Antonio Rivero Machina

Fundación Ortega MuñozPoesía, S10

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ANTONIO RIVERO MACHINA

NACER EN OTRO SIGLO. UNA GENERACIÓN POÉTICA

INTRODUCCIÓN A LA JOVEN POESÍA ESPAÑOLA (EN CASTELLANO) EN LA ÚLTIMA DÉCADA

Pienso en cómo plantear una panorámica de la joven poesía española que no sea demasiado inexacta o in- justa. La cosa impone. Se me vienen en seguida a la mente, sin poder evitarlo, varias disculpas. Trato de esquivarlas, de resistirme a ellas, de ignorarlas y proceder sin más a explicar mi visión del asunto, mi lectura personal del nuevo panorama poético aún en emergencia, pero claudico. Comiencen, pues, las disculpas, las venias y la petición de benevolencias. He de pedir disculpas, en primer lugar, por hacer esta antología y no otra. Cualquier otra. Porque seleccionar es dejar fuera, todos lo sabemos. Pido disculpas por no incluir a tanto bueno poeta. Me consuela, claro, la solidez y representatividad de todos los seleccionados, pero no basta. Se ha de pedir disculpas, también, por hablar a estas alturas de generaciones, porque sí, yo me atrevo, aquí y ahora, a llamar generación poética a una generación poética, y aun de ponerle un nombre. Imagino, supongo, sospecho, que también habrá —hay gente para todo— a quien deba pedir disculpas por no hablar de esa poesía desechable —o reciclable tal vez— que pulula por cientos de miles de perfiles de redes sociales hoy muy de moda, masivas incluso —mañana, ¿quién sabe?—. Quien quiera acercarse al subgénero que lea el ensayo de Martín Rodríguez-Gaona La lira de las masas (Páginas de espuma, 2019), el más completo hasta la fecha. Se trata de un fenómeno editorial y mercadotécnico notable, sin duda. Su relación con la literatura, en cambio, es tangencial, a veces anecdótica —mañana, cuando los encontremos plenamente asentados como jurado en premios literarios otrora respetables, o en ciertas instituciones político-culturales, ¿quién sabe?—. Debo pedir disculpas, finalmente, por pedir tantas disculpas, como si no fuera evidente que soy tan juez como parte y que he de andar, con toda seguridad, errado en mi diagnóstico.
      Vamos a delimitar, si os parece, nuestro objeto de análisis: la joven o la nueva poesía española en castellano de los últimos años. ¿Joven o nueva? Nos enfrentamos a dos adjetivos que en historia de la literatura se equiparan por inercia, aunque no debe hacerse tan rápida la cuenta —cuando Villalón publicó con 46 años su primer poemario, Andalucía la Baja, sincronizándose con los poetas del Veintisiete, ¿era poesía joven o nueva?—. Sea, en todo caso. De los últimos años. ¿Cuántos años? ¿Cuándo se deja de ser una novedad? ¿Y joven? ¿Cuándo se deja de ser joven como poeta? Una cifra convencional eran los 35 años, límite de muchos premios literarios de «poesía joven», pero otras convocatorias lo han rebajado a los 30 años y aun a las 25 primaveras. Aquí, en cambio, nos hemos ido a los 40 años, entre otras cosas porque la referencia de este panorama no es, estrictamente, el 2020 como foto fija, sino «los últimos años». Poesía española, eso sí, pero en castellano, claro, porque no debemos olvidar nunca —lo hacemos a menudo— que este país llamado España comprende varias literaturas, y aún más si ampliamos el foco a lo ibérico, como se propone, felizmente, en este especial de Suroeste.
     
Simplifiquemos. Lo que aquí nos ocupa y nos preocupa es tratar de definir los perfiles, autores, tendencias y marco de referencias de una generación poética —generación, sí— que tiene unos límites cronológicos claros, y que aquí se aplican. Hablamos de autores nacidos entre 1980 y 2000 y que, a su vez, han publicado su primer poemario entre 2000 y 2020. Creo que es hora ya de cerrar el chiringuito. Estos son los límites de la generación. Y seamos tajantes, al menos provisionalmente. Ya veremos si alguien se nos ha quedado fuera más adelante. Porque esto no es más que un ejercicio crítico, académico, y no pretende ser otra cosa. Quiero decir que cuando hablo de «generación poética», o «literaria», empleo la categoría porque sé que no es precisa, ni infalible, ni indiscutible. Ni falta que hace. Creo —después de dedicar casi un tercio de mi tesis doctoral a tratar de comprender los límites del concepto, de ir mucho más allá de la manida cita a Petersen, uno más entre los muchos teóricos del método, y no el más lúcido pre- cisamente— que la idea de generación literaria es, a cambio de sus múltiples defectos, útil. Sobre todo si no pedimos peras al olmo, si asumimos sus injusticias y limitaciones, su provisionalidad, su condición de punto de partida y no de destino. Aquí, en aras de la utilidad, y no de la verdad absoluta, se convoca el término. Bien, hagámoslo pues. Vamos a decir que existe una generación poética que se define por haber nacido en un rango temporal entre 1980 y el año 2000. Pongámosle luego como requisito haber emergido editorialmente en las dos primeras décadas del siglo XXI, entre el 2000 y 2020. Hecho.
      Si acudimos a los parámetros propuestos por la sociología, nos toparemos con que a los nacidos por estos años se nos denomina como la millennial generation o «generación del milenio». El término presenta, desde luego, sus aristas, sin duda controvertidas. Por una parte, el término milenial se nos revela hoy muy manoseado por la prensa y por el lenguaje coloquial. A menudo se emplea por las generaciones precedentes de un modo despectivo y con frecuencia se extiende a los nacidos más allá del 2000, tal vez por ser estos, en puridad, los engendrados en un milenio diferente al del resto —lo que no es poca cosa, en términos simbólicos—. Conviene sin embargo diferenciar con claridad a la «generación del milenio» de la subsiguiente, la nacida entre el año 2000 y el 2020, los llamados «nativos digitales» o «generación táctil». Aunque tampoco hay por qué volverse locos. Cualquier término o categoría debe entenderse siempre como lo que es, una mera convención, una mentira piadosa.
      Pero nos guste o no el término —yo aún no lo he decidido, sinceramente— los nacidos entre 1980 y 2000 somos esos millennials o milénicos —así nos llaman, por lo visto—, de tal manera que así nos definimos y nos diferenciamos de los nacidos antes de 1980, pero también de los nacidos en el nuevo siglo. Hasta aquí, imagino, el consenso. ¿Pero es posible aplicar esta categoría generacional a la literatura? Yo voy a apostar aquí, alto y claro, por el sí. ¿Por qué hablar de poesía milénica o de una «generación poética del milenio»? Pues por las mismas razones por las que podríamos no hacerlo, porque, recordemos, esto no es más que un ejercicio crítico, pura academia. Me hago cargo de que la prensa periódica más superficial —y hablo de reportajes publicados en El País, ABC o El Mundo— ya han empleado el concepto de «poesía milenial» para aquellos poetas de ínfima calidad literaria que triunfan de forma masiva en redes sociales, y que eso puede ponernos en guardia ante el término. Sin embargo, este uso del concepto milenial encarna, precisamente, esa falaz devaluación, o menosprecio, de nuestra generación —en este caso poética— a la que antes me refería. No sería mala cosa contradecirles. Entiendo, igualmente, que lo de «generación poética del milenio» no podría sonar más rimbombante. Suena tan grande que podría empequeñecernos, desde luego. ¿Pero cuántas veces podemos hablar de un cambio de milenio? ¿Por qué no aprovecharnos? Bromas —o no— aparte, creo que, más allá de la coincidencia cronológica, lo del cambio de milenio, o de siglo, podría ser el elemento estructural y transversal de esta generación. Esta idea ya subyacía en el título que Miguel Floriano y yo mismo le dimos a nuestra antología Nacer en otro tiempo (Renacimiento, 2016), donde reunimos a veintiocho voces emergentes. Originalmente yo propuse el título de Nacer en otro siglo, aunque finalmente acordamos el título que terminó por ser definitivo. Nos parecía que la idea de nacer en un siglo y comenzar a escribir —o publicar— en otro podía ser un elemento definitorio y transversal al grupo de poetas allí recogidos. Y añado. Creo que para muchos de nosotros los años 90 constituyen, en cierto modo, nuestro primer marco de referencias, algo que, como el primer amor, nunca se olvida. Rainer Maria Rilke, santo patrón de los poetas jóvenes, dijo aquello de que la patria es la infancia. Según esto, nuestra patria es el siglo XX. Sus postrimerías, de acuerdo, pero siglo XX en todo caso. Muchos no recordamos la caída del muro de Berlín, pero todos crecimos entre sus escombros. Todos, o casi, recordamos la caída de las Torres Gemelas, y ahí se nos terminó la infancia y el siglo. Estas últimas afirmaciones son mías, desde luego, y pueden ser muy discutibles. Sin embargo, me parece revelador la presencia de este marco de referencias en muchos, muchos, de los poetas milénicos. Cuando Luna Miguel convocó a un nutrido grupo de poetas para participar en Serial (El Gaviero, 2014), una antología de poemas motivados por distintas series de la televisión, muchos de ellos eran milénicos y muchos de ellos —algunos recogidos en nuestra selección como Unai Velasco o Berta García Faet— evocaron series como Los vigilantes de la playa o Punky Brewster. Quien quiera ver en estas elecciones meras referencias culturales, meros guiños o un empleo impostado de la cultura de masas para darse un tono posmoderno, se equivoca. La presencia del sistema de valores de los noventa —la falacia del «fin de la Historia» de Fukuyama prometiendo el paraíso en la tierra para los de nuestra generación— va más allá de la nota folclórica. En cierto modo porque esa patria perdida que es la infancia nos definió a la hora de encarar la vida adulta, la cual se nos vino encima de golpe, al calor, preci- samente, de la crisis financiera del 2008 y de la Gran Recesión. ¿Cuántas veces hemos leído que nuestra generación es una generación sobrecualificada? Acaso el término «sobrecualificado» esconda un sutil oxímoron que justifica un fraude. Tal vez. En verdad, nosotros somos la generación de los másteres y los doctorados, de los estudios y las estancias de investigación en universidades extranjeras, del exilio laboral y la precariedad políglota. La generación de la comida a domicilio, la ropa a domicilio, los libros a domicilio y el sexo a domicilio, de los falsos autónomos, del empleo o la promoción académica a toda costa, la generación que creyó triunfar renunciando, sin darle la menor importancia, a derechos laborales básicos. Todo a cambio de una modernidad deslumbrante, consabida y vacía. Pues esto es. Somos poetas entre dos siglos. Nos criaron en el XX pero salimos a ganarnos el pan y el sitio en el XXI, y nada es hoy como nos prometieron. Esta es una idea fija en muchos compañeros de generación. Dos libros con gran suceso crítico en este último año, Los días hábiles (Hiperión, 2019) de Carlos Catena Cózar y Las niñas siempre dicen la verdad (Hiperión, 2018) de Rosa Berbel son dos muestras claras de lo que vengo afirmando. Yo mismo, en Podría ser peor (Hiperión, 2013) y Contrafacta (La Isla de Siltolá, 2015), tenté mis aproximaciones al asunto. Es aquello que Ben Clark definió con claridad en su poema «Hijos de la bonanza», inserto en Los hijos de los hijos de la ira (Hiperión, 2006), lema casi generacional que ha mantenido su vigencia todos estos años y que hace solo unos meses reapareció en el título de otro poemario premiado con el Hiperión, en este caso de una autora nacida en 1997 —trece años más joven que Clark— como Rocío Acebal. Por eso, más allá de ciertos títulos donde la idea de la que hablo pueda aparecer de una forma más o menos explícita —luego se citarán unos cuantos más—, creo que el desengaño de toda la generación recorre de manera subterránea y transversal a todos sus poetas, más allá de sus opciones estéticas o discursivas.
      Convengamos, en todo caso, en que esta propuesta de una «generación poética del milenio» es solo eso, una propuesta. Trato apenas de trazar elementos transversales que puedan comprender las distintas propuestas poéticas y estéticas presentadas por la aún hoy joven poesía española. Porque yo, personalmente, ya estoy cansado de que, desde los novísimos tal vez, nos andemos excusando en la heterogeneidad estética y en la «diversidad de tendencias actuales» para no hacer historia de la literatura. Porque asumámoslo de una vez por todas: la historia de la literatura es una cosa, y la literatura es otra. Y a veces muy distinta. ¿O acaso no se sigue despachando la poesía de los años cuarenta como una pugna entre «espadañistas» y «garcilasistas», obviando a poetas colosales como Miguel Labor- deta o José Luis Hidalgo, por decir solo dos nombres? No pretendo hacer tal cosa, desde luego, pero me temo que historiografía y reduccionismo a menudo se dan la mano. Sea, pero no sin luchar. Intentaré ofrecer un panorama complejo para definir mi idea de una «generación poética del milenio» pues creo, tal vez me equivoque, que no por ser una generación heterogénea en sus soluciones discursivas deja de ofrecer unos perfiles comunes.
      Vayamos a lo externo. Si nos fijamos bien, encontraremos a estos poetas reunidos en torno a una serie de colec- ciones editoriales, revistas poéticas y antologías comunes. Comunes pero no exclusivas, la mayor parte de las veces. Uno de los puntos de encuentro más claros continúan siendo los premios de poesía joven. Ideados como plataforma de lanzamiento para noveles o principiantes, son también un elemento vertebrador de genealogías, lecturas mutuas y nóminas provisionales. En este sentido, la nueva generación ha mantenido en vigor premios ya veteranos como el Adonáis, el Loewe joven o el Hiperión, manifestando con ello una voluntad de engarce con las generaciones prece- dentes. Igualmente, han surgido otros premios de gran importancia para nuestra generación poética como el Emilio Prados, el Radio Nacional de España, el Antonio Carvajal, el Gloria Fuertes, el Félix Grande o el Pablo García Baena. Si nos fijamos en las editoriales que están detrás de estas convocatorias, observamos de nuevo la voluntad de engarce o inclusión con el canon poético de las generaciones precedentes. Los poetas milénicos han mirado, en estas dos primeras décadas del siglo, hacia editoriales como Hiperión, Pre-textos o Visor. En buena medida por ser los sellos en los que nos hemos iniciado como lectores de poesía. El marco de referencias y lecturas, en todo caso, se desborda más allá de estos sellos, por supuesto. A otros sellos creados a finales del pasado siglo como Renaci- miento, Calambur o Tusquets, por decir tres de los más señeros, se han sumado editoriales fundadas ya en el nuevo siglo como Vaso Roto, Bartleby o La Isla de Siltolá. Ahora bien, todos estos sellos se encuentran bajo la dirección de editores pertenecientes a generaciones anteriores. Hablamos, pues, de editoriales de integración intergeneracional. Pero, ¿hay colecciones o editoriales comandadas por milénicos? Claro, era inevitable. Tal vez la más notable sea hoy La Bella Varsovia, con Elena Medel al frente. Pueden citarse otros sellos capitales, desde luego, como Ultramarinos, a cargo de Unai Velasco, Julia Echevarría y Víctor Balcells Matas; o la muy interesante propuesta de RIL Editores, editorial chilena «importada» a España por Francisco José Najarro. Hay más, claro, pero basten estos ejemplos. Algo similar podría decirse de las revistas poéticas, pues si la nueva generación se ha aproximado a revistas en manos de generaciones precedentes como la sevillana Estación poesía —dirigida por Antonio Rivero Taravillo— o la ovetense Clarín —dirigida por José Luis García Martín—, también ha creado sus propias cabeceras, digitales e impresas, como las revistas Anáfora —dirigida por Pablo Núñez y Cristian D. López—, Oculta Lit —dirigida por Diego Álvarez Miguel—, El Cuaderno —dirigida por Pablo Batalla Cueto— o Heterónima —dirigida por un servidor—. Revistas culturales o literarias creadas por la nueva generación pero no para la nueva generación pues en ellas, de nuevo, queda patente la voluntad de engarce con las generaciones anteriores. Hay más, pero sirvan estas, de nuevo, como ejemplo. Por último, en cuanto a las antologías generacionales publicadas, bastará con remitir a las dos que más impacto han tenido hasta la fecha, y compruébese en ellas las nóminas seleccionadas. Me refiero a la ya citada Nacer en otro tiempo (Renacimiento, 2016) y Re-generación (Valparaíso, 2016). Hay más, pero lo dicho.
      Este panorama externo nos lleva a observar una cierta dispersión geográfica, hecho notable que contrasta con los usos y costumbres de generaciones anteriores. En esto —aquí sí— tiene una enorme importancia la presencia de internet y de las llamadas redes sociales como elemento de comunicación, exploración, intercambio y coordinación. En muchas ocasiones, los poetas milénicos se escriben, se invitan a sus revistas, comparten manuscritos, coordinan antologías o se dan un «me gusta» a sus publicaciones en Facebook sin haberse conocido nunca personalmente. Esto permite que un poeta residente en Santa Cruz de Tenerife, en Murcia, en Teruel o en Bruselas pueda participar en el joven parnaso nacional sin tener que cambiar de residencia. Esto es algo absolutamente novedoso, si se mira bien la historia literaria anterior. Es cierto que Madrid y Barcelona no han perdido su capacidad de atracción y concen- tración cultural, y muchos poetas acaban recalando en estas ciudades. También es cierto que las presentaciones de libros, las ferias y las lecturas conjuntas siguen siendo —por suerte— el espacio de encuentro físico que siempre han sido, y que ciertos festivales como Ucopoética o el FIP de Granada están demostrando cumplir un importantísimo papel catalizador. Es cierto, igualmente, que pueden detectarse algunos epicentros de acción, determinantes para la nueva generación, como el triángulo Córdoba-Granada-Málaga o como Asturias. En este último caso, el número de publicaciones y autores es desde luego notable, empezando por el núcleo de los «patarrealistas» —Diego Álvarez Miguel, Xaime Martínez, Miguel Floriano o Rodrigo Olay— y siguiendo por otros nombres como Laura Casielles, Mario Vega, Sofía Castañón, Sergio C. Fanjul o Rocío Acebal. No creo que pueda hablarse, en todo caso, de grupos o escuelas regionales como se ha hecho hasta ahora. Nada de «escuelas» de Barcelona o de Astorga, de la escuela de Sevilla o la de Salamanca. Las filiaciones estéticas, editoriales o personales, internet mediante, ya no operan en el ámbito territorial.
      Las direcciones o soluciones —discursivas y estéticas— de la generación son, igualmente, difusas. Podría esta- blecerse un primer grupo, tal vez el más nutrido, donde lo testimonial soporta la mayor parte del peso discursivo. Lo testimonial es, efectivamente, uno de los grandes ejes vertebradores de la poesía española contemporánea. Algo que se remonta —más allá de la exitosa capitalización realizada en los años 80 por Luis García Montero y sus allegados— a la poesía surgida tras la Guerra Civil española, tanto en el interior como en el exilio. Poetas como José Hierro, Ángel González, Jaime Gil de Biedma o Blas de Otero nos pusieron tras la pista y situaron al poeta, de nuevo, en el epicentro del discurso lírico. Hablamos de una poesía testimonial en sentido amplio, por supuesto. Un testimonio que puede pivotar desde el egocentrismo romántico al nosotros de la poesía social. Este dominio de lo testimonial sigue hoy, efectivamente, muy vigente. No en vano, el retrato del desengaño generacional del que antes hablamos para bautizar a la nueva generación tendría su reflejo más directo en esta poesía testimonial. Lo testimo- nial, en todo caso, es una opción discursiva, no ideológica. Tampoco estética. Hay quien emplea su testimonio para volcar una experiencia personal que, por individual y propia, quiere ser extrapolable al prójimo. Otros acercan en mayor o menor grado su testimonio al territorio de lo común, de lo social e incluso de lo político. En lo testimonial caben, en definitiva, muchos nombres. Creo que un representante claro de esta poesía es Ben Clark (Ibiza, 1984), autor de una sólida trayectoria jalonada de premios y reconocimientos. Su poesía, de sintaxis sencilla y eficaz en su resolución, aborda la reflexión vital partiendo de lo cotidiano. Los hijos de los hijos de la ira (Hiperión, 2006), La Fiera (Sloper, 2014) o La policía celeste (Visor, 2018) son algunos de sus títulos. A menudo lo testimonial se traduce en un intento por comprender el mundo —propio y ajeno— fundamentado en el viaje, entendido este como una herramienta trascendente de conocimiento. Es esta, tal vez, la generación que, siendo aún joven, más ha viajado de la historia. Si observamos sus biografías encontraremos muchos meses de lectorados, estancias de investigación o años de estudio en el extranjero. La observación del mundo más allá de nuestras fronteras como herramienta de autoconocimiento es elemental, efectivamente, en algunos poetas como Emily Roberts (Ávila, 1991), Pablo Fidalgo Lareo (Vigo, 1984), autor de libros de gran interés como La educación física (Pre-textos, 2010), o Martha Asunción Alonso (Madrid, 1986). Muy premiada ha sido la trayectoria poética de esta última, con títulos como Balkánica (Torremozas, 2018), Wendy (Pre-Textos, 2015), La soledad criolla (Rialp, 2013) o Detener la primavera (Hiperión, 2011). En el ámbito de lo testimonial, desde luego, debemos situar también la emergencia, con una fuerza nueva, de un sujeto lírico marcadamente femenino, enunciado, alto y claro, en primera persona. La genealogía reciente de esta voz femenina es sin duda fecunda, desde Carmen Conde a Wislawa Szymbroska, pasando por tantas y tantas poetas. Martha Asunción Alonso es un buen ejemplo de ello, como también lo son Elena Medel con Mi primer bikini (DVD, 2002), Tara (DVD, 2006) o Chatterton (Visor, 2014) y Rosa Berbel con Las niñas siempre dicen la verdad (Hiperión, 2018). Igualmente, parten de lo testimonial voces que ahondan en la condición personal de cada autor, como la marginalidad, la condición de extranjero o la homosexualidad, o realidades más específicas como el ámbito queer, caso de Ángelo Néstore (Lecce, 1986) con Actos impuros (Hiperión, 2017) y Hágase mi voluntad (Pre-textos, 2020). Junto al reflejo de determinadas particularidades —o colectividades, mejor dicho—, y sin caer, arrastrados por la inercia, en La trampa de la diversidad (Akal, 2018) de la que nos alertó Daniel Bernabé, debemos mencionar a otros poetas de la generación que conducen su discurso poético hacia una dirección más social e, incluso, política. En general, la nueva generación tiene cierto miedo a caer en discursos maximalistas, grandi- locuentes, épicos o abiertamente sociales. Recuerden que somos hijos de la Perestroika y del «fin de la Historia». A Celaya, un poeta complejo y múltiple, el siglo XXI le debe todavía, creo yo, una relectura en profundidad que le haga justicia. Mientras esta llega, los poetas más escorados a lo social dentro de la nueva generación poética se escudan en el empleo de la ironía y del sarcasmo, así como en cierta posmodernidad consabida, abordando la cuestión social desde lo personal —el viejo lema «del yo al nosotros» aún vigente— y tomando conciencia de su dimensión como seres históricos y sociales. Buenos ejemplos de lo que vengo diciendo podrían ser los poetas Guillermo Molina Morales (Zaragoza, 1983), con Epilírica (Hiperión, 2008) y Estado de emergencia (Hiperión, 2013), Víctor Peña Dacosta (Plasencia, 1985), con títulos como La huida hacia delante (La Isla de Siltolá, 2014) y Obsolescencia programada (RIL Editores, 2019) o Francisco José Chamorro (Fregenal de la Sierra, 1993), con Liberalismo político (Hiperión, 2017).
      En los poetas anteriores se oye con especial fuerza el testimonio de una generación decepcionada por la crisis económica ligada a la Gran Recesión. En muchos de ellos está muy presente una cotidianidad eminentemente urbana, junto a referencias al entorno digital —internet, claro— y su manera de condicionar los intercambios sociales. Este decorado, llamémoslo así, suele tener, en mayor o menor medida, un cierto peso entre los miembros de la generación poética del milenio. Generalmente no se trata de un alarde —no diremos, remedando a Alberti, aquello de «Yo nací, ¡respetadme!, con internet»— sino de la consecuencia inevitable de integrar nuestra cotidianidad al discurso poético. Ahora bien, ampliando el foco, no son pocos los poetas que se desmarcan de esta ambientación urbana, a veces muy circunscrita a nuestro presente —¿sabrán acaso los lectores del año 2076 qué narices es Instagram o Facebook?—, y buscan en lo telúrico o lo elemental la materia prima de su discurso poético. Hay un cierto grupo de poetas — muchos de ellos del ámbito castellano, desde el Reino de León hasta La Mancha— que entroncan voluntariamente con la poesía telúrica de Antonio Machado, Antonio Gamoneda o Claudio Rodríguez —referencia fundamental para muchos miembros de la generación—. Me estoy refiriendo, por ejemplo, a poetas como Alba Flores Robla (Madrid, 1992), Luis Llorente (Segovia, 1984), Maribel Andrés Llamero (Salamanca, 1984) o Constantino Molina (Albacete, 1985), autor de títulos como Las ramas del azar (Rialp, 2015) y Silbando un eco extraño (Hiperión, 2016), donde se propone una poesía elemental en sus asuntos y de gran trascendencia en sus resultados.
      Hay más, por supuesto. Me gustaría agrupar ahora una serie de propuestas poéticas bajo un concepto muy vago de minimalismo, no tanto en el lenguaje —creo no haber detectado un heredero claro de la «poesía del silencio» o del purismo entre los poetas de la generación del milenio, seguramente por torpeza mía— como en la mirada discursiva. Partir de lo pequeño para tratar de comprender lo universal, a veces desde una técnica casi pictórica. A ese tipo de minimalismo me refiero. Ejemplo de ello podrían ser autores de gran interés como Andrés Catalán (Salamanca, 1983), Javier Vicedo Alós (Castellón, 1985) y Juan Bello Sánchez (Santiago de Compostela, 1986), poeta de gran elegancia en su aparente sencillez, responsable de poemarios como El futuro es un bosque que ya ardió en alguna parte (La Bella Varsovia, 2011) y Nada extraordinario (Pre-textos, 2016).
      Y sigue la diversidad, claro. Si nos fijamos, las posibilidades discursivas son las mismas que encontramos en las generaciones anteriores. De esta manera, también el esteticismo —y hasta cierto culturalismo de fondo—, muy bien llevado, se deja sentir en mayor o menor grado entre algunos miembros de esta generación del milenio. Pienso en ciertos aspectos —cada cual con sus propias particularidades— de la poesía de Javier Vela (Madrid, 1981), Rodrigo Olay (Noreña, 1989), Diego Álvarez Miguel (Oviedo, 1990), Gonzalo Gragera (Sevilla, 1991), Miguel Floriano (Oviedo, 1992), Aitor Francos (Bilbao, 1986) y Óscar Díaz (Langreo, 1997), autor de una poesía poliédrica patente en títulos como El sentir. Poemillas del ahora (La Isla de Siltolá, 2016).
      Junto a estas direcciones discursivas, ya mencionadas, creo atisbar todavía dos soluciones más. Ambas podrían diferenciarse de las anteriores por razones diferentes. En primer lugar, distingo aquellas voces que no operan tanto desde lo testimonial, a diferencia del resto de su generación, como desde una concepción poética que aborda la escritura como una herramienta para la exploración de ciertas cuestiones que no podrían ser expresadas, tal vez, de otro modo. ¿Poesía de lo inefable o poesía del conocimiento, poesía como revelación o como método para des- velar aquello que se oculta en la esencia de las cosas? Tal vez haya algo de eso —Valente o Vitale como referencias posibles—, pero no solo. En todo caso, cuando hablo de esta dirección discursiva no estoy pensando en una poesía hermética o abstracta, y tampoco estoy diciendo que lo testimonial haya desaparecido por completo en ella. Sim- plemente el testimonio personal se desplaza del centro. A veces, el sujeto lírico planteado se revela muy diferente al autor en edad, sexo o condición; o bien, sencillamente, su edad, sexo y condición carecen de toda importancia, porque se opera desde lo universal. Estoy pensando en poetas como María Elena Higueruelo (Torredonjimeno, 1994) y Sandra Benito Fernández (Plasencia, 1992), autora de Ciudad abierta (ERE, 2019), responsable de una poesía basada ante todo en la imagen, de gran fuerza en ella, a veces cercana al surrealismo, pero remansada y canalizada a través de una sintaxis de perfil claro.
      Si este último grupo de poetas —o de libros, o de poemas, porque siempre es mejor hablar de poemas que de poetas— se distinguiría por no situar el testimonio personal como centro del discurso poético, podemos establecer un segundo grupo netamente diferenciado dentro de esta supuesta generación del milenio. En este caso, es el len- guaje, y no la materia, lo que les distingue. Lo digo porque, hasta aquí, todos los poetas mencionados operan desde una sintaxis y una gramática que podríamos llamar convencional o no marcada. Hay voces, sin embargo, que han encontrado en la sintaxis fragmentaria, múltiple o deconstruida —o todo a la vez— el medio más adecuado para poder dar un cauce formal a su mensaje poético. ¿Experimentalismo? No diría tanto. Pienso que estos experimentos hace muchas décadas que dejaron de ser experimentos novedosos y ahora, hoy en día, quien acude a este lenguaje lo hace por necesidad, por un intento más o menos premeditado de acomodo entre el código y el mensaje. Quien lo haga por experimentalismo, llega tarde. Muy tarde. No es el caso de Berta García Faet (Valencia, 1988), autora de La edad de merecer (La Bella Varsovia, 2015) y Los salmos fosforitos (La Bella Varsovia, 2017), dueña de una voz poética muy particular donde un lenguaje en aparente provisionalidad otorga a su obra un gran expresionismo. Igualmente, en esta apartado debemos situar a Unai Velasco (Barcelona, 1986), poeta de estirpe surrealista y largo recorrido, autor de poemarios tan lúcidos como El silencio de las bestias (La Bella Varsovia, 2014).
      Fuera se me quedaría, llegando ya al final de este repaso, Xaime Martínez (Oviedo, 1993), pues, si en sus primeros poemarios, como Fuego cruzado (Hiperión, 2014), iniciaba una trayectoria más próxima a algunas de las tendencias descritas más arriba, con su alabado poemario, último en castellano, Cuerpos perdidos en las morgues (Ultramari- nos, 2018), ha alcanzado una voz distinta, donde la hibridación con el género novelesco —el libro se subtitula «Una novela de detectives»— le desmarca de todo lo anterior y le aproxima, tal vez, a la última de las tendencias descritas.
      Llega el momento de concluir nuestro repaso. Entiendo que esta propuesta generacional presenta sus fisuras, sus inexactitudes, sus arbitrariedades. ¡Como todas las que se han formulado alguna vez! Ya me he disculpado al principio, no voy a repetirme. Y lo mismo sobre los mencionados. De sobra sé que me dejo muchos nombres en el tintero, por premeditación, por despiste o por ignorancia, según los casos. Pero no hay que pensar mal de mí, por favor. Todos los aquí citados aparecen a título de muestra. En cuanto al ajuste generacional, habrá que ponerlo a prueba, desde luego. Habría que perfilar, por ejemplo, la difícil cuestión de su engarce con los poetas inmediatamente mayores. Pienso en poetas nacidos en la década de los setenta, especialmente, poetas que vieron sus primeros libros publicados en los años noventa, pero muy hacia el final, o incluso a comienzos de los 2000. Pienso en Pablo García Casado, Carlos Pardo, Joaquín Pérez Azaúste, Ana Merino, Antonio Lucas, Alberto Santamaría, Ana Gorría, Javier Rodríguez Marcos, Andrés Neuman, Álvaro Tato, Vanesa Pérez-Sauquillo, Raquel Lanseros, Julio César Galán y un largo etcétera. Pienso en aquello que Luis Antonio de Villena vino a bautizar como la «Generación del 2000» en su antología La inteligencia y el hacha (Visor, 2010). ¿Acaso Javier Vela, nacido en 1981, no estaría más próximo a muchos poetas de dicha generación? Volvemos en todo caso a las primeras preguntas. ¿Cuándo se deja de ser joven? ¿Cuándo una novedad? ¿Qué narices es una generación literaria, dónde empieza y dónde acaba?
      Pero me callo. No lo estropeemos ahora todo con preguntas incómodas. «No le toques ya más, que así es la rosa». Sea o no así la rosa, en estas páginas he tentado la posibilidad de trazar un perfil reconocible para una generación poética nacida entre 1980 y el año 2000, dentro de la cual encontramos muchos nombres que se han revelado como voces de gran valía en el panorama poético durante los últimos quince años. Su diversidad y su riqueza, tanto estética como discursiva, no debería servirnos como excusa para no tratar de dilucidar sus líneas comunes, sus puntos de encuentro. Creo que no sería mala cosa tratar de definir a la joven poesía española de los últimos años, en definitiva. Es lo que han procurado estas páginas.