JOSÉ PEDRO CROFT
Sin título 2013
Aguatinta y aguafuerte
FERMÍN HERRERO
AUSEJO DE LA SIERRA, 1963
La nieve alegra, pero tiene
tristeza dentro. Sube la niebla
por la cuesta, se agarra y oculta el pico
de la montaña, pero en su avance
abre detrás de sí una claridad
tan rara como nítida, que no estaría
a cielo despejado. Ahora ya no sé.
He de andar más de cuajo, sin pararme
a pensar, tal vez fui muy lejos, demasiado.
A veces, los aviones en ruta dejan
un eco tenue, el mundo, tan ajeno.
Por la nevada, a solas, cómo se agarra uno,
sin asidero, a lo que puede; cómo reduce
el afán a quimera, calderilla; a lástima
los muertos y los vivos, los ricos y los pobres,
los lerdos y los listos, los vivos y los muertos.
Una luz alta y sin defensa al levantarse
la niebla, resplandece y abruma, anonada.
Es la luz de la nieve en esta hora
vacía, su perfil de intemperie hacia el añil
del cielo, que lo cambia todo, porque
en donde está el misterio hay evidencia.
Me pierdo algunos días por los bares
de barrio donde siempre hay hombres solos,
bebiendo, con el miedo metido, me imagino,
en el cuerpo. Aunque muchos son viejos suelen
arrastrar zapatillas de deporte y llevan sin coger
el dobladillo de los pantalones. Antes había
más con su media faria. Debe de ser que las familias
los huelen y atan corto; o la publicidad,
la prejubilación, o qué sé yo, la crisis. A algunos,
no muchos, se les nota la mala baba. El camarero
los conoce tan bien que ni se molestan en pedir.
Les pone, en cuanto entran, su chato
de barril cosechero, clarete o tinto, que apuran
de un sorbo excepto cuando se quedan apamplados
mirando la pantalla muda de la tele. Aquí
no vamos a quedar ninguno, sentencia de improviso
éste, en voz alta, antes de pasarse la mano por la frente
y cambiar de parroquia. Van a lo suyo, estirar
la pierna que barrunta tiempo revuelto,
envejecer sin dar guerra, echar barriga
hasta el lugar del cáncer y sanseacabó.
Necesita descanso la tierra que se siembra,
sus hijos, allegados y demás parientes.
Para los hombres solos, dos palabras sin miedo,
éstas, como si tal cosa. Que no nos oigan.
Hemos subido andando hasta el castro
siguiendo la pared del monte, parándonos a ratos
para coger aliento. Arriba, con el resol,
entre las piedras, los acebos, la tarde detenida
y con nosotros, nada, las voces de los muertos,
las aves que, hacia el cielo, se perdían.
En la hondonada, manchas de robles
agostados, la soledad desde que el mundo
es mundo. Descendimos a paso vivo,
al fondo el pueblo, el campanario, la vida
con sus cosas, los días que se fueron,
nada, tu voz, la mía. La tarde detenida,
transparente. Al salir de la dehesa te miré,
sonreíste. Nos hemos dado, luego, la mano.
Siempre un frío que pela. En cuanto las sacas
del bolsillo, las manos se te enganchan.
Venimos cada año al cementerio.
La puerta está cerrada con unas cuerdas
de alpaca. Desatamos los nudos.
Mi madre lleva un azadillo y un caldero
con un poquitín de agua para los ramos
de crisantemos y de rosa tardías,
de haberlas. Reza un padrenuestro y se pone
a cavuchar las tumbas, aporca algo de tierra
hasta formar una lomilla, destripa
los pequeños terrones. El frío
es bueno porque es blanco. No conocí
a ninguno de mis abuelos. Hay hierbas
secas, recién cortadas, excepto en las esquinas,
llenas de pasto y cardos. Han sujetado
con alambres las flores de plástico, a las cruces,
a algunas cruces. Faltan letras de los nombres,
las que tienen. Mi madre deposita
muy despacio, con mimo, los ramos
encima de los lomos, como si acostase
a los abuelos con amor.
A veces caen chispas de aguanieve.
Miramos a poniente, a lo alto. Nos vamos.
Mi madre se persigna. El frío es nuestro.
Los demasiados libros, la misantropía,
el amor a uno mismo: la indecencia.
Cómo salir de ahí. Por lo menudo
y sin festejos, al calor de los ratos
vivos; que el estremecimiento esté
en lo que se reserva, en su contención.
La vida es dura y bella como dice
José Antonio Gabriel y Galán
en la primera entrada de su diario,
después de conocer su sentencia
de muerte. Porque es dura es bella.
Es bella y nos espera, siempre
a las puertas de abril, y cada cosa
en su lenguaje se desprende, nos llama
a retenerla desde su continuo
mudar. Los demasiados libros,
las horas del asombro, agua
de manantial que va por los caminos.
Es bello el mundo y sus demonios,
estate alerta y sal a resolverte,
aunque no veas el camino, sal.
La aceptación es todo, el otro,
lo otro.
La ropa está extendida
sobre el prado, al oreo, blanqueándose.
Por donde se va abril, en la mujer,
lo transparente, como un gorrioncillo.
Defiende lo presente del recuerdo,
el calor del recién nacido. Con el caldero
saca el agua del pozo, rocía
con la mano las sábanas. De pronto
siente el calor de las incubadoras.
Va sola con su sombra, ya se sabe,
muy sola. Al rebullir las hojas con la brisa
el ojo de la flor menstrúa. Una ligereza
de pétalo, las venas de los pechos
llenos, la pesantez, el caldero
en la mano. Por lo invisible siempre,
hacia lo transparente, hacia el blancor
donde todo se aclara. La paciencia
al darle de mamar, la leche
rebosante, el hipido, su cajita
de música. Al caerse, los pétalos
se arrugan, tiende la mujer
lo transparente. La ropa no se puede
en estos tiempos blanquear sobre la hierba
porque, al no ser de hilo, amarillea.