Eduardo Moga

Fundación Ortega MuñozPoesía, SO5

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ELENA ASINS
Giro del Menhir (variación 5), años 1990-2000

EDUARDO MOGA

[SOLO, ALGUIEN, UNA SOMBRA CALCÁREA…]

Solo, alguien, una sombra calcárea,
un acto como extinguirse,
algo en el aire.
                            Solo, uno, huyendo,
dentro de la huida, en un fronda de alquitrán:
horas sin amparo,
                                   en el centro del frío,
                  en las que escarba la luz.
Solo, lacerado por los cristales del silencio,
a este lado del agua,
                                       ácueo,
                                                    solo.
Y una columnata de luz en el territorio aquel,
fronterizo como unos labios entreabiertos,
                                                                                  sin otra frontera que el tránsito,
invadido por insectos que son peces que son hombres
que son nada,
por la crueldad de que nadie oiga,
                                                                 por lo espectral.
Esa luz, que no miente.
Esa luz que se adhiere a su descomponerse,
siendo hiel, siendo nadie,
instantánea como lo perenne
                                                        que la acucia,
siendo asfalto,
hierro, claridad,
                            noche,
                                        transparencia,
suelo apenas, aunque ilimitado, para tanto ser
solo.

Dos puentes. Hielo negro. Luz ebria.
¿Qué ahogados caminarán con él,
tan solos como su sombra,
como su sombrero despeinado,
enraizados en la marea,
en la tierra deshuesada de la marea?
¿Cuántos solos ensolándose, aislados, asolados,
en esta avenida turbulenta de árboles, cuyo único final
es carecer de final, cuya sola misericordia
consiste en persuadir al caminante de su existencia,
aunque nadie sepa que existe;
o en el cielo, cuya negrura resuena en esta tierra,
y escarba en ella, y sangra de sus dedos tenebrosos,
como los pasos que da,
en soledad,
el hombre solo?
                             Por el cielo andan otros hombres
como espigas fugaces, como espinas de aire,
que se suman a la nada
del río y del tiempo
y del yo.
               Solo.
                       Heces de pie, agua de pie,
                                                                          viento de pie,
hombre a cuyos pies acuden los cuervos, y las barcazas, y las botellas vacías,
y el vómito de otros hombres que han estado solos antes que él,
y la estela de cuantos han navegado por este silencio atezado,
pero pies sin hombre,
hombre solo que camina
y muertos que caminan con él,
                                                          lenguas que penetran en cuerpos,
                                                          cosas que penetran en la invisibilidad,
urdimbre de relámpagos que se simplifica en línea.
Solo, ser solo,
                         ser que se sabe
por caminar con sus huecos, por su caer
inmóvil, por su andadura atroz, aledaña al cadáver
del cemento y a la austeridad
de la pagoda, cuyos constructores esculpieron azules
para no sentirse solos en la inmensidad de lo azul.
                                                                                                 Ser cuya soledad es
la de las gaviotas que se bañan en la tiniebla
o la de los ciclistas
que comparten la espesura del vacío,
las olas que lamen la soledad
de las orillas,
                         el limo de tantos incendios
y tantos naufragios
y tantos árboles que palidecen de negrura,
                                                                                   y que caminan,
como caminan los hombres solos.
Hay una sola barca, dos puentes, muchos coches y un hombre,
pero todos están solos,
                                            como el mendigo
cuya coleta es una, cuya mochila es una,
cuya desesperación es una,
que palpa la madera hostil de un banco.
Ese hombre solo, alguien
como otro alguien, alguien
solo, alguien uno y único
y nadie,
              a solas con el viento,
a solas con su hambre y su cólera
y su morir.
                    ¿Hay ahogados en el aire?
¿Se ahoga alguien en el aire?
¿Se ahoga en su propio cuerpo?
La soledad quema, pero ofrece un asa quemante.
La soledad arranca la voz, e infecta los ojos, y deslíe los huesos,
y, cuando ya no queda nada por arrebatar, cuando ha saqueado hasta las sombras
del espacio en que se aloja, se vuelve hacia el hombre,
hacia el hombre solo que la contempla
como a la maldad o la nieve,
y le rinde su esqueleto radiante. Y el hombre
se aferra a él, y en su calavera
reconoce su piel,
el brillo ominoso de su sonrisa.
Luz, luces,
heces:
             indican un camino que conduce hasta donde no hay camino:
                                                                                                          hasta donde el camino se ha
                                                                                                                    [transformado en olvido.
Pero no es ese el que sigue el hombre solo, atenazado por sus pies,
con espasmos sombríos
                                              y vergajazos
de luna súbita,
                             cuyos dientes aman a la vez que despedazan.
Añicos de luna: más luz,
más sombra en los círculos abrasadores
de estar solo.

(Estar solo: no estar).
Alguien, solo,
con su nombre solo,
                                       y algas en los ojos,
y ojos en las entrañas, y luna en la boca,
vagabundo como el vagabundo que ya duerme bajo el edredón de la nada,
individual como la luz agujereada que lo perfila,
venenoso como la oscuridad,
múltiple como los sauces que emborronan, al otro lado del río,
la arquitectura aciaga de la noche,
                                                                   pero solo, uno,
otro, alguien, él, nadie,
yo.

[Nocturno – 9 de septiembre de 2014]

Ángeles se ha encontrado mal todo el día y no hemos podido salir a pasear por la ciudad, como solemos hacer los fines de semana. Tras muchas horas sentado, necesito moverme: me duele desde la raíz del pelo hasta la planta de los pies. Salgo a dar una vuelta por el parque de Battersea. No solemos visitarlo de noche: apenas hay iluminación, salvo en los paseos principales, y no se puede disfrutar del paisaje. Además, en algunas zonas es tan intrincado que, a oscuras, resulta fácil perderse. Quizá hoy, con luna llena, la visibilidad sea mejor, pero prefiero no arriesgarme. Voy, pues, hasta los pies del puente de Alberto, y me dispongo a recorrer la gran avenida fluvial del parque, que se extiende casi un kilómetro hasta el puente siguiente, el de Chelsea. No hay mucha gente. Tampoco la hay de día. En muchos parques de Londres se da esta extraña situación: la de grandes extensiones de terreno, en las que apenas se ve a nadie, mientras que muy cerca, en las calles adyacentes, ruge la marabunta. Enseguida veo pasar por el Támesis los barcos discoteca del fin de semana. Cuando llega el viernes, empiezan a surcar sus aguas, además de los barcos restaurante que lo hacen todos los días, las gabarras bailongas. Son chatas, pero suelen tener dos pisos: en el de arriba, la gente se retuerce al son de estruendos funkies; en el de abajo están el bar y los servicios. Me llama la atención el enjambre intermitente de luces azules y rojas, que impacta en la luminosidad mate de Chelsea y raja la lona de la noche. En el agua se reúnen esos destellos violentos y el reflejo de las farolas y edificios del Embarcadero de Chelsea, al otro lado del río: los primeros son una perturbación; los segundos forman una columnata de luz. Pero tanto unos como otros aparecen enhebrados por los coches que pasan: son solo puntos fugaces, pero todos juntos conforman un hilo de lumbre que los ensarta sin pausa. No es difícil imaginar por qué este paisaje cautivó a Whistler o a Turner: la luz reblandecida, las formas oscuramente transparentes, la quietud salpicada de perturbaciones diamantinas. El río está bajo hoy: a ambos lados, una pulpa de limo y piedras configura una playa inhóspita. Cuando los barcos pasan, las olas que levantan —sin espuma: un remedo domesticado de las olas marinas— mueren austeramente en esos lomos de barro. El parque de Battersea, una espesura negra, aparece cubierto por una malla de luces: los dos puentes, engalanados por miles de voltios; la tiesura eléctrica de las farolas y la fijeza circulante de los faros de los coches; los barcos y su destellar; la iluminación de los trenes que vienen del sur hasta la estación de Victoria y que cruzan el Támesis con estrépito rectilíneo; las luces de los aviones que no dejan de sobrevolarnos; las de las bicicletas que no dejan de circular; las de los aparatos que llevan los corredores que no dejan de pasar, y que miden el ritmo cardiaco, los niveles de glucosa, la distancia recorrida. Todo es tiniebla aquí, pero la claridad se esfuerza por emerger: oscuridad rasguñada por la luz. Llego, por fin, al puente de Chelsea, y me sitúo debajo de él. Hay un pasadizo que conecta los tramos del Camino del Támesis a ambos lados de la construcción. Su inmensa mole me cubre como otro cielo, y yo observo las pequeñeces que la componen: clavos, cables, remaches, barras. Cambiar la perspectiva de lo que vemos es cambiar lo que vemos, y también cambiarnos a nosotros mismos. El puente me parece algo mucho más carnal desde abajo, más vulnerable, casi íntimo. Cuando lo estoy contemplando, pasa otro barco-boîte, cuyo estrépito amplifican sus pilares metálicos. Deshago el camino y vuelvo al Puento de Alberto. Cuando alcanzo la Pagoda de la Paz, a mitad del trayecto, me cruzo con un mendigo viejo, rubio, menudo, con coleta y mochila, que comprueba el estado de un banco, o quizá si está mojado: es está preparando la cama. No es un indigente espectacular: parece, más bien, un trotamundos. Aún no tiene la ropa hecha jirones, ni arrastra una bolsa enorme con sus tristes enseres, ni los pies. Las madrugadas refrescan ya, pero todavía no es una temeridad dormir al raso. Dentro de algunas semanas, sin embargo, empezará el infierno invernal, y yo me preguntaré, otra vez, cómo sobreviven los sintecho a la intemperie. El frío, en lo más duro de enero, es aquí insoportable. Sigo caminando, y disfruto del sonido casi broncíneo de mis pisadas en la piedra. Paso junto a una pareja, apoyada en la baranda de piedra del paseo, que se masajea con fervor: prologan (o prolongan) el coito. Admiro la delicadeza y, a la vez, el vigor con el que las lenguas se anudan, y exploran las bocas, por dentro y por fuera. Me cruzo también con una pareja de españoles: uno lleva el brazo por encima del hombro del otro. Hablan con admiración de lo que ven. Cuando llego a Alberto, dejo el paseo central y enfilo el camino que me llega hasta casa, y que discurre por entre plátanos centenarios. Reparo otra vez en la luna llena, que, tapiada hasta ahora, se asoma por fin a un balcón de nubes: sus hilachas la acenefan, como un medallón, y el satélite brilla con un fulgor satinado. Salgo ya del parque; poco antes, en uno de los quioscos que dan descanso al caminante, he visto a un grupo de jóvenes negros decir mucho fuck y urdir esas cosas que urde un grupo de jóvenes negros, en un parque de Londres, a las diez de la noche. La panda olía a ganja y alcohol. No se han fijado en mí.