Enrique Juncosa

Fundación Ortega MuñozPoesía, SO11

ENRIQUE JUNCOSA

ANDRATX

Durante el estado de alerta he establecido una rutina diaria precisa. Me despierto a las 7.30, leo la prensa en la cama, y desayuno a las 8. Después riego las plantas en el patio y me doy una ducha. A las 9 me siento ante el ordenador. A las 13 horas, preparo la comida, y almuerzo sobre las dos. Duermo la siesta una media hora, y sobre las 15.30, tras tomar un té, me pongo a leer. A las 17h pedaleo sobre una bicicleta estática y hago ejercicios de pesas. A las 18 horas vuelvo al ordenador hasta pasadas las ocho. Después ceno y miro una película. A las 23 horas me pongo a leer otra vez, en la cama, hasta pasada la medianoche.

Durante el estado de alerta y el confinamiento forzoso, se habla mucho de una nueva cotidianidad. Mientras tanto me empeño en encontrar un espacio para lo maravilloso.

DELTA DEL OKAVANGO

Llegamos a este lugar en una avioneta, que da bandazos con el viento, desde los salares del Makgadikgadi, un lago que se evaporó hace milenios y en donde viven hoy manadas de ñus y de cebras. Todo es romántico y cinematográfico. Desde el cielo hemos visto como se asustaban los elefantes con los ronroneos del motor y de la hélice. Parecían juguetes en la distancia. El Okavango nunca llega al mar y forma el delta interior más grande del mundo, con islas numerosas, en una llanura inmensa de Botsuana. El paisaje es verde, con grandes arboledas y un complejo sistema acuífero. Nos alojamos, en lo alto de una colina, en espaciosas tiendas de campaña climatizadas y lujosas, con atractivos muebles coloniales, baños privados, pieles de cebra y cabezas de búfalo disecadas, además de fotografías de animales en blanco y negro primorosamente enmarcadas. El jardín en el que se sirven las comidas tiene una vista privilegiada. Comemos todos juntos, una veintena de comensales, como en los antiguos safaris. Hay ricos hombres de negocios europeos con sus familias, y dos generales retirados ingleses con sus mujeres, que parecen haber venido a despedirse de África para siempre. Un cazador blanco sudafricano, a quien le preguntamos qué tal se vive en Mozambique, nos responde con desprecio que allí hablan en portugués. Moeti, nuestro guía, nos lleva en su piragua, que se desliza entre los nenúfares y los papiros. Avistamos organizaciones de beduinos, seguros de sí mismos, y pequeños grupos de antílopes acuáticos de retorcidas cornamentas y ojos profundos. Al día siguiente, caminamos por una de las islas. Nos acercamos a unos leones tumbados con sus hocicos sangrientos alrededor del cadáver de un elefante. Moeti indica que nos acerquemos sin movernos bruscamente, que miremos a los ojos a los felinos en todo momento, y que cuando retrocedamos, él indicará cuando hacerlo, marchemos hacia atrás con lentitud, sin perderlos nunca de vista. Nos asegura que cuando comen nunca atacan, pero todo el proceso nos tensa y el corazón late deprisa. Sentirse diminuto y perteneciente a un tiempo inmemorial. Sopla el aire caliente, esparciendo su carga fétida. Merodean las hienas y los chacales, y zumban intimidantes los ejércitos de tábanos. Las flores más estrafalarias, por otra parte, se abren a nuestro paso dejándonos perplejos.

EL TIGRE

Una ciudad a la que le dio nombre un jaguar que vivía junto a un arroyo. Al norte de Buenos Aires y en el delta del Paraná. En el origen hubo aquí indígenas, después contrabandistas portugueses. Los españoles construyeron iglesias, fruterías y aserraderos, y llamaron al lugar Pago de las Conchas. El primer tren llegó en 1865. Además de la pequeña ciudad, con casino, mercado, museos y clubes social y de remo, hay bellas casas de madera en las islas rodeadas de canales, y la gente se desplaza por ellos en lanchas y barcazas, como en una Venecia tropical. La belleza del lugar selvático, con colibríes de un verde eléctrico que son motores para el gozo, atrajeron a escritores y a artistas, empezando por Xul Solar, cuya casita de colores es hoy un museo del delta. Aquí dieron fiestas Oliverio Girondo y Norah Lange en su caserón La Recalada, y descansó cuando pudo el presidente Sarmiento, que también fue literato. Aquí bebió cianuro Leopoldo Lugones, quien aventuró que el agua turbia del río era de color de león. En el río Sarmiento se dispersaron las cenizas de Roberto Arlt. Dos desaparecidos de la dictadura, Haroldo Conti y Rodolfo Walsh, fueron amigos sobre estas aguas. Entre los raros, aquí estuvo también Néstor Sánchez, quien leyó a Gurdjieff, perdió la épica, y fue vagabundo en las calles de San Francisco y de Nueva York, donde parece que buscaba una forma de iluminación que solo se conseguía con el dolor. Yo leo, sin embargo, más bien feliz, y en el tren de regreso, a un poeta uruguayo de nombre sonoro, Herrera y Reissig. Poemas con mandarines decapitados, montañas neurasténicas y lunas rodantes sobre el absurdo de la perspectiva.

KIOTO

El ryokan, en Gion, es básico y auténtico, regentado por una anciana a la que le faltan varios dientes y no habla más que su idioma. Somos los únicos clientes y hace un frío infernal. Cuando salimos de la habitación, después de dejar las maletas y conseguir una estufa eléctrica de apariencia dudosa, la anciana duerme tumbada sobre el suelo de la recepción, roncando con brío y la boca tan abierta como la puerta de entrada. En las callejuelas, resuenan las sandalias de madera de las geishas y los frufrús de los kimonos. Tú boca sabe a mochi.
Ryoanji, el jardín zen, imagen exacta de la transcendencia, si no representa a una tigresa atravesando un curso de agua con sus cachorros. No es posible ver todas las rocas desde un solo punto de vista. Después, el Pabellón de Oro, que hizo arder un novicio, Hayasi Yoken, porque su belleza le parecía intolerable y abrumadora, episodio novelado por Mishima, quien envidiaba un supuesto placer melancólico ofrecido por el martirio. Hasta las garzas parecen aquí seguir instrucciones acerca de cómo y dónde colocarse. Nieva con lentitud, apenas sopla el viento, y los copos de nieve parecen avergonzados, tan lento, insisto, es su desplazamiento, por interferir en la visión general. El templo de Sankusangeendo esconde mil budas alineados tras una fachada sobria, y afuera en la esplanada los jóvenes practican el tiro con arco como disciplina espiritual. Katsura y sus jardines imperiales. Uno de los pabellones da a un falso huerto, donde los criados se disfrazan de campesinos y recogen melones para entretener a los moradores del palacio, si cansados de la sofisticación del lugar pretenden disfrutar de una vida rural de apariencia sencilla.
Todo en la ciudad es un artificio delicado y asombroso, incluso su estética sin brillo de la sombra. Los tazones de raku rebosan emoción. En la habitación nos disfrazamos con kimonos. Te ato las manos con un obi. Caerse entre los tréboles. La luna llena y la arena de la playa. Las flores de los cerezos. El sonido de un bosque de cañas. Luciérnagas.

LUANG PRABANG

El sonido del gong en un jardín de frangipanis. Las aguas veloces y turbias del Mekong desdibujando el reflejo de las pagodas en la orilla. Wat Xieng Thong. Ornamentos sagrados, mándalas y Bodhisattvas. Magnolias y orquídeas. Novicios naranja mendicantes avanzan en fila india. Wat Pa Keh. Bailarinas mariposa que dan cuerpo al Ramayana. Párpados como sierras y cuerpos de oro elástico que penetran en la cuarta dimensión. Música oceánica: ritmos, timbres y armónicos en un éxtasis metálico de martillos. Un joven enjabona un elefante dócil y tumbado de costado en la ribera, mientras sonríe con sus dientes bancos. Al otro lado del río los búfalos abrevan. Wat Mai Suwannaphumahan. Mosaicos de colores como caprichos del sol, una arquitectura de la transparencia. Los jardines asimismo son ambiguos: musgo, lianas y helechos. Sobre la colina, villas racionalistas exquisitas. Las cuevas y sus murciélagos, exvotos a la luz de una antorcha. Machetes contra mosquitos. Un monasterio en un bosque de bambúes. Los macacos huidizos y sus habilidades prensiles. Canoas que ronronean y desprenden el mentido perfume del diésel. Los mangos alfonso son deliciosos y amarillos. Magdalenas, baguettes y cruasanes en el mercado Hmong. Bon jour. Más tarde, la siesta bajo la mosquitera. Las paredes de la habitación son de color turquesa. Huele a lejía. Wat Maha That. Estandartes crespos y trinos distintos. Los insectos metálicos retráctiles y sus actividades esotéricas. En la ciudad antigua, sobre una pequeña isla ovalada, no se permite la circulación de los automóviles. Las calles son tranquilas, sombreadas alfombras de flores caídas. Croan las ranas pulsantes arritmias histéricas. Wat That Luang. Los zumbidos de las libélulas y su apariencia bélica. Un grupo de gente en una esplanada practica el step con ritmos electrónicos y pésima amplificación, enfundados además en chándales horrorosos. Mobylettes y bicicletas, rastros de barro y de polvo. Una hilera de árboles de Ashoka, sus flores como fuego. Tu piel verde y tu cabello azul. Soy continuo y discontinuo. Samsara.