cierto interés por su destino
no hacíamos gran cosa, aquellos días.
Quizá solo el amor, por hacer algo.
La viola
La esposa del violista era invidente.
Se habían conocido entre los últimos
compases de un concierto de Corelli
en un teatro tenue de provincias.
Le dijo haber captado los matices
que solo capta un ciego con la música.
Tomó su mano izquierda, emocionado,
besándosela tibia, castamente…
Después llegó la fama, los conciertos
–Viena, París, Londres, Estocolmo–
la casa en las afueras de Lucerna
y el Guarnieri prestado por un banco.
Los dos eran puntuales, sonreían:
él iba siempre un paso por delante.
La instalaba en un palco entre cortinas
de falso terciopelo y se marchaba.
A veces el programa era barroco:
pelucas, oros, cajas de rapé.
(La viola se alargaba como un charco
de aceite en la molicie de un canal).
Y a veces derivaba al neoclásico:
rigor, enciclopedia y academias
(y entonces la viola se enroscaba
formando el capitel de un panteón).
A veces se adentraba en las vanguardias:
alcohol, neones, días de entreguerras.
(La viola se arqueaba como un gato
sobre una chimenea, en un Chagall).
Después, tras los saludos, el violista
llevaba a su mujer entre pasillos
(colillas, nervios, fundas de instrumento)
al tempo azul de hoteles con moqueta.
La ayudaba a quitarse los zapatos,
las medias. Le ponía el camisón.
Le daba agua con gas y le encendía
la radio. O le leía una novela.
Pensaban tener hijos. Algún día.
El profesor
“Me acerco, ya sin prisas, a la edad
que siempre tuve”, dijo.
Sopló entonces las velas.
Oyó, a su alrededor, algunas palmas.
Los viejos le cantaban canciones infantiles.
Le dieron un pedazo de pastel y un cucurucho.
Y luego fue besado por docenas de enfermeras.
“Me acerco, ya sin prisas, a la edad que siempre tuve”…
(Poco antes de olvidarla, pidió, en vano,
un lápiz y un papel para apuntarse
la ocurrencia).