SANTI PÉREZ ISASI
The road not takenLlegaron a un merendero, que en realidad eran dos mesas de madera en medio de un pequeño oasis de árboles torcidos. El motor se paró con un último gorgoteo y la llave hizo un chasquido al salir del contacto; después de eso el silencio era enorme, interminable. El hombre salió del coche y estiró los músculos de una forma exagerada, como un actor en una película muda; ella se quedó sentada en el coche un poco más, rebuscando en el bolso hasta encontrar el mechero y el paquete de Lucky. Después salió, se sentó en la mesa (literalmente en la mesa, con los pies apoyados en el banco) y encendió un cigarrillo. Él se la quedó mirando mientras seguía haciendo estiramientos de espalda.
—Ten cuidado, a ver si vas a provocar un incendio —le dijo. Ella no le contestó, aunque tuvo la tentación de hacerle una peineta.
—¿Cuánto crees que falta? —preguntó ella después de unos minutos en silencio, con el cigarrillo ya medio consumido.
—No lo sé —contestó él—, primero tenemos que encontrar el camino de vuelta a la autopista, y después... no lo sé. Tres horas.
—¿Tres horas?
—No lo sé, a lo mejor menos, dos horas, dos horas y media.
La mujer soltó un bufido pero no comentó nada más. Una brisa suave agitaba las hojas de los árboles encima de sus cabezas; quizás hubiera un río cerca, un arroyo, un manantial, si no ¿cómo iban a mantenerse estos árboles en medio de aquel desierto? Ella solo quería llegar, darse una ducha, echarse en la cama y dormir durante catorce horas; durante quince horas; para siempre. Todo lo demás le daba igual. Notaba el cuerpo caliente y pegajoso debajo de la ropa; se olía a sí misma, olía su propio olor por debajo del desodorante y la colonia. Él estaba mirando hacia arriba, hacia los árboles, con los brazos extendidos por detrás de la espalda arqueada, y tenía la mente vacía como un televisor lleno de nieve. Paracía que estaban en un lugar fuera del tiempo, preparado solo para ellos dos.
De repente se oyeron unos crujidos en la maleza que rodeaba el merendero, unos jadeos y unas pisadas; se volvieron a mirar, y por un momento no pasó nada. Luego se vio un hocico, unos ojos grandes, unas orejas caídas, y detrás de ellas un cocker spaniel cubierto por varias capas de pelo castaño largo y algo sucio de polvo. Dio dos pasos más, se paró y se les quedó mirando alternativamente, a él, a ella, a él, a ella, con la lengua fuera y las patas ligeramente separadas. La mujer frunció el ceño y le dio otra calada al cigarrillo.
—¿Y este, de dónde ha salido?
El hombre se acercó hacia el perro y alargó lentamente la mano.
—¡No lo toques! —gritó ella, pero si el hombre la oyó, hizo como si la hubiera oído: se agachó frente al perro y le pasó la mano por la cabeza varias veces. Ella sopló fuerte, para expulsar el resto del aire del cigarrillo o para demostrar su irritación, probablemente para las dos cosas al mismo tiempo.
—No sabes dónde ha estado, no sabes de dónde viene... Te puede morder —le dijo.
—Qué me va a morder —contestó él—, míralo qué cara de bueno tiene.
—Esos son los peores —dijo ella, y luego se arrepintió, porque eso era lo que le solía decir a él, de broma, cuando eran solo novios, y utilizar esa frase ahora, cuando la ironía se estaba empezando a perder y cuando de verdad pensaba que al fin y al cabo los que parecen buenos son los peores, le añadía a la situación un grado de acritud innecesaria.
Afortunadamente él no parecía haberse dado cuenta, y se entretenía metiendo la mano entre la pelambrera del lomo del perro, deshaciendo algunos nudos, haciéndole cosquillas detrás de las orejas. “¿De dónde has salido tú, eh, eh?”, le decía al perro, hablándole como si fuese un bebé y no como si estuvieran perdidos en un merendero en medio de la nada. El perro se dejaba hacer; se podría decir que sonreía, pero probablemente fuera solo una impresión. Los animales son solo animales, no son seres humanos, ni niños. Luego el hombre se puso de pie, miró alrededor en varias direcciones y volvió a preguntar, esta vez dirigiéndose a ella:
—¿De dónde habrá salido este perro?
—¿Tiene collar? —preguntó ella.
—No —contestó él, después de comprobarlo —pero a lo mejor tiene chip.
—No tiene pinta de tener chip, tiene pinta de ser medio salvaje.
Él se quedó callado, mirando hacia el horizonte, pero en realidad no parecía estar mirando nada, o por lo menos nada de este mundo. Ella terminó el cigarrillo, lo apagó contra el borde de la mesa y luego lo tiró debajo del banco. Una bandada de pájaros en forma de V sobrevoló el merendero y se perdió en dirección al sur. El perro empezó a corretear alrededor del hombre, como si quisiera jugar, y como vio que no lo conseguía se giró hacia la mujer. “A mí no me toques”, dijo ella, y en dos zancadas se metió en el coche y cerró la puerta de un golpe; el perro la siguió desde lejos, con esa lengua enorme colgando y esos ojos idiotas. Seguía oyéndose el crujido de las hojas de los árboles; el cielo estaba azul, pero todo parecía anunciar una tormenta.
—Bueno, qué, ¿nos vamos? —preguntó la mujer, con tono impaciente. (Se olía a sí misma, y no le gustaba su olor).
—¿Cómo nos vamos a ir? ¿Y el perro?
—¿El perro qué?
—No vamos a dejar al perro así, sin más.
—No le va a pasar nada.
—Eso no lo sabes.
—¿Nos vamos?
Él dio unos pasos levantando una polvareda cobriza, volvió a agacharse delante del perro, y volvió a pasarle la mano por la cabeza y por el lomo.
—¿De dónde has salido tú, eh? ¿Tienes dueño? —le preguntaba, casi tocando nariz con nariz.
La expresión del perro parecía divertida, como si supiera la respuesta pero no estuviera dispuesto a revelarla, por lo menos por ahora. La mujer intentó recordar si había metido toallitas húmedas en la maleta; desde luego, iba a pedirle, no, a exigirle que se lavara bien las manos antes de tocar nada cuando llegasen a su destino. El hombre se irguió otra vez, y otra vez volvió a hacer estiramientos con los brazos, como si evaluase la posibilidad de volver a ponerse al volante.
Luego se acercó al coche, por el lado del copiloto, y se acuclilló junto a la ventanilla abierta; ella giró el cuello para poder mirarlo sin tener que mover el cuerpo, con la cabeza ligeramente inclinada.
—Podríamos llevárnoslo —dijo él.
—¿Llevarnos qué, a quién? —contestó ella
—Al perro —dijo él. Como si entendiera, el perro dio unos pasos y se puso a la misma altura del hombre.
—¿Cómo vamos a llevarnos al perro, estás tonto o qué?
—¿Por qué no?
—¿Cómo que por qué no?
—Pues eso, que por qué no.
A la mujer las respuestas se le agolpaban en la cabeza, pero en vez de dar ninguna de ellas se quedó callada en el coche, con el codo apoyado en la ventanilla abierta. Notaba cómo la rabia le iba subiendo por el cuerpo, cómo se le iba acumulando en la cabeza. Sin poder evitarlo, esta situación llamaba en su memoria otras situaciones semejantes, en las que la inconsciencia de él, su optimismo insensato, su “vamos a hacer esto y si sale mal luego veremos cómo lo arreglamos” les había costado caro, a los dos. Sobre todo a ella, que al fin y al cabo... Era su cuerpo el que estaba en cuestión; era su cuerpo el que estaba oliendo a podrido allí dentro del coche.
Intentó contrarrestar la rabia pensando cosas buenas de él, pensando en la última vez que hicieron el amor: al terminar ella le dijo que le quería, y lo había dicho de verdad, con sentimiento, aunque fuera un sentimiento condicionado por el polvo que acababan de echar. Pensó también que cuando llegasen a su destino, y después de una buena ducha y de veinte horas de sueño, iban a volver a hacer el amor, y que al terminar iba a volver a decirle que le quería, y quizás incluso en esa ocasión fuera sincera. Pero era inútil, la rabia se le había incrustado detrás de los ojos, y la vista de aquella lengua llena de babas (la del perro) no ayudaba a calmarle.
—Siempre haces lo mismo —dijo por fin, entre dientes.
—¿Cómo? —contestó él, desorientado.
—Que siempre haces lo mismo. Siempre eres igual. Siempre quieres ser el héroe... el puto héroe...
—No sé de qué cojones...
—Y luego las consecuencias, para los demás. ¡Vamos a comprar una casa! ¡Vamos a comprar un coche nuevo! ¡Voy a dejar mi trabajo, porque me aburre!
—Vete a la mierda.
—¡Vamos a tener un hijo, aunque no tengamos dinero ni para pagar la hipoteca! ¡Vamos a tener un hijo ahora, porque yo quiero ser padre y todo lo demás me la suda! ¡Vamos a tener un hijo ya, ahora, porque a mí me sale de la polla!
—¡Vete a la mierda!
—Y luego, soy la que tengo que... ¡Joder! Siempre soy yo la mala del cuento. ¡Es mi cuerpo el que...!
Él dio una patada al suelo, levantando una humareda de tierra, y ella se calló en medio de la frase. El perro había abandonado su expresión risueña, y ahora parecía asustado o triste, o confundido; con la pata delantera derecha rascaba el suelo, y al mismo tiempo olfateaba el polvo, como buscando un rastro. El hombre dio varios pasos en dirección al coche, en dirección a ella; luego se detuvo, giró sobre sus pasos, volvió a girar, miró al cielo, al suelo, a ella. (Por encima de sus cabezas solo se veía una lámina azul perfecta; no habían visto pasar un solo coche desde que estaban allí).
—Vale —dijo él por fin, con los puños apretados—. No nos lo llevamos. ¿Qué quieres que hagamos con él entonces?
—No lo sé, dejarlo e irnos. Vámonos de aquí.
—¿Dejarlo e irlo? ¿Estás segura? ¿No quieres que lo mate?
—¿Qué?
—¡Que si no quieres que lo mate! Si quieres lo mato, me lo cargo, ¿es eso lo que quieres, eh?
—¿Qué...?
—Con una piedra, si quieres me lo cargo con una piedra. Le machaco la cabeza. ¿Te parece? Con una de esas piedras de ahí, le machaco la cabeza a golpes, ¿te parece bien?
Ella tenía la boca abierta, y no parecía ser capaz de cerrarla, ni de usarla para contestar nada. Vio cómo el hombre se acercaba a un montón de piedras blancas y lisas que estaban amontonadas junto a la mesa, vio cómo se agachaba a coger una, vio cómo se acercaba con ella en la mano hasta el perro, y el perro, después de dar un temeroso paso atrás, se quedaba quieto delante del hombre. Luego lo vio levantar la piedra, dejó escapar un grito y cerró los ojos. El viento seguía agitando las hojas encima de sus cabezas.
Después de unos segundos, el hombre entró en el coche y agarró el volante con las manos temblorosas.
—Vámonos de aquí —dijo.
—¿Lo has matado? —preguntó ella, con un hilo de voz.
—¿Tú qué crees?
Ella miró, se atrevió a mirar por fin por la ventana y vio al perro, vivo y jadeante, correteando entre el polvo y las cenizas del merendero.
“Vámonos de aquí”, repitió él, y encendió el motor. Enseguida estaban en la carretera, en dirección al Este, o en la dirección que él pensaba que debía de estar el Este; en la tercera rotonda por fin un cartel azul les indicó el camino hacia la autopista. Él se esforzaba por no mirar por el retrovisor, porque sabía que si lo hacía vería al perro corriendo detrás de ellos, persiguiéndolos con la lengua fuera. Ella solo pensaba que por fin estaban otra vez en movimiento, lo que quería decir que cada segundo que pasaba estaban más cerca de su destino; era eso lo que importaba, y lo demás...
Sin girarse, la mujer miró al hombre por el rabillo del ojo y le pareció que estaba haciendo esfuerzos por no llorar. “Te quiero”, le dijo, poniéndole una mano en el muslo. Él tardó un poco en responder. “Yo también a ti”, dijo. No sabía si lo decía de verdad, si ninguno de los dos lo decía de verdad, pero quería pensar que sí. Definitivamente, el amor era una cosa extraña.