Antón Castro

Fundación Ortega MuñozPoesía, SO1

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ANTÓN CASTRO

(Arteijo, La Coruña, 1959), afincado en Zaragoza desde 1978, es escritor, dramaturgo, traductor y periodista. Ha publicado numerosos libros de narrativa, poesía, ensayo y entrevistas, como Los seres imposibles (1998), Golpes de mar (2006) o Vivir del aire (2010). Ha traducido al castellano obras de Miguel Torga, José Agostinho Baptista y José Saramago.

VIDA, MÚSICA Y MUERTE DE NICO

Todo en ti, hermosa Christa, fue un constante enigma,
un subterfugio del dolor, de la luz y de la sombra.
Casi nadie sabe con certeza dónde naciste.
¿Fue en Colonia o en Budapest? ¿Fue en 1938 o en 1943?
Qué importa. La vida pronto te mostró sus escalofríos:
tu padre, el hombre que te contaba historias del tren
que cruzaba el bosque rumoroso de los cuentos de hadas,
falleció en un campo de exterminio. Ya vivías en Berlín.
En un viaje a Ibiza, años después, uno de tus amantes
decidió cambiarte el nombre: para él, y para todos,
serías siempre Nico. Nico, en homenaje a un fotógrafo:
el apasionado amor que tu amante había perdido.
Ya serías para siempre la bella Nico. La maldita.
La moderna que hacía pensar en Twiggy, en Jane Birkin
o incluso en Marianne Faithfull, mujeres de ardor
y arrojo que desordenan la furia del deseo.
Pronto te convertiste en una musa, como Edie Sedgwick.
Cantabas con una fría y metálica voz, acaso andrógina,
desfilabas como nadie con una elegancia antigua,
paseabas con misterio y asombro en La Dolce Vita
de Federico Fellini. En tu derredor se multiplicaban
las leyendas: le habías arrebatado el marido a Anouk Aimée,
habías vuelto loco a John Cale, a Gainsbourgh y a Andy Warhol,
y tu corazón se inflamaba de todas las drogas de la tierra.
A solas, cuando te abrazabas a tu querido armónium,
leías a Hölderlin, a Baudelaire, a Blake y a Coleridge:
tu música era como un canto medieval sacrílego
y tu alma se vaciaba en soledad y desamparo a cada hora
con aquellos versos tan tristes como tus venas.
Vivías en el arte, en la música, en el teatro, en la pasión.
En Nueva York tomaste clases con Lee Strasberg
y hechizaste a Bob Dylan, a Lou Reed y a tantos otros
que escribieron para ti, como los chicos de la Velvet.
Cada uno de tus discos era más inquietante y sombrío:
te empeñabas en seguir todos los caminos de la derrota.
Las notas se encadenaban con un sarpullido de oscuridad.
Jugabas a ser una diosa imposible, una sacerdotisa lejana,
y a la vez, junto a Philippe Garrel, una poseída: dicen
que tomabais imágenes desde la cubierta de la Ópera Garnier.
Decían que capturabais los lamentos de la luna sobre París.
Luego, te marchaste a Ibiza, con tu hijo y casi en secreto.
Dijiste que Christian Aaron era hijo de Alain Delon
y de un pasado amor que dejó cicatrices en la sangre.
Tu último disco, ‘Camera Obscura’, tenía algo de responso
y de canto mortuorio de quien se despide del mundo.
¿Habías querido anticipar tu epitafio de exiliada en la tierra?
Y a la vez, con su perfecta tristeza, era una obra maestra.
Un día, mientras paseabas por la ciudad en bicicleta,
ocurrió aquello: se te paró el corazón y te desplomaste.
Tu cabeza se golpeó terriblemente contra el suelo.
Alguien te llevó al hospital: no acertaron con el diagnóstico,
ni era insolación ni el rescoldo de una noche de excesos.
Y al día siguiente fallecías de un derrame cerebral,
tú, Christa Päffgen, inolvidable Nico que jamás
quisiste renunciar a las sucesivas formas del luto.

Recuerdo cuando llegó la noticia a mi periódico,
El día de Aragón. Fue hacia las seis de la tarde.
El redactor musical dijo: “Nico, el animal más bello de la música,
el ángel terrible, la mujer fatal y provocadora, ha cantado
su última melodía”. Cogió el retrato tuyo que mandó
la agencia y lo rompió en dos mitades. Así saliste:
con el rostro y los ojos partidos, y el cabello muy rubio.
“Una caída de bicicleta pone fin al enigma de Nico”,
decía el titular. En letras más pequeñas se añadía:
“La cantante, modelo y actriz alemana murió en Ibiza
donde se había recluido con sus fantasmas”.