ELENA MEDEL
CÓRDOBA, 1985
ÁRBOL GENEALÓGICO
Yo pertenezco a una raza de mujeres con el corazón biodegradable.
Cuando una de nosotras muere
exhiben su cadáver en los parques públicos, los niños se acercan para curiosear en su garganta de
hojalata, se celebran festines con moscas y gusanos, me cae mal porque me hizo sonreír a
mí, que soy tan triste.
A los treinta días exactos de su muerte el cuerpo de esta extraordinaria raza
se autodestruye, y a las puertas de vuestras casas llaman los restos del alma de las mujeres
sobrenaturales,
chocan contra vuestras paredes, sus empastes y sus uñas agujerean vuestras ventanas
hasta que sangran nuestras aortas clavadas en la tierra, igual que las raíces.
Al morir nos abren el estómago, examinan con los dedos su interior, rebuscan entre las vísceras
el mapa del tesoro,
sacan sus dedos negros de todos los poemas que se nos han quedado dentro con los años.
Un espectáculo.
Pertenezco a una raza desarrollada más allá de los púlpitos. Soy una de ellas porque mi corazón
mancha al tomarlo entre las manos, porque coincide en tamaño con el hueco de un nicho;
fresco y dulce como el de un animal, chupad mi corazón para que, al morir, sepan que hemos
estado juntos.
Soy una de ellas porque mi corazón será abono. Porque mi sangre, que es la suya, sube y baja por
mi cadáver como por escaleras mecánicas;
porque el fundamento de mi carácter, al descomponerse, se incorpora a una especie salvaje
que ladra y que hiere y que te lleva a su terreno, que ignora las afrentas, que jamás se extinguirá.
Tara, 2006
MACETA DE HORTENSIAS EN NUESTRA TERRAZA: ASCENSO
Morado o violeta o azul sucio, más
bien: una maceta de plástico negro con una hortensia
que se asoma al balcón. La vida costaba
dieciocho euros y no había
nada que temer. Para la supervivencia compré un manual
sobre jardinería; bastaba con anotar cuándo
crecer en un tiesto de cerámica, cuándo el pulgón y cuándo
los esquejes.
Porque toda mujer se casa con su casa,
desde la terraza
mi salón con ropa de domingo:
mesa en el centro, mantel blanco, muchos platos rebosantes,
mi amor feliz,
sereno,
y en el primer plano de la fotografía
una maceta
de plástico negro con una hortensia
morada o violeta o más bien azul sucio
que se asoma al balcón.
En su sitio el estribillo de los electrodomésticos, el servicio
de dos para cada comida, todavía dos
—él, yo: las plantas cuentan por su cuenta— sentados al almuerzo,
todavía los designios familiares —flechazo, noviazgo,
aceptación, convivencia: más tarde matrimonio, hijos, nuevos
volúmenes en el álbum de sus casas— todavía sentados
al almuerzo. Todo en su sitio.
Mientras tanto, en la casa, el hombre duerme.
La mujer
no.
Chatterton, 2014
A VIRGINIA, MADRE DE DOS HIJOS, COMPAÑERA DE PRIMARIA DE LA AUTORA
Ocupáis tres asientos frente a mí en el autobús que se desplaza
desde nuestro barrio alejado del centro
al centro;
al centro de nuestra localidad minúscula, entiéndase, no al centro de las cosas, no a la esencia
misma ni a la materia nuclear donde la vida
bang
donde la vida
se expande y obedece a todos los fenómenos —etcétera— que dicta
la astrofísica. Lo proclaman las asignaturas que rodeábamos porque éramos de letras; lo
proclaman los inexpugnables mecanismos que atañen a vocablos tan comunes
como universo, vida, muerte, amor.
Ocupáis tres asientos frente a mí
en la parte trasera del transporte público: el niño a la derecha, en el centro la niña, la madre a la
izquierda.
Ahora tú, hija pequeña de Virginia: chándal rosa gastado —igual
que los plumieres de tu madre— con un personaje
que mi edad y condición soltera ignoran.
Ahora tú, hijo mayor de Virginia, intuyo en tu barbilla y tus orejas
los rasgos que heredaste de tu padre, y me pregunto
si Virginia los maldice
—Virginia, ¿los maldices?—
a la hora del baño.
Pero tú, Virginia, tan rubia, ¿lo recuerdas?
Allá donde entonces combatíamos piojos
ahora
bang
ahora
escondemos el tiempo.
Aquí tú lees una revista, Virginia, aquí tú no me reconoces: ¿te sirven los consejos del cuché,
oh tú, tan rubia e inocente?
Virginia, siempre con mi edad y ahora con dos hijos, sin anillo en el dedo, con un bolso colmado
de galletas:
Virginia, hijo mayor de Virginia, hija pequeña de Virginia,
años luz caídos
años luz quebrados en la comisura de los labios,
cerrad los ojos y pedid un deseo
frente a mí
en el autobús destartalado que nos salva del barrio periférico y nos acerca
al centro, lejos de los bancos en los que los adolescentes beben y las noches golpean los jardines,
cierra los ojos, Virginia,
porque en estos veintiocho minutos de trayecto he pensado en nosotras,
en ti que no me reconoces veinte años más tarde, en tus canas donde la gente que nunca te habló,
en tus canas donde la gente
reía y se burlaba.
Cristal del autobús junto a Virginia, espejito de ambas,
tus uñas rojas comidas al fregar los platos, una gota de laca roja en tu dedo anular,
oh Virginia, oh rubia e inocente,
yo he pensado en nosotras,
bang
yo he pensado en nosotras.
No sé si sabes a lo que me refiero.
Te estoy hablando del fracaso.