YOLANDA IZARD
Zambullidas II¿De dónde vengo?
Vengo de la noche que habita en las aguas. De su oscuridad, de su silencio. Vengo del fondo de la raíz de la encina que una barca mece en medio del mar. Vengo de la quietud de plata de una laguna sobre la que apenas se bambolean las barquitas de papel. De donde yo vengo, ¿sabéis?, hay una mujer que se me parece, que permanece en silencio mientras oye al viento. Esa mujer soy yo. Y ese árbol marino, con sus pájaros cernidos sobre el olor de la sal, soy yo. Y soy también el agua y su corazón manso. Soy la paloma, el estornino y el alcotán. Soy la medusa y el cisne y la roca marina. Porque vengo de la noche del agua, de su oscuridad y de su profundo silencio.
La ahogada
Cuando mi hermana emergió, ya habían pasado tres horas desde su zambullida en aquel pequeño lago de México. Mi madre se había desmayado dos veces, mi padre había engullido todas sus desdichas y regurgitado una culpabilidad gigante y mi hermano se había gastado todas las lágrimas de sus cinco años venideros. No obstante, yo no había perdido la esperanza. Mientras los buzos buscaban en lo hondo, la policía acuática interrogaba y los espectadores trataban de saltarse el cordón de seguridad para fotografiar primeros planos con sus móviles, yo detectaba minúsculas burbujas que ascendían desde distintos puntos del lago, en un radio, calculé, de unos trescientos metros. Mi hermana, buceadora experimentada, jugaba allá en lo hondo con los seres subacuáticos, se entretenía peinando aquellas bajuras secretas, rebuscaba, entre algas, brujas ahogadas y calaveras de niños perdidos. Pero cómo iba a contarlo, me habrían dado un buen sopapo o me habrían tomado por loco, así que me mantuve a la espera sin dejar de observar el vuelo de las burbujas, las sombras que las aguas destilaban, los sutiles ramalazos de vida que las ondas portaban. Cuando mi hermana emergió como si cualquier cosa, sonriendo, asombrada de que su ausencia hubiera podido causar tanta desdicha, solo yo supe que ella no era ella, que ella no era ella o quizá que allá abajo había aprendido cosas de la muerte que nadie debe saber. Lo supe en cuanto me guiñó un ojo y vi en el espejo de sus pupilas el reflejo de mi propio esqueleto.
La mano derecha
Te rompiste la mano derecha en el lago, ¿te acuerdas? Brotaste de las aguas como una sirena amputada. El viento me trajo tu risa nerviosa. Luego te di un beso justo en ese intento de muñón que descerrajaba tu cuerpo. Me dijiste que el dolor de la mano derecha rota era veloz y profundo, y que no era el mismo que el de la mano izquierda. Era el dolor del pianista que envolvía el mundo con sus dedos. Era el dolor del escritor que se armaba de palabras para confundir a la noche. Y te reías, no sé cómo podía ser. Te reías mientras yo secaba con mi toalla la enorme orfandad de tu cuerpo. Un lisiado de la mano derecha no es lo mismo. Era el dolor del pintor haciendo añicos la mirada. Era el dolor del amante que solo tiene a su alcance la mitad del cuerpo amado. Entonces pensé que tenía que escribir un libro que hablara de todo lo que tu mano derecha podía hacer, de todo lo que eras con la mano derecha, de cómo la mano derecha adquiría autonomía en el mundo, que el mundo era una gran mano derecha colocándose la corbata y estirando el tiempo en ese pequeño esplendor del lago por la tarde.
La pecera
Me introduzco en la enorme pecera de mi abuela. Un pez rojo y morado se posa sobre mi pelo. Cierro los ojos. Siento cómo respira el mundo mientras yo dejo de hacerlo. A través de la pecera veo a mi hermano que viene corriendo. Se detiene bruscamente ante el enorme vaso en el que yo me agito como una pobre sirena amputada. Me mira con los ojos muy abiertos, las manos pegadas al cristal. Grita, pero no le oigo. Solo siento el dulce fluir de las burbujas a mi alrededor, los extraños peces de plata y oro mordisqueándome. Mi hermano desaparece y vuelve con mi abuela de la mano. Me señala. Abro la boca, trago un pez naranja y amarillo. Cuando mi abuela introduce las manos dentro, solo saca una pobre niña con escamas frías. Mi abuela y mi hermano me llevan a la playa. Me depositan en una ola. Cuando amanece, emerjo y miro el sol que late en el cielo.
El río y la puerta
UNO
Por la puerta de mi casa pasa un río. Pasa un río no inocente, puesto que lo ha puesto allí la mano del hombre. Un día vinieron los ingenieros, hablaron con mis padres, dejaron sobre la mesa de la cocina un sobre con muchísimo dinero y se fueron. Mi madre estaba pálida y lloraba sobre un pañuelo blanco escondiendo su rostro para que yo no la viera. Mi padre contó el dinero y suspiró. Luego, hicimos las maletas, cargamos el viejo tractor con todos los enseres y las gallinas y pasamos dos años peregrinando por las casas de mis tíos. Ahora vivo cerca de mi antigua casa. Cada mañana me pongo el traje de buceo y desciendo. Por la puerta de madera, con algas y pececillos, pasa el río lentamente, sin agobios. Yo hago lo mismo. Me deslizo por el hueco de la puerta y entro en mi cuarto. Allí están todavía los ojos de mi muñeca de cartón y mis libros y mi pupitre, y mi caja de los secretos y la cortina de flores, todos levitando. El río me pertenece, aunque los ingenieros piensen lo contrario. La puerta, sin embargo, es de mis sueños.
DOS
El río arrastraba la puerta junto a todos los enseres de mi casa: la caja de costura que fue una bombonera, las gallinas, la colcha azul de la cama de mamá, los ojos de mi muñeca de cartón. Corrí como una loca para atraparla. Por favor, río, llévatelo todo, pero déjame la puerta. Un tronco de árbol la detuvo en la orilla. Lloré de alegría: en aquella puerta negra había escrito papá con pintura azul su último poema. El poema hablaba de un río que se llevaba mi casa pero que contenía mi corazón.