JORGE MARTINS
O sítio das coisas, 2011
ABRAHAM GRAGERA
II. LA GALLINA CIEGA
Demasiado trajín. Incluso él, atento sólo a sus voracidades, su hienda, sus atrofias, sus picores, con la vista clavada en su nariz, y su nariz abierta al interior del mundo, se asomaba, sobre el portillo de la cochiquera, inquieto, poco antes de que el sol se levantara, y los hombres, tras colocar los cubos, barreños y cuchillos junto al tosco cadalso de madera, y ajustar, sobre la viga del galpón el fiel de la romana, lo sacasen, con una cuerda al cuello, y escapara.
Las madres, de pie, junto a su hijos, murmuraban lacónicas, piadosas frases hechas para la ocasión: la réplica del coro a la simple soberbia de vivir, el eco del chillido, el aire rebotando en la garrucha, como una piedra que alguien arrojara sobre el esqueleto de un colchón oxidado en el pozo...
Y el calor de la sangre removida, el olor de la grasa quemada, los primeros bocados compartidos, la perfecta, terrible simetría de su cuerpo, ya pesado, escaldado, dividido, mientras jugábamos a las persecuciones, a la gallina ciega, bajo el aséptico blancor del cielo.
V. LA VOZ DE NUNCA
Teme al silencio, pero cada tarde le pide ser su amigo, y se levanta, mientras los otros duermen, y camina por la penumbra fresca del pasillo hasta llegar al patio, donde espera.
Pero el silencio no aparece nunca, porque hasta nunca tiene también voz, y ojos que miran a través del ámbar que lo ha enjoyado todo con él dentro: el caudal de las grietas que ahora siente latir sobre las líneas de su mano, bajo la nueva capa de pintura; la sombra del jilguero que aletea en la jaula vacía; los crujidos del mimbre destrenzado en la butaca; los planetas de moscas y de avispas flotando alrededor de los limones...
Y así hasta el infinito, que se abría, igual que los limones, en el zumo amargo que su abuela le ofrecía cada tarde, para que no temiese más la voz de nunca: luz de beber que alumbraba los cuerpos por dentro.