Alberto Santamaría

Fundación Ortega MuñozPoesía, SO3

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JOSÉ PEDRO CROFT
Sin título 2013
Aguatinta y aguafuerte

ALBERTO SANTAMARÍA

TORRELAVEGA, 1976

CALOR

No la intensa lumbre, ni el sueño del pájaro,
ni siquiera la sed o la falta de tiempo.
Lo construido se deshace en vanos intentos
de crear su propio plástico.
¿Habrán sido nuestros enemigos los primeros en llegar?
El jarrón sabe de su fondo como yo sé de tu hambre.
Qué hacer con un manojo de puerros ante la olla. Es una piscina ridícula
el tiempo.
No saber qué recordar, o qué morder
del pasado.
Temblar y hacer posible
un recuerdo.


ESTO ES CÓDIGO MORSE

Sentado. Las manos sobre las rodillas.
¿No es esto otra forma de volver al principio?
No hablo de historia sino de los hechos construidos
como pequeñas figuras de papel que duran
lo que dura el acto mismo de mirar. Pasan los taxis
como mensajes en un extraño código morse.
Trato de descifrar desde la ventana
el enigma que ocultan todos esos hombres bajo sus abrigos.
La necesidad de saber nos hace débiles; hambrientos
como pájaros que se lanzan hacia el norte sin haber visto jamás el sur.
Eso somos nosotros: formas de guardar el equilibrio
entre la luz y la sombra.
Dentro de ese coche aparcado hay una mujer que se mira las manos.
Tal vez piensa en por qué los hechos jamás son reversibles,
o en por qué la tarde deposita sobre nosotros
su pastoso lenguaje: el polvo rojo de su óxido.
O Tal vez no. O tal vez piense en otra cosa más azul y delicada.
Entre la maleza
se enredan
viejas bolsas de plástico que se convierten por un instante
en banderas de lo invisible. Símbolos. Huellas. Restos
de un invierno que regresa tímidamente a su cueva.
Pero ¿qué hay de nosotros
en cada uno de esos gestos que observamos? Frente a mí un árbol ha perdido todas sus hojas. Sus ramas,
asustadas y enfermas, se aplican en un ridículo gesto heroico
hacia el cielo. Nada puede ese gesto ante el perro
que levanta la pata junto a su raíz. Nada puede ese gesto
frente a las hormigas que aceleran su paso sobre la corteza.
Hasta aquí hemos llegado sin tu ayuda.
Ahora sólo nos queda aprender su idioma: el asma que sacude,
ronco y melódico, este techo de uralita. ¿Serías capaz de reconocerlo?
¿Serías capaz de interpretar esta escena tal y como la recuerdas?
Estabas vivo.
Respirabas.
Eso era todo.
Somos lo suficientemente estúpidos como para creer

que todo esto tiene algún sentido,
quiero decir que somos lo suficientemente estúpidos
como para creernos las piezas ordenadas
de un juego que no acabamos de comprender. Una paloma gris
y coja
picotea el suelo como si alguien pudiese responder al otro lado.
Así debería comenzar todo esto, con una llamada.
Nada más aterrizar alguien me dijo
es demasiado tarde para demasiadas cosas. Sí. Era cierto.
Quiero decir que construimos nuestra vida como una cadena de lugares, hechos, rostros colocados uno
           detrás de otro
como imágenes sobre una pared de un cremoso color whisky.
Creemos en las distancias, creemos ciegamente
en el sistema métrico para comprender todos nuestros actos.
Sin embargo, no existe pared sino finas corrientes de aire
que nos despeinan como animales
que cada día despiertan y descubren que esto se repetirá indefinidamente. Una y otra y otra vez.
Así de simple. Así de sencillo.
Aquella mujer arranca el coche cuando la tarde se disuelve.
Circula despacio hacia el centro de la ciudad.
La luz pálida de una farola le ilumina virginalmente el rostro.
Sube sin ganas el volumen de la radio. Luego se detiene.
Como si buscase algo en lo pasado alza inquieta
su mirada hacia el espejo retrovisor. No se trata de respuestas.
Sólo una luz que se distrae como niebla sobre el cristal
nos espera.


ESTÉTICA DEL COBERTIZO (O POLIPROPILENO ES SU NOMBRE)

Pensé en el tipo que esta mañana golpeaba las alfombrillas del coche
contra el tronco de un árbol, y luego
en el momento en el que decidí regresar a un confortable pasado.
Desayunábamos. Pensé “es fácil contemplar el paisaje” y luego
“tan sólo necesitas saber manejar la distancia entre dos puntos”.
Un lugar no es más que su deseo de ser visto.
Pensé en ello; en el modo en el que asociamos imágenes
que de pronto se esfuman, formas
que se contraen ferozmente como plástico que arde.
El tipo sujetaba la alfombrilla con ambas manos
y en un rápido gesto de verdugo
descargaba todo su peso contra el árbol,
con los ojos entrecerrados y la boca abierta.
Ascendían a su alrededor motas de polvo
que desaparecían delicadamente en el aire como pequeños ovnis.
La acción carecía por completo de ritmo pero se elevaba
por encima de nosotros —atrapándonos—
en una especie de mito indescifrable. Más tarde pensé
en la forma en la que ese tomatero crece junto a las vías del tren y luego
en lo fácil que sería compadecer la miseria de estos postes de la luz
cuya madera gris desbarata toda posible perspectiva.
Pero no es el momento adecuado para nostalgias, dijiste
a la hora del desayuno
y luego, mientras abandonabas discretamente la tostada sobre la mesa,
“deberíamos saber apreciar el desorden del cobertizo donde todo ejerce un extraño magnetismo”.
Las herramientas amontonadas dentro de un barreño
comienzan a contemplar la posibilidad de un día de lluvia.
Pensé “volveré y comenzaré donde lo he dejado” y luego
“ese tipo golpea con ganas”. Pensé
en comprar aceite y luego
en la necesidad de tener anticongelante suficiente en el maletero.
Pensé en la lluvia y en las nubes sobre nosotros atravesadas de nuevo por la panza plateada del avión
          
que aterriza.
Pensé en ello, en su forma de dar sentido a las cosas, y luego,
otra vez, en ese tipo que horas más tarde regresará a su casa
feliz y sin secretos.


ANÉCDOTA DE LA BICICLETA

En la cocina
una olla
tiembla
inútilmente
sobre el fuego. Un humo
blanco y pesado
cruza la casa
hasta convertirse
en vaho
sobre la ventana. Afuera,
contra la pared
de ladrillo, la bicicleta
que ella ha abandonado
crea un nuevo pensamiento
para un nuevo objeto.

Son estas imágenes, o el líquido
que se cuela
en nosotros
como negativos, lo que ordena
aquello que nos rodea.