Xuan Bello – Cerca y lejos

Fundación Ortega MuñozNarrativa, SO1

Image

RAÚL VALERIO. Serie Fadistas. Berta Cardoso. 2010.

XUAN BELLO

CERCA Y LEJOS

(Paniceiros, 1965). Su poesía reunida está recogida en el volumen bilingüe La vida perdida (1999). Dentro de su obra en prosa destaca Historia universal de Paniceiros (2003), Los cuarteles de la memoria (2003), La nieve y otros complementos circunstanciales (2007) o La historia escondida (2008), a medio camino entre la crónica, el relato y el fragmento memorialístico. También es autor de los relatos de La memoria del mundu (1998) y de la novela La confesión general (2009).

ALBUQUERQUE, NUEVO MÉXICO

Esta tierra árida, acunada por el silencio del amanecer, propone a quien pasa, con sus asuntos arreando hacia otra parte, una fábula incierta: la paradoja de quien ha sido desterrado y en su destierro encuentra, fatalmente, sus raíces; creo que es una buena metáfora de la escritura, ésa del viajero que pernocta una noche en un lugar, accede a la liviandad del sueño, que es anarcadina para el corazón, y descubre al amanecer un horizonte remoto, pelado, ya presentido: los caminos del mundo que lo han de llevar, atravesando qué cielos, qué distancias, puntuales a su vida. Ahora estoy en Albuquerque, Nuevo México. Son las 7:28 AM y el sol naciente pinta con sus dorados ocres la tierra herida. Tras la ventana de mi ventana en el Courtyard Marriott se alza un pino. A mí me recuerda, así como recién revelado sobre la faz del mundo, aquel otro que crecía en Braga, hace años, al otro lado de mi conciencia: yo también lo observaba lentamente, con método, cuando la primer luz de día le iluminaba las ramas débiles, con hojas fuertes y puntiagudas rasgando la helada. En la televisión dicen que hoy bajarán las temperaturas y que es posible que nieve sobre el desierto. Miro el horizonte, con sus rocas por donde el Coyote perseguía en vano al Correcaminos: cactus, luz helada, algún coche que pasa buscando la ruta 66. Esto es Albuquerque, me digo, y enciendo un cigarro pensativo para que el humo interponga entre mi conciencia y la realidad una suave pátina de conformismo. Uno es de natural pesimista y muchas veces ha de ponerse las gafas del ensueño para ver la realidad con un enfoque más adecuado.

Aquí, mi conciencia: este pino al amanecer, esta luz helada haciendo nido en los charcos pelados por la escarcha; allí, las distancias prodigiosas, el viento que recorre las veredas del desierto buscando las aldeas de los indios Pueblo. Todo como un cuadro de Anselm Kiefer —desolado, terriblemente vivo en su desolación— y un poco rodando hacia el desasosiego. Israel Centeno, un narrador caraqueño con quien coincidí ayer en la charla en el Instituto Cervantes del lugar, me estuvo hablando, y no sé por qué, de López de Aguirre y su huida por el Amazonas: decía que ese personaje era Kurtz, el personaje de ‘El corazón de las tinieblas’, y que había paisajes que proponían una densidad psicológica de la que no se podían sustraer; no sé por qué me hablaba de Kurtz, y de López de Aguirre, aquel vasco que se reveló contra el Rey de Castilla en su búsqueda desesperada del Dorado; no lo sé, aunque tal vez este paisaje desértico, en el que brotan de vez en cuando solitarias casas de adobe, sea uno de esos lugares que invitan paradójicamente a quedarse e irse más allá, a buscar un pozo dentro de uno mismo donde echar tintineantes monedas de los deseos.

Rudy B., el conserje del hotel, es cubano. Lleva aquí diez años y hablamos en inglés hasta que la incomprensión nos llevó a hablar en castellano. Se apellida Borges y oculta su identidad con la inicial. Ayer, en el Old Town, mientras tomaba un té en La Plazita Coffee Shop, Vicente Luis Mora me decía que la gente tiene vergüenza de hablar en castellano y que intentan no hablar a sus hijos en esa lengua, no transmitirles el estigma de la frontera. Aún así, por poco que te empeñes, siempre hay alguien que se suelta y te dice, muy cordial, que sus antepasados eran españoles.

—Aquí sólo hay tierra –me decía Rudy B. ayer en su despacho—, sólo tierra por todas partes. No busques más: hacia el norte, hacia el sur, hacia toditos los lados: earth all around.
Miro este amanecer prodigioso, esta tierra que dicta en su acento sentencias que arrastra el viento, la luz helada. Me siento cómodo, en casa; mis ojos descansan en este invierno que propone, clemente, como telón de fondo la ausencia de imágenes.
—Aquí mataron a Billy the Kid –me decía Rudy.
—¿Billy the Kid? –pregunto.
—Billy el Niño, el cuatrero –aclara.

Ahí estaban esperándome, las imágenes de la infancia: una diligencia que llega al pueblo. Un día azul, un sol de infancia. Tras las cortinas alguien acaricia su revólver. Un muchacho, llegado de muy lejos, extiende sobre la mesa del saloon un mapa del desierto: mañana vadeará, por aquel punto, el Río Grande.

UN CUADRO DE HOPPER

Cada casa tiene su historia. Incluso los pisos recién comprados, en los que nadie ha vivido, parecen guardar un secreto que se suele confundir con una promesa de felicidad. Esta historia me la cuenta Jaime, que ha vuelto de las Américas, y por lo que dice no le van mal las cosas. Vive en Nueva York, trabaja para la Universidad Pública de la ciudad y ha encontrado un piso en los aledaños de Washington Square. La descripción de las vistas que me describe son –para mí, que las vuelvo a ver en su memoria— un auténtico privilegio. El piso apenas le cuesta 1.200 dólares, una ganga para Manhattan, y es suficientemente grande para él, sus libros y sus adláteres. Me describe el Arco del Triunfo, la pequeña librería francesa que sigue teniendo un gato saltando de Proust a Camus en el escaparate. Todo lo que se ve desde su ventana es materia de mi melancolía. Lo noto triste, sin embargo; le he preguntado por qué y Jaime se ha encogido de hombros. Me ha dicho:

—En Manhattan se necesita mucha energía para vivir. Siempre sucede lo más extraño y es como si no sucediese nada. Tú no sobrevivirías más de un mes. Está bien pasarse allí siete, quince días, como haces tú cada dos o tres años. Pero no durabas, te lo digo con el corazón, ni un mes. Si supieras lo que me ha pasado…

Dejo que revuelva los puntos suspensivos de su mirada en el fondo del vaso de güisqui que le he puesto. Toma un sorbo largo y se lo vuelvo a llenar. Escucho.

—No sé exactamente cómo sucedió –y se vuelve a sumir en un silencio sordo, que necesita de mi ayuda.
—Cuéntame, ¿no somos amigos? –digo.
—Sí, pero eres muy aprensivo –sonríe.

Disponer de una buena casa en Manhattan es un auténtico lujo como en cualquier parte del mundo (“pero allí más”, aclara mi amigo). Ya estaba buscando casa por New Jersey, viendo los precios exorbitados que había en Brooklyn o en Queens, y una tarde, en Washington Square, colgado en una farola, encontró un anuncio que ofrecía, a un precio increíble, una casa con dos plantas, sótano y desván por 1.000 dólares (a negociar). La tinta debía de estar fresca todavía, puesto que cuando se presentó en la dirección indicada se encontró con un señor de unos setenta y cinco años en la puerta que llevaba en la mano un taco de anuncios fotocopiados dispuesto a abrir la propiedad.

—Las condiciones que me puso –me dice Jaime — eran éstas: yo pagaría religiosamente 1.000 euros al mes, sin impuestos, y ‘permitiría’ que él fuese mi mayordomo. No le tenía que pagar nada por sus servicios. El precio, por increíble que te parezca, ya estaba incluido en el alquiler. Le pregunté qué se podía negociar:
—¿959 dólares le parece bien? Esa es la cantidad a la que puedo llegar –le dijo.

John Winterson, ése era el nombre del mayordomo alquilador. Mi amigo, Jaime, ya lleva tres años con él: cuando el humilde profesor que se ha pasado el día intentando explicar “El romancero gitano” a una ama de casa dominicana llega a su casa tiene las zapatillas a la puerta, la cena puesta, el fuego encendido y, sobre una bandeja, una copa de brandy. Hacia las once de la noche, Mr. Winterson enciende un candelabro e ilumina un cuadro de Hopper, hasta ese momento velado por una cortina de terciopelo rojo: un paisaje perdido junto a un río. Unos niños juegan y alguien, que ha dejado aparcado un Ford Fairlaneen de 1956 en un recodo, pesca con su caña. Mr. Winterson, antes de despedirse a sus aposentos, siempre dice:

—¿Ya ha descubierto el señor el secreto del cuadro? –y dando las buenas noches se retira a una parte de la casa, me dice Jaime, que aún no me atrevido a pisar.

Me pregunta cuál será el secreto de ese cuadro. Yo me encojo de hombros y Jaime me dice:

—Me ha dejado la casa en testamento, cuando se muera mi mayordomo será mía con una única condición: que no la puedo vender y que se la tengo que testar a un desconocido. A ese desconocido, y Mr. Winterson me guiñó un ojo al decírmelo, le reconoceré inmediatamente, y tendré que servirle como él me ha servido a mí. Cuando piense que me quedan diez años de vida, más o menos, he de servir a alguien como él me sirvió a mí. Todos los días a las once de la noche he de descorrer las cortinas rojas que desvelan el cuadro y preguntarle, con mucha deferencia: ha descubierto el señor el secreto?

UN BAILE DE SOMBRAS

Tal vez Dios, si existe, nos vea así: felices ante la ribera del tiempo, entretenidos en juegos para aplazar la muerte. Tal vez nos vea como yo, esta mañana, he visto a unos niños correteando por la playa: ajenos a todo excepto al ansia de jugar; o tal vez no, tal vez seamos nosotros quienes hemos llegado a esta orilla del instante y, antes de que la novena ola complete su ciclo, imaginamos, por un momento, la eternidad y nos imaginamos que Dios nos ve. En este baile de sombras, espumas y movimientos represados, en la eternidad del instante creado por Dios o por nosotros, todo –la luz que huye– cobra vida; y se nos queda en el corazón como un recuerdo, como una canción: playas cantábricas en las que nuestra mirada descubre, por vez primera, la eterna novedad del mundo.

Yo, que nací a veinte kilómetros de la costa, conocí, como en aquel verso de Blai Bonet, el pecado antes que el mar. Veinte kilómetros no son apenas nada; pero si se ha nacido tierra adentro en un país montañoso uno descubre el tamaño exacto de la lejanía. No recuerdo cuándo lo vi por vez primera: supongo que estaba ahí desde siempre, en la ribera de Luarca, y que esas sombras que reconozco de una manera tan apagada ya presuponían el encuentro. El campesino mira el mar con desconfianza: mi bisabuela Eugenia veía en él los caminos retorcidos que se habían llevado a sus hijos a la Argentina; mi abuelo Perfecto lo tenía por un tónico infalible al alcance de unos pocos y al final de sus días consiguió ver, por primera vez, el mar de Xixón. Lo recuerdo lavándose su pierna herida, la que le acabarían cortando días después, con una fe absoluta en su cura. No creía en los doctores y en el agua bendita lo justo para saber que Dios concede según su criterio “y Él sabrá que es hombre callado”; pero creía en el mar.

El mar, el mar, siempre recomenzando. El mar color de vino en las playas de Agrigento y en los versos de Homero. El mar en los cuadros de Sorolla y en la prosa de Conrad. El mar, en el puerto de Baltimore, y ese gran barco viejo que hay ahí anclado y que aún sueña imposibles singladuras. También este de Xixón, ligeramente picado para recordarme una galerna de mi infancia en la que las olas saltaban La Escalerora; años más tarde volví a encontrarlo en Santa Bárbara, en California, llano como un plato y, allí, en el horizonte, el surtidor de la ballena. Todo esto vino después, mucho después. La primera vez que fui al mar de verdad, a la playa, el mundo ya estaba cambiando. Mi bisabuela Eugenia y mi abuelo Perfecto habían fallecido y todo se transformó, aquel verano, en turistas, barcas y arena en el corazón. No sé cómo llegamos a aquella playa, cerca de Foz de Lugo; eran las primeras vacaciones de mi familia y mi hermana Maya y yo andábamos momentáneamente tristes porque habíamos tenido que dejar en Paniceiros al cachorro Willy, un pastor alemán rechoncho y juguetón. A la infancia le ha sido concedido el olvido: muy pronto estábamos correteando de un lado para otro, buscando cangrejos entre las rocas o construyendo, con la esencia del tiempo, castillos que nunca habrían de derrumbarse. Miré a unos niños en la playa, esta mañana, y me acordé de nosotros.

Descubrir el tiempo sin límites, el espacio no acotado, eso es la libertad. Jóvenes cachorros que van de la mar a la madre, y de la madre al mar en un vértigo de luz, en un salto de espuma. No sería capaz de encontrar aquella playa, ni sé si el chapapote la habrá destrozado: está aquí dentro, en mi memoria, renovándose incesantemente y descubriendo, hacia poniente, una muralla de rocas y una cueva. Un pescador, con la caña enterrada en la arena, ensartaba pacientemente unos anzuelos. Nos acercamos y nos alejamos, atraídos por la novedad. Niños despiertos soñando aprendíamos, lentamente, los límites del mundo, acaso también los de nuestro corazón. Un aire repentino cruzó la playa y las nubes cambiaron de gesto: habían pasado quince días y, a la mañana siguiente había que partir. Al atardecer me fui a charlar con el pescador que ensartaba tan pacientemente los anzuelos. Tenía un gran pez a su lado de agallas rosas y azules. Me preguntó si había visto el rayo verde, ése que se refleja en los días nublados. No sé, han pasado más de treinta años. Aún no he visto el rayo verde, pero no desespero del todo: así nace la eternidad y su misterio.

LA FAYONA DE EIROS

A pesar de ser del concejo de Tineo, nunca me acerqué a Eiros, y bien que me pesa, a ver la Fayona, ese haya inmensa, de más de doscientos años, que hace unos días cayó derribada por el viento. Supongo que es ley de vida. Doscientos años son muchos, casi incluso para un dios: dense cuenta que ese misterioso árbol, cuya sombra es ya ceniza, en 1809 era un simple hayuco que soñaba, por este tiempo, la primavera. Eran los tiempos de la Francesada: en aquel año Lamarck presentaba su teoría de la evolución, inaugurando la ciencia de la biología; nacía en Baltimore Edgar Allan Poe y era aún un bebé de pocos meses Abraham Lincoln, que llegaría a ser el decimosexto presidente del los Estados Unidos. En aquel año de 1809 moría en la batalla de Elviña el general escocés John Moore, a quien Rosalía de Castro dedicaría una elegía, y también Franz Joseph Haydn, que no pudo soportar el ruido de las botas napoleónicas desfilando por su amada Viena. Quiero imaginar que aquel invierno de 1809 fue como éste, frío y ventoso, amenazando nieve cada cinco días y con mañanas muy claras, de cielos muy azules, que dejan entre las manos algo que se nos escapa y no sabemos definir: una cosa muy vaga que tiene que ver con los caminos el norte, la cantinela serena del Kalevala y el rumor de un río que se siente, dictando nuestro destino, desde una ventana. Fabulo que Haydn, en su lecho de muerte, compuso una nana para un haya recién nacida: imaginó su raíz palpitante, aún frágil, horadando la tierra, buscando la fértil luz oscura; concibió en su melodía el tallo convirtiéndose en tronco, cada vez más robusto, ascendiendo hacia la luz clara. Llegó a alcanzar la fayona de Eiros una altura de veintiocho metros, una copa de treinta y un diámetro de tronco de cuatro y medio. La próxima primavera sus hojas recién nacidas no compondrán una canción, siempre nueva, entrelazando sus nervios con el rocío y el viento. Este último ya ha arrastrado para siempre a la fayona, arrancándola de la tierra que la nutrió. He visto una fotografía en la que el haya yacía en el suelo, desarraigada; en ella, se ve a los paisanos que han acudido a velar su eternidad derribada, encogidos de frío, sobrecogidos por la inmensidad del suceso. Parece que se están pidiendo explicaciones a sí mismos por su suerte: un árbol derribado, herido por el viento o por el rayo, es una metáfora demasiado elocuente. El mundo se divide en dos facciones: quienes ven un árbol herido y sienten la herida ardiendo en su corazón y quienes prevén un haz de leña sobre la avaricia de sus hombros.

Me he acordado esta mañana de la fayona de Eiros. Toda la noche el viento aulló contra las ventanas, intentando entrar por un resquicio y hacer saltar los goznes para llenar la casa de desolación. Yo me leía, para tranquilizarme a mí y a los míos, un poema de Katherine Mansfield, ése que habla de una tormenta dibujada en un grabado “de hacia 1800” y que no molesta en nada al personaje del poema que revisa el cuadro sentado en su jardín, en una tarde de verano mientras espera la hora del té. Por la mañana, al despertarme, salí a la pomarada y vi que el airón había hecho de las suyas: un peral viejo, que me había empeñado en conservar, tenía todas sus ramas rotas. Parecía un pobre anciano sentado en un parque tras la salida del hospital donde le habían dicho que su mujer… Recordé la fayona de Eiros, que se había ido del mundo y yo ni siquiera había compuesto una elegía, y sentí remordimiento por no haber ido nunca a verla nunca. Mi abuelo vendió ganado bajo sus cañas y me la mostraba orgulloso en un calendario de 1992 que había regalado el Ayuntamiento de Tineo: hace tanto tiempo que nunca tuve tiempo para cumplir la promesa que le hice a mi abuelo.

Hacen mal muchos de mis paisanos en no querer a los árboles, en no amarlos, en ver en ellos tan sólo un trastorno de sombra o un incordio que ocupa espacio. Un día fueron un símbolo, un altar, una puerta desde la que se accedía al favor de la divinidad: no faltaron iconoclastas, y adoradores de dioses falsos, que los atacaran clavándoles el hacha de su incredulidad. Carlomagno, para dominar a los sajones, ordenó a su ejército derribar un roble sagrado, inmenso. Era tan grande que los sajones creían que sus ramas sujetaban el cielo. El ensanche de la calle Uría y el estrechamiento de Asturias coincidieron en el tiempo, cuando la sierra insensible derribó El Carbayón de Uvieo. También hubo un carbayu en mi pueblo, en Paniceiros, tan grande que se necesitaban dieciséis mozos, con los brazos extendidos, para abarcar su diámetro. Dieciséis mozos: uno por cada casa. Lo talaron, me contaba mi abuelo, hacia 1920. Lo talaron, pero tardó muchos años en caer seco, que era terco y sabio y dio una última lección. Tal era su anchura que se sostuvo de pie varios años después de serrado.

Nos quedaba aún la fayona de Eiros: el recuerdo de la felicidad es feliz en sí mismo aunque sea triste. Me levanté esta mañana y comprobé la leña muerta en mi pumarada. En un rincón excavé un hoyo, bien grande, para que se airee la tierra unos días: en él plantaré un haya joven, comprada en un vivero. Dentro de doscientos años, ¿habrá alguien sobre la tierra que se acuerde que haya se dice ‘faya’ en la lengua del cariño y que su fruto, el hayuco, se dice “la fou”? Dentro de doscientos años, ¿habrá alguna memoria de quienes fuimos? ¿Y cariño? ¿Habrá cariño sobre la tierra estéril? No sé, la verdad: yo nunca he sido un aliado de lo irreparable, si no su enemigo irreconciliable, y haré todo lo que pueda para que lo que yo he visto, y era bello y bueno, lo vean otros. Puede que los “sofitos” que le ponga a mi viejo peral no valgan para nada, y que se me caiga el próximo invierno; pero hace doscientos años, cuando nacía Edgar Allan Poe, alguien cuyo nombre desconocemos vio en la tierra helada de enero algo sorprendente: una tímida caña que sobresalía altiva con hambre de mundo y de luz. Cavó a su alrededor, respetando las raíces, y murió muchos años antes de saber que sus ramas, por fin, sostenían el cielo.

LAS CEREZAS

Lo dice el refrán: ‘Pela Ascesión, cereces n’Uvieo y trigo en Llión’; a pesar de las amenazas de cambio climático, tan contradictorias y amenazantes, la antigua meteorología sigue sirviendo a su propósito: guiar a la gente en la azarosa vida, guiarla por los caprichosos caminos que propone la naturaleza. Estoy viendo desde mi ventana las cerezas coloradas, festín de los pájaros, y esas ramas tan cargadas son un prodigio. En Kyoto, por estas fechas, se celebra el festival de la cereza. El recuerdo alegre de los cerezos florecidos se solapa con el descubrimiento de la fruta recién madura. La fugacidad renovada de la belleza, decía un filósofo chino que cita en algún sitio Somerset Maughan, es condición de la calidad de la belleza. Como la raitanina que se ha posado un momento en sus cañas, me ha mirado sorprendida, ha picoteado levemente una cereza y se ha echado a volar, así los momentos que nos conmueven verdaderamente. Yo no estoy en Kyoto, sino en Caces d’Uvieo, antigua capital de La Ribera de Baxo, y contemplo las cerezas, el suave viento acariciando las hojas. La tarde es muy cálida: amenaza lluvia pero no es difícil distinguir en esta extraña transparencia las vías imprevistas del verano.

Hay otro refrán asturiano que dice que ‘la lluna d’otubre, siete meses cubre’. Quiere decir que si por la primera luna de octubre sopla la envernada, lo que a veces suele suceder, siete meses se mantiene el mal tiempo. Cuenten ustedes de octubre a ahora y verán cómo es verdad que nunca llovió que no escampara. Yo veo lo álamos crecidos, los caminos yermos que conducen a las brañas de Siones, en las sebes donde se entrelaza el boj antiguo y la rosa nueva se ha escondido la raitanina. Atardece lentamente, pienso en Somerset Maughan y en su libro de estampas ‘El biombo chino’. De todos los de él, éste es el que más me gusta. Por algún lado andará. Recuerdo que en una de sus estampas, que algo de barojianas tenían, le hacía decir a un filósofo chino lo dicho sobre la belleza y esta declaración tan certera: “El drama literario es siempre el mismo: es mucho más difícil describir que opinar. Infinitamente más. Por lo cual todo el mundo opina’. Si miro dentro de mí mismo, ya ven, también a veces encuentro cerezos en flor.

Unos caballos pastan en el prado de al lado: un caballo, una yegua y dos potrillas. Los caballos tienen la quietud de la atardecida, las potrillas la alegría de la nerviosa promesa de la noche. Yo escribo. Quisiera que mi página fuera una trampa donde quede atrapada la belleza, la paz de esta tarde. Ahora es una lavandera guapa la que se ha posado en la caña más alta del cerezo. Picotea una hoja levemente orbayada, saciando su sed.

Pronto será de noche y habrá que hacer renacer dentro de casa el calor antiguo. Poner velas por los que somos y los que fueron con nosotros es algo que se hace si se ha vencido la prisa, si se ha cercenado el ansia y se ve como posible la tranquilidad. Aún tengo, afortunadamente, una hora para demorarme en la descripción. Después llegará la noche y el momento de las historias. ¿Qué veo?: un paisaje cargado de tiempo se refleja tembloroso en mi retina. Antes que yo, alguien labró esos montes, colocó las piedras en los muros, plantó los avellanos. Mi cerezos, que están algo enfermos y necesitan una buena poda, saludan la noche que llega pero como yo se detienen asombrados en este instante. ¡Es tan hermoso tener los brazos cargados de tiempo!

No sé cómo será el festival de las cerezas de Kyoto, tan celebrado. Leo que los japoneses tienen la costumbre de colgar pequeños poemas de las cañas, después de retirar las cerezas privándole a la noche del rubor juvenil de la tarde. Esos poemas hablarán del adiós, de la promesa del mañana, de la melancolía –que es la peor— por lo que se tuvo y no se retuvo. Habrá en ellos, de cualquier manera, celebración de la vida. También yo, hoy, celebro la vida y la suerte de ser feliz con los míos. La primavera dispone sus últimos pasos, háganme caso y aprovéchenlos; que no venga la torcida memoria a cambiarles sus planes. Sé de lo que hablo: ya ronda demasiado la muerte en cada esquina como para no detenerse un momento en el camino y recordar lo hermosa que es la vida. ‘

Pela Ascensión, cereces n’Uvieo y trigo en Llión’. De momento, es verdad: el cambio climático se estará dando, pero por esta parroquia no se nota. Hace apenas una semana todo eran comentarios sobre la fatalidad de tiempo: que si había llovido demasiado, que las noches eran demasiado frías, que a ver quién entendía que un día hubiese sol y al otro premoniciones de invierno. Las cerezas están ahí iluminado el mundo. Yo les cuelgo este poema en sus cañas. Yo, que soy ateo, y rezo por los míos.

LOS CAMINOS SECRETOS

Me han interesado siempre los caminos, los viejos caminos. Cuando paso en coche por una carretera secundaria, incluso por una autopista, y veo un camino de tierra, un camino de los de siempre, me sucede algo que ningún anuncio de televisión, ninguna alerta comercial, me provoca. Veo el camino, que asciende verde por la perezosa ladera del casi verano y siento inmediatos deseos de pararme, aparcar el coche, y seguir la dirección que proponga ese camino me lleve a donde me lleve. Yo soy de pueblo, de un pueblo de Asturias, y eso implica haber nacido en un valle, lo que supone percepción psicológica diferente –una concepción del mundo diversa— de quien ha nacido en un llano. Quien como yo ha nacido colgado del paisaje, asomado a un balcón natural, sabe que al otro lado del valle está el misterio con sus nieblas, sus caminos complejos, su casi infinita capacidad de generar sorpresas. A ese misterio que digo se llega por caminos a veces yermos –en asturiano un ‘camín ermu’ es un camino intransitable, comido por la maleza— y a veces (si se tienen ocho años y estás en 1972) a lomos de un caballo abrazado a tu abuelo.

Mi abuelo, Pepe Manulón, era muy aficionado a los caminos secretos. Con su caballo, siempre que podía, atajaba por sitios inverosímiles y se plantaba, en dos o tres horas, en la feria a la que tocaba ir. En vano le decían que en coche se iba mucho más rápido: él se encogía de hombros. Habiendo salud para madrugar, ¿a qué cuento viene la prisa? Alguna vez fui con él a la feria de Navelgas, a la de Tineo; o a llevar una vaca al toro a un pueblo muy distante, a Busmión. De él creo que he heredado esta afición por los caminos que no llevan aparentemente a ningún sitio pero que se dirigen derechos, si quien va busca y ha leído suficiente, a eso que llamamos Asturias y que huye mientras proliferan las dentelladas de las palas en la tierra abriendo nuevas infraestructuras. (La palabra infraestructura es tan horrible como el lucro de unos pocos, tan mediocre como el pensamiento de quien las promueve sin saber para qué). De mi abuelo Pepe Manulón heredé el amor por los caminos, por la sombra de los avellanos, por la enhiesta luz de un fresno alzado en un recodo. Comparto, afortunadamente, este amor con muchos: pescadores que se pierden buscando un buen lugar donde se dé la trucha, campesinos que se resisten a abandonar su casa, domingueros que descubren que unas horas tan sólo tienen la calidad de durar más que todas las horas laborables.

Siempre que voy en coche y veo un camino que serpea unos metros junto al río, bajo la sombra de los avellanos, y después asciende lentamente por una loma dirigiéndose hacia el ‘imo’, tengo ganas de detenerme, aparcar, y caminar hasta donde el olvido de lo vivido sea posible como recuerdo y presentimiento de futuro. ‘Imo’ es palabra latina, que gasta Virgilio para definir el centro sagrado del bosque; no siempre se llega, pero tiene su valor intentarlo.

Hay un poema de Kipling, que a mí me acompaña mucho, sobre los caminos yermos. Lo traduje hace muchos años en un cuaderno y sus palabras (“Hablando en general / ya he recorrido todos los caminos / de la áspera tierra”) le han dictado a mi corazón pauta de supervivencia. Amo los pequeños rincones, no necesito de grandes escenarios para que mi mirada se convierta en protagonista. Ya digo que será por mi abuelo, que se resistía a ir a Tineo por la carretera, y que todavía tuvo tiempo para enseñarme dónde estaba la Ponte Tendina, entre Bárzana y L.luciernas, y hablarme de los que por allí habían pasado.

En Atenas, tras el calabozo donde dicen que prendieron a Sócrates, salía un sendero que conducía a la Fuente de las Ninfas; en Roma, en la Villa Pamphili, hay otro muy hermoso que desemboca en la Via Vascello. También me perdí por los alrededores de Braga, en una aldea que decían Merelim, intentando llegar al río Câvado.

Para mí, todos esos caminos secretos y verdaderos, son el mismo camino: todos llevan –con sus rodeos— a éste que soy. Si yo consiguiese escribir un camino –con sus muros, sus inclinaciones, sus musgos, sus curvas, sus piedras y sus pasos perdidos— sería un maestro. Si yo consiguiese escribir un camino, lector, se lo podría a sus pies para que anduviese un rato con su saco de sombras al hombro; que anduviese el lector al oscurecer, admirando a un lado un rosal salvaje y al otro la blanca luz de la piedra caliza; que anduviese hasta que no pudiese distinguir si lo que ve es un árbol o un gigante; que volviese sobre sus pasos justo cuando presintiese que su casa, como en el poema, está cerca y lejos a la vez.