JOSÉ PEDRO CROFT
Sin título 2013
Aguatinta y aguafuerte
CARLOS ALCORTA
TORRELAVEGA, 1959
SIETE POEMAS
TREINTA AÑOS
Un día como éste, también ventoso
y húmedo, cuando apenas faltaban unas horas
interminables para embarcar rumbo
a la península y era el uniforme
militar, restituido ya al celoso furriel,
una endeble armadura
que soportó las encolerizadas
órdenes del sargento de semana;
un doce de febrero, por la tarde,
de hace ya treinta años organizaba
mi equipaje y decía adiós al campo
de instrucción, a los gritos del oficial
al mando –Joseph Roth las describió
en Puesto de vigía como “amargas
vejaciones”– y al mal olor acuartelado
en el cuerpo de guardia, persuadido
de que finalizaba una etapa superflua
de mi vida. Tricornios, metralletas,
intimidantes ráfagas de fuego amotinado
dentro del hemiciclo me sorprenden
varios días después mientras reparo
algunos desperfectos en mi casa,
meticulosamente. Vuelve el tiempo
de la espada y la cruz. Los generales
pretenden convertir la faz de España
en un cuartel inmenso sometido
a sus delirios. Tengo frío, el miedo
no me deja pensar con claridad.
Mis ojos no se apartan
de la pantalla del televisor.
Pasé la noche en vela hasta que supe
que habían fracasado. No podía
imaginar entonces que también la incipiente
condición de poeta que estrenaba
me imponía responsabilidades
futuras en el curso de la historia
y en mi propia manera de entenderla.
cimex lectularius
Notaste atolondrados movimientos
de origen animal aventurándose
por tus piernas, sagaces, obsesivos
igual que esa manada
de jadeantes felinos despiadados
atravesando la sabana ambigua
que viste en un documental nocturno.
Tus dedos rastrearon el centro del picor
sin encontrar a los parásitos.
que pugnaban por su supervivencia.
Aparecieron manchas regulares,
espantosas, púrpuras en su cumbre,
como un volcán a punto de estallar.
Inspeccionaste con ahínco el campo
de operaciones. Cuerpos incansables
ocultos en las fibras capilares
ejecutan impunemente el plan
previsto sin que puedas hacer nada.
No diste importancia a las picaduras
y te burlaste de ese insecto esquivo,
al que aún no ponías nombre, que la pasada
noche se alimentó
de tu sangre doliente. Temías iniciar
una disputa y te esforzaste
por ver las cosas de la misma forma
que ella las percibía, con la extraña
sensación de que formular alguna
queja a los empleados del hotel
quebrantaba su estricto sentido del ridículo,
algo que no podía permitir,
como no permitía a su memoria
recordar circunstancias del pasado
humillantes que, incluso a pesar suyo
–igual que si se personalizaran
en castradas figuras de piedra antropomórficas–
reprimían los actos del futuro.
Ya intuía sin duda, gracias a su naturaleza
precavida, a su exacerbado
solipsismo que no conviene decir toda
la verdad. Desahogarse no acredita
que podamos vivir en paz con nuestros
demonios, ni con los ajenos.
white horse beach
Ensombrece la luz solar un brusco
movimiento de nubes
escalonadas que apuntalan
a un lugar fijado mi pensamiento,
distraído hasta entonces en relampagueantes
charcos desperdigados por la arena
galopando hacia el mar en tersos hilos
de agua accidentalmente recordados
en el momento en el que escribo,
porque un poema es una convención,
en él la realidad se reconoce
a sí misma. Envueltos en la toalla
se apiñan latas de cerveza, frascos
de loción hidratante, antiguos fuegos
debilitados por el desafecto
cotidiano que he acarreado dentro
del equipaje miles de kilómetros
ignorándolo, como si fuera ese parásito
intestinal que no consigo
exterminar. Mientras recojo piedras
deslavadas y conchas de moluscos
enmarañadas por el oleaje
en el argazo y mi hijo selecciona
emocionado las de irisaciones
más atrayentes me detengo ajeno
al paisaje, añorando otro momento
al otro lado del océano.
No dejo de pensar en que tenemos
cada uno una manera de expresarnos,
pero es en el silencio donde nacen
nuestras contradicciones más perversas.
La indiferencia no es la bienvenida
que esperaba. ¿Será este tu modo
de aferrarte a un pasado familiar
indebidamente mitificado
o la sutil manera de romper
ese tenue eslabón en la cadena
imaginaria que te ata a mi vida?
our day will come
Qué indescifrable asociación conduce
al pensamiento a vislumbrar en pinos
y eucaliptos mecidos por el viento,
bañados por los últimos destellos
de un sol ya moribundo los mosaicos
del sepulcro de Galla Placidia.
Sin duda, desde que a mediados
de octubre visité el lugar fraguaba
íntimamente algunas consecuencias
irrefutables que se acomodaran
a los convenios de la realidad.
Pensaba que a cualquiera le ocurría lo mismo.
Aun así, no encuentro esas palabras
–ni recurriendo a analogías
o metáforas–, justas, oportunas
que capten el sentido de dicha interferencia,
se escapan a mi voluntad como ángeles
amotinados.
Está mudo el lenguaje, porque el entendimiento
trata de ser neutral y no comprometerse.
Son espectros amigos los que rompen
las fronteras entre el espacio y el tiempo.
Sus ojos ven con claridad
lo que para los míos son ambiguas
alteraciones, fruto de un enamoramiento
circunstancial, que intuyo pasajero.
san zeno maggiore
Era casi de noche. Lloviznaba
la última vez que estuve en esta plaza
mientras porfiados reflectores
percutían sobre la fachada
de la basílica abrillantando
impunemente un toldo pintado, un trampantojo.
Como un gato, en lo oscuro construyeron
los ojos un precario armazón para el pensamiento.
Ennoblece hoy el declinante sol
columnas, arcos, toba, el mármol rosa
de pilastras y leones, aunque su potestad
no alcanza los rincones de la explanada más sombríos,
en donde permanece
indiferente la resbaladiza
escarcha de la noche precedente.
El agnóstico nada más observa,
aún no saca conclusiones.
La iglesia está vacía. En un pequeño
locutorio, lacrado como un confesionario,
dormita el vigilante que me vende
la entrada. Casi a tientas desciendo hacia la cripta
donde Romeo desposó a Julieta
—la luz debilitada de los candelabros llameantes
crea junto a los ventanales
un mundo fantasmal, de evanescentes
apariencias, igual que si fueran actores
de cine, despojados de formas absolutas—
subo y bajo peldaños, me demoro,
como si obedeciera un precepto
que no acierto a representar
ni aun cuando escribo, en un rellano
no consagrado a la oración. No es un ofrecimiento
divino o el despertar de una conciencia
religiosa lo que me inmoviliza,
sino el humano dios del arte que convierte
en prodigioso un acto cotidiano,
el peso de una lágrima, el color
cárdeno de la capa, el ligero arco levitante.
Me postro en el reclinatorio
como quien cumple una promesa,
hasta que me duelen las rodillas,
hasta que la circulación sanguínea
se paraliza y punzan en la blanda
piel mil cristales rotos, rasgándola,
como cuando pretendes
paliar la sed bebiendo agua muy fría.
Un mudo habla de nuevo, recobra el ciego el don
de la vista. Suplican mis sentidos.
¿Es ahora el futuro del pasado?
¿Soy en este instante el niño
que fui después? ¿Es más grande el vacío
al recordarlo que antes, mientras lo percibía
o quizá la escritura resucita
otros sentidos que ignoraba
poseer? Asciendo hasta el altar despacio.
No deseo romper este silencio
místico, similar al que prolonga
el orgasmo. Examino el perímetro.
Hago cientos de fotos. Descompongo
el conjunto. Enmascaro mis creencias. No me mueve
fe alguna porque veo en lo pintado
más que fervor, idolatría, angustia
de vivir, servidumbres hereditarias, nada
que proporcione libertad al siervo
ante el destino. Desde lo más íntimo
de mi ser veo a ese hombre que aún quiere
encarnarse en un héroe abrumado
por un amor furtivo que parte hacia la guerra,
un Ivanhoe real, acerados
mis sueños, más letales que su espada.
Entre mi mundo y el suyo no hay paz
posible. Son los muros de la incuria,
sutiles, invisibles los que logran
distanciarnos. Existen maneras de morir
tan crueles como hacerlo de frío y hambre.
lugares del mundo
que se eleva unos metros en la margen derecha,
sobre la carretera nacional
que culebreando asciende desde el mar
hasta los páramos de la meseta.
Es preciso girar noventa grados,
cruzar un puente, abrir una cancela.
Sí, conduzco deprisa, mi destino
es el tiempo que resto a la hora de llegada,
por eso siempre aplazo la visita
para alguna ocasión que nunca llega.
Abuso de su paciencia. Sus piedras milenarias
me miran en silencio. Se conocen
a sí mismas y saben el poder de su imán,
de su apostólica aura de misterio
que a mí no me conmueve, aunque sé que conmueve
a otros, más convencidos, que denominan fe
a lo que llamo yo superstición.
Pienso que tengo tiempo, todo el tiempo del mundo,
pero el tiempo no existe, el pasado no existe,
mi ayer y mi mañana no existieron
y no sé si fue vida o no fue vida
lo que he vivido.
Lo más cercano, mi ciudad, mi barrio,
el día a día ahora me resulta
más extraño que un templo
dórico o unas pinturas megalíticas.
Ignoro los alrededores, aunque
sepa identificar por su silueta algunos
edificios de Nueva York –ojeados
vertiginosamente en unas vacaciones–,
que tanta relación guardan, a mí
modo de ver, con el humilde maestro
Bach. Escuchar su música, escribió
Goethe, es como asistir a la creación del mundo.
Me ocurre a veces algo parecido
estando inmóvil, casi adormilado,
después de una celebración, afuera,
cuando veo tendido bajo el sol
primaveral su cuerpo desnudo. Mi pereza
y ese desinterés por lo inmediato
–la costumbre y un presumible salto
a las aguas del sueño, donde ya se zambulle
como si yo estuviera muy lejos, encerrada
en la festiva cárcel de un nuevo corazón
acrecientan irremediablemente
el desconcierto, el fuego del vacío–
me impide ser testigo del fulgor que se oculta
en las profundidades de la piel, un fulgor
incomprendido si lo advierto previamente.
Sólo tengo ojos para aquellas que me ignoran,
aunque jamás he sido sistemático
y la perseverancia no es mi fuerte.
Vértigo o insolación, sumas o restas
me producen indiferencia. Soy
un ser contradictorio, me ilumina
la oscuridad. Historia y mito se confunden
con el vaivén del cuerpo prohibido,
con el pulso de lo que malgasté
sin saberlo, que tuve en las manos, a tiro
de piedra, como a un pájaro confiado.
Estoy hablando de cómo un hombre solo
se ve a sí mismo sólo como un hombre.
marsupial
Si me preguntas por algún detalle
significativo que añadir al caso,
como el color de la bandera
de prevención o cuántas gaviotas merodean
sobre los restos de comida inmunda
alrededor del chiringuito;
si deseas saber la envergadura
de las olas, la intensidad del viento
que las agita o si a esas horas
los automovilistas encontraban
problemas para estacionar el coche,
no sería capaz de precisarlo
con certeza. Esta variedad de amnesia
frívola y discriminatoria
que me afecta intimida mi espontánea
disposición mental a responderte
y refuerza mis torturantes
sensaciones de decrepitud física.
Lo veo todo gris, desenfocado.
Hay una especie de mancha lechosa en mi memoria,
selecciona recuerdos en virtud
de leyes imposibles de probar.
A la distancia a la que me encontraba
no era fácil diferenciar su sexo.
Bajo el chorro gélido de la ducha,
junto a los deslizantes escalones
que mueren en la playa,
su complexión desnuda no exhibía
una belleza conventual de virgen
o santa, en contra de lo que insinuaba
la elevación de su mirada. Gestos
y formas me inclinaron a pensar
que era una maniquí o una valquiria nórdica,
de aquellas que conservan su espléndida figura
hasta bien entrada la madurez.
Tal vez, debido a eso que algunos llaman
“el poder de atracción de los opuestos”,
se desencadenara este paralelismo mitológico,
porque cualquier intervención quirúrgica
que erradique la neoplasia deja
cicatrices externas, crueles mutilaciones
no sólo psíquicas
que convierten al cuerpo antes esbelto
en un ser inarmónico y débil, consagrada
la magia de su rostro a un fin más ambicioso,
salvaguardar la integridad moral,
a pesar de la salud tan quebradiza.
Sólo a medias confío en Epicuro.
Parasitando sus ideas
exploro únicamente
la parte lúdica de la existencia,
la menos despiadada, tal vez la más efímera.
Pero también en el dolor se esconde
placer, si no lo tratas como un temor foráneo.
En el mejoramiento, aun transitorio,
florecen los deseos, las tercas esperanzas.
Para un enfermo ya desahuciado
vivir un día más es ganar tiempo.
Una manera de percibir el éxtasis.