Julián Rodríguez – Oscuro oráculo

Fundación Ortega MuñozNarrativa, SO4

JULIÁN RODRÍGUEZ

OSCURO ORÁCULO (UN FRAGMENTO)

No recuerdo ahora sino que la última vez que pensé en ella con algo parecido al amor y no con hartazgo o pesadumbre fue en Roma o en Lisboa, hace nada, uno de estos últimos viajes de fin de semana, y que me pareció muy pequeña, ligera, minúscula pero hermosa, allí sentada, en aquel restaurante con terraza y parasoles, y que hacía mucho viento, y que, como salida de otra época (todas las mujeres de las que me he creído enamorar venían de otra época), se puso un pequeño chal transparente sobre los hombros. Y yo la miré, y no pensé ya en ella, o que ella era mía esos días, aunque de alguna manera yo era suyo, sólo una parte de mí en realidad (epidermis, cutículas, berrinches, poco más), y no volví a pensar en ella de ese modo tras aquel acceso de amor que duró segundos, sino que toda mi atención fue para la gran valla que decía, al otro lado de la plaza, Bienvenidos en varias lenguas, y al acercarnos, lo que a lo lejos eran sólo como líneas u ondas o montañas en blanco sobre negro, resultaron ser frases garabateadas por turistas de mil lenguas, que ella comenzó a traducir con entusiasmo japonés: Bienvenidos a Neotokio: Europa ya es Japón, Tengan cuidado pues todos los taxistas de la ciudad le engañarán, Del cerdo y de la gallina todo se puede aprovechar, No hay alas suficientes para elevarte. Esta última frase me ha llevado hasta Max Payne. Es como si alguien hubiera copiado las frases de un periódico, dijo ella, pero yo pensé que mejor habría sido copiar esas frases en los márgenes del mismo periódico. Cada email suyo me deja esa sensación de “la voluntad rota”, porque me recuerda el tiempo que me entregué a ella de alguna manera, casi sin voluntad, o demasiado cansado al llegar el viernes, al conducir para encontrarnos. Me he prometido, yo me había prometido, incluso le hablé a mi padre de ella. No tengo que pagar más deudas, ni tengo enfermedades infecciosas, y mi padre ha sido enterrado, como quería, y a mí, al Italiano, tampoco me deben nada. No puedo negar que tras las sombras todo es deslumbramiento, ésa fue la última frase de aquel cartel, y cuando ella la tradujo, comenzó a imaginar en voz alta quién sería el alemán (la letra era de hombre) que había escrito aquello. Quizá por eso, siguiendo un canto que yo no pude o no supe escuchar, una música, una canción que contendría aquella frase, se decidió finalmente a pasar el verano en Berlín.

Se hizo de noche antes de tiempo, estaba nublado en medio del verano. Días a destiempo llamaba a estos días mi padre. El amor es un joven sauce verde, leí en la cita con la que el periódico regional abría un “especial parejas”. No sé a cuento de qué, tarea para becarios. Queda muy lejos San Valentín. Los dueños del adosado acababan de matar siete gatos recién nacidos: los metieron en una caja de cartón y le prendieron fuego allí mismo, en el rincón del patio donde habían nacido aquellas crías. El perro ladraba y ladraba delante del fuego. Cada vez más, me cansa aparentar esa simpatía, que soy servicial. No sé distinguir entre servicial y servil. Tengo ganas de ir a la sierra, de nadar desnudo de noche. Ella nació en 1977, yo en 1971. Después de ella, me he prometido, no habrá otras mujeres, es decir, las mujeres serán sólo amantes o sólo amigas. La idea no es original, hay una canción que habla de ello, de todos modos, eso mismo me lo he prometido muchas veces. Aunque quiero ser socio, ya no hago caso de las presiones de la empresa, y así lo he dicho esta mañana, a la hora del café: Necesito un minuto de descanso. Y no me refería, claro, a un minuto en sentido estricto. En la sierra, más allá de los pinares, en los campos de tomillo, hay enjambres de color púrpura al atardecer. Camino solo, o con algún amigo que no ha dejado el pueblo, o que volvió después de hartarse de la ciudad, de las ciudades, y vamos a pescar. El aire es tibio, hay rosas, hortensias gigantescas, animales que parecen blancos de tanta luz al mediodía. Atardecer, mediodía... Y amanecer. Cantan los gallos, los perros ladran. El azul del cielo, hubiera dicho ella, es liberador. Siento un escalofrío cuando me levanto. Piso las losetas de barro del suelo, miro el grifo que gotea en el baño, bajo a la primera planta. Esta casa no la venderé. Es un escalofrío que he querido compartir en más de una ocasión. Al mirar ese azul, al asomarme a la ventana. Como si de pronto fueran a echarse a volar ángeles, serafines, querubines, con trompetas, cantando, riendo, con antorchas en medio del día recién estrenado. Querubines de labios rosados, de labios húmedos, y ángeles con pechos femeninos que apetece chupar, tocar. Estoy excitado, empalmado. Trato de masturbarme sin pensar en ella. Queda ceniza en la chimenea, abono con esa ceniza las plantas del jardín que nadie riega desde que murió mi padre, espero que no se seque en verano, he de contratar a alguien. Quizá ya no importe: nadie será capaz de vender casas, pisos, naves, oficinas, locales, ningún banco concederá las hipotecas, nadie vendrá a llamarnos o a visitarnos, nadie que vaya a tener éxito quiero decir. El verde seto y la plata, parece, de esas hojas grises que no sé describir. Nado, me sumerjo, nado. Buceo. Hago como si estuviera muerto, primero boca arriba, luego boca abajo. Hay fresas salvajes y tardías en la orilla, se ven desde aquí, desde esta poza oscura a la que sólo vienen los más audaces. Eso me decía mi padre de niño. Pero ahora somos seis o siete los que fingimos estar muertos a las doce de la mañana. Aguantar, aguardar, hundirse, desbordarse. No hay leyes para este fingimiento. No hay sol aquí debajo, tan oscuros bajo los árboles, bajo las ramas tupidas. El amor es un joven sauce verde. Siete muertos que nadan y cuatro o cinco cabras que mordisquean las hojas de uno de los sauces de la orilla. Su corteza es curativa. Y de niños la aplicábamos en el punto donde habíamos recibido los golpes, en las inflamaciones. Su corteza tiene salicina, la salicina puede ser aislada, la salicina produce ácido salicílico. No surgieron de esta misma planta, pero los sauces de mi río son aspirinas.

No hizo falta pagar el tanatorio, el entierro, el nicho. Se ocupó el seguro de mi padre. Los abandonados no queremos ocuparnos de eso. La civilización avanza, o algo así, dijo el encargado del tanatorio. He de ir al notario. Esta vez no se trata de acompañar a un cliente, de saludarnos y sonreírnos y pensar, cada uno de nosotros, menos el cliente, en las ganancias. Cuantas menos molestias para los familiares, mejor, dijo el enterrador. Por la tarde vi una película de ciencia ficción que había descargado. Precisamente sobre el avance de nuestra civilización, o sobre el futuro. El falso Olham es un androide alienígena, Olham cree, sin embargo, que es real, que es humano. Los alienígenes, como suele suceder en todas las historias de ciencia ficción, son superiores a los hombres. Su civilización ha avanzado más que la nuestra, debería contarle al enterrador. El verdadero Spencer Olham ha diseñado el arma que acabará con ellos, el falso Spencer Olham cita a Einstein y no cree en Dios y no reza como un hombre, aunque es más humano que todos los hombres que lo rodean, salvo uno quizá. Siempre, en medio de una civilización superdesarrollada, el submundo. Le he enviado un email con estas palabras, y ella ha respondido, pero no enseguida. Ha añadido como postdata: ¿Estás triste? Nadie baila como yo en las fiestas de la empresa, ninguno es tan rápido con los pies. Si me araño, debajo de mi piel hay un árbol todavía joven, decía mi padre citando a no sé quién. Salgo a comprar unos pantalones, camisas de rebajas, tres helados de chocolate. Luego aparco en lo alto de la montaña que vigila la ciudad, junto al monasterio. Un traje marrón, con hilos de oro te viste, cantaban las monjas a su Virgen, Tus dedos deshielan los arroyos. Nadie baila como yo en las fiestas de la empresa, nadie miente como yo. Ninguno es tan rápido con los pies. Recuerdo muy poco de mi infancia, algo lo borró todo como en una de estas películas de ciencia ficción. Sólo queda media docena de recuerdos vagos, que quizá no son ni siquiera míos pues no recuerdan a nadie que luego haya conocido, ni siquiera a mis padres. Lanzo la raqueta contra la casa vecina, trato de que entre por la ventana del piso superior. ¿Pero qué casa era aquélla? ¿Qué casa la nuestra? No la he vuelto a ver. ¿Dónde vivíamos? Tú me escribiste que veraneabas con tu familia en Nantucket cuando tu padre trabajaba como ingeniero allí, antes de que tus padres se divorciaran, antes de volver a las Canarias. Quizá el recuerdo sea tuyo. Cazabas luciérnagas con tu hermano pequeño, inventabais un pájaro que no podía volar, y una rama, y un tejado de madera. Durante horas mirábamos aquel pájaro en la rama. Y no se movía. Era muy emocionante pensar que un día podríamos atraparlo, a esa edad los pájaros lo son todo. Le lanzamos las raquetas de bádminton, pero no se inmutaba, quizá porque era inventado. Salió volando cuando las lanzamos por décima vez, como si hubiera estado contando. Era un pájaro de sangre fría. El que es bueno con un martillo tiende a pensar que todo es un clavo, dejó escrito como postdata, junto a varios links que comentaba (entre risas, imagino). Abrí una carpeta, guardé sus últimos emails. Luego, de uno de sus links, copié esto y lo pegué como firma, tras la D de mi nombre de pila, en un mensaje ccoo para todos mis conocidos: Pero el comportamiento en el ser humano es a veces una defensa, una forma de ocultar los motivos y pensamientos, como el idioma puede ser una forma de ocultar sus pensamientos y la prevención de la comunicación. No sé qué servidores, pero fueron muchos los que devolvieron mi mensaje. Si la única herramienta que tienes es un martillo, tiendes a ver cada problema como un clavo. Mañana noche celebro mi cumpleaños número cuarenta, disculpad la poca ceremonia en la invitación y el breve espacio de tiempo que os doy para que os apuntéis a un concierto que requiere viaje y a alguna consumición, ambos correrán de mi cuenta. Quien quiera asistir que se prepara para viajar: enviadme un mensaje de móvil para que arregle lo de las entradas. No soporto las multitudes agitadas rodeándote, no aguanto a tus ex suspirando en coro, no quiero saber nada de tus años que pasan, y no tolero que me financies una entrada ni siquiera a un sótano insalubre, así que, una vez justificada mi dolorosa ausencia, te deseo una madurez pletórica y un final de verano suficientemente hermoso con este beso mío que nunca disfrutarás. Algo de bebida y ropa decente, basta eso, no nos invites a un concierto. Caro, ¿puedo llevar a quien quiera? La verdad es que no me gusta el giro algo ordinario que ha tomado nuestra amistad, y me siento culpable, no te estoy acusando de nada, al contrario: cuando tú te acusaste de haber sido insensible, cruel y estúpido, te aclaré que no era cierto y que no me sentía ultrajada por una impronta que se explicaba también por la presencia de tu nueva ¿novia?, por lo demás, en absoluto celosa. Imposible, amigo, traveleando, take note of my new e-mail address, me han hackeado la antigua. Bórrame de tu lista de correos y no me vuelvas a enviar un mensaje jamás, ¿quién te has creído? Todo esto no resta un ápice de mis sentimientos, simplemente significa lo que Goethe resumió así: te quiero todavía, pero tú nada tienes que ver con ello.

Era como escanear sus caras una y otra vez, yo conducía y de cuando en cuando miraba el retrovisor, todos dormían. Volvíamos del concierto. Habíamos ido a la playa a ver amanecer, nos habíamos bañados desnudos, luego oímos una sirena y nos vestimos a toda prisa. Me quedé dormido sobre el vientre de la Segunda Secretaria. Podía oír dentro de ella, como si fuera una caracola, el zumbido del acantilado. Pensé en los glaciares que había fotografiado mi padre. Las sirenas eran de un coche de bomberos, alguien había prendido fuego a dos contenedores de basura junto a la sucursal de un banco. Humo sofocante. Sofocante humo. Perry Farrell le dedicó una canción a un amigo que acababa de morir. Todo el tiempo sintiendo eso que llaman carga emocional la Segunda Secretaria. Atravesamos un valle cubierto todavía por la niebla. Unos kilómetros más al sur, comenzó a llover, inesperadamente. La conclusión es que hemos aprendido a comprendernos, a tener nuevas relaciones personales y musicales, no hemos vuelto a los escenarios por dinero. Paramos a tomar otro café. Habían desaparecido las moscas, las avispas, las abejas. El agua de la cafetería sabía a cobre. Fuimos al concierto de Jane’s Addiction, le escribí a Berlín. Conduje yo. Alquilé un monovolumen a nombre de la empresa, veinte por ciento de descuento. Dormimos en un hotel barato, cerca del Museo de Bellas Artes. Fuimos a la playa. Hacía calor en Bilbao. He despertado muchas veces sin saber qué había ocurrido la noche anterior. Luego, poco a poco, he ido recordando. Medio borracho en una extraña almohadilla, un vientre, un pecho, la espalda de alguien. Siempre todo parece de color gris entonces, luego se va abriendo el azul, los pinos adquieren su verdadero color, su verde, y se oyen todos los ruidos como amplificados. Si estuviéramos en la sierra, con ese nuevo don de los ojos muy abiertos, podríamos descubrir las pistas de los conejos, las huellas de los venados. Pero nunca llegaremos a usar ese poder, dura tan sólo unos segundos, esa superconsciencia. Le escribí que había miles de gaviotas, pero que ninguna se acercó a nosotros. Parecían alteradas. Quise decirle que había pensado en nuestros últimos viajes, en nuestros primeros viajes. Nunca nos conoceremos lo suficiente, no había tiempo, ya no hay tiempo. Conduje despacio. Saltamos y saltamos, Dave Navarro se había quitado la camiseta, se había atusado el pelo, ensayó, sonriéndonos, el riff de una canción de la banda que amó y luego abandonó, Red Hot Chili Peppers, su regalo infantil, fueron sólo unos acordes, la luna estaba entera en lo alto, ni los focos del escenario podían con ella. Yo bailaba también en las montañas. En la sierra. Éramos diez o doce adolescentes, el verano siempre nos reunía. Teníamos cinco montañas para nosotros, cada una con su nombre. Nos gustaba llegar antes de que atardeciera, el crepúsculo era la calma, se levantaba el viento, seco primero, luego ya muy frío, a través de las agujas de los pinos. De madrugada bajábamos al pueblo, sin despertar a nuestros padres, con el coche de Marc el Francés en punto muerto. Alguno se quedaba dormido en el refugio, y alguna de las chicas tenía lápiz de labios para los dibujos: en torno a los pezones del dormido, marcando su ombligo, escribiéndole con cuidado, para no despertarlo, dos o tres mensajes tontos. Todos seguíamos aquellas palabras de un tebeo: Somos hijos del dios de las montañas.

La noche del domingo vi dos películas, no podía dormir, puse música, me aburría el recuerdo de los conciertos de Bilbao, el sexo casi adolescente, insatisfactorio, en la playa, busqué otra película en el disco multimedia. Vi de nuevo Pitch Black, y compré por Internet una secuela en versión anime, imposible descargarla gratis. Soñé con la nave de los caza-recompensas, querría pilotar una. Desperté con mucha sed. Otra vez hinchado, ahora lleno de la playa de guijarros, de la lluvia, de las gasolineras. Me masturbé tumbado en el sofá, con los ojos cerrados, pensando en la Segunda Secretaria. Me duché e hice medio litro de café. Escribí dos o tres emails. Van madurando las moras en las zarzas, las bayas en lo más oscuro, todavía ácidas. He llegado a sentirme como el hijo de un oso, con dientes bien afilados. ¿Hubo osos alguna vez en estas montañas? Llévame al sitio en que naciste. Nací en la ciudad. Éste pueblo no es el pueblo de mis padres, simplemente les pareció una buena opción para pasar las vacaciones, los días libres, ellos eran de ciudad. Los niños del pueblo me aceptaron como si fuera uno más. Como yo, soñaban que eran hijos de un oso. Querríamos vivir en cavernas, arrasar los manzanos, pescar truchas con nuestras garras. Dormiremos en invierno, descansaremos tras la furia y el celo. He follado con ella en la casa de mis padres, poco antes de la muerte de mi padre. Nadie nos vio entrar, nadie nos vio salir. No tuve que saludar a nadie. Llegamos muy tarde y nos fuimos muy temprano. Los arroyos más pequeños se secarán a mediados de agosto. Pero todo está verde alrededor. Una mujer se lanzó desde un cuarto piso y cayó sobre el perro de un vecino. Murieron los dos. Estaba deprimida, su novio le pegaba, estaba borracho cuando llegó la policía. El vecino del perro estaba desconsolado, el dueño de la perrera también: había perdido la cuota de doscientos euros de agosto, cuando el vecino se fuera a la playa, no pudo menos que decir Qué hijaputa. Lo contaban en los bares del polígono ganadero entre risas, ya nadie pensaba en la mujer. Residencia Canina, rezaba en el cartel. Fui a decirle a aquel hombre que quería vender el boxer de mi padre. Le dije al secretario del notario que pasaría esa misma semana sin falta, aunque lo dejará para más adelante, no hay prisa. Es un perro viejo ya, no sé si alguien lo querrá, le queda poco. Copias de expedientes de desahucios, chivatazos, pasé a recogerlas por la cafetería de siempre, le dejé un sobre con seiscientos euros al chivato de Hacienda. Además, tuve que invitarlo a desayunar, ni siquiera hizo el gesto de buscar la cartera. Ya no disimulamos. Otro me cuenta luego sobre las viejas muertas con grandes pisos vacíos, sin herederos cercanos, o con hijos que quieren deshacerse de todo un mes. También yo soy un enterrador, y mi agenda electrónica tiene más nombres y direcciones de muertos que de vivos. Al principio sentía asco ante algunas conversaciones, yo mismo uno de los que allí contaban cómo repartirlo todo, cuál sería la mejor estrategia de venta. Duraba poco el asco: hacía cálculos mentales del beneficio. La abuela acababa de morir, o el padre, o el hermano de un infarto. Antes de la muerte de mi propio padre, ya me conocían en los bares de los tanatorios. He acordado negocios mientras aparcaba el coche fúnebre o la viuda lloraba junto al féretro: el hijo más dispuesto decía Vendedlo cuanto antes. El vestido negro sobre la cama de la madre, daban igual los dorados del ataúd, los dorados falsos. A plena luz del día todo era falso. Pero salías del tanatorio y los árboles eran verdes y puros como todos los árboles. Fumabas, buscabas el coche en el aparcamiento. Fumas, buscas el coche. Voy al gimnasio. Te echábamos de menos, dice mi monitor. Dos meses sin venir por aquí. De todos modos, pienso, bien que me han cargado en la cuenta los recibos. Eso sí, recibí la llamada de felicitación de esa voz electrónica por mi cumpleaños. Todo el personal de Ábaco Wellness quiere desearle un feliz día. Sobre las bicicletas estáticas un sinfín de madres jóvenes que no caben en sus bañadores. Al acabar, se abrazan un poco, se saludan, dónde vas de vacaciones, beben sus Acuarius, Coca Cola Zero, en ocasiones me he masturbado pensando en ellas, en hacerlo con dos o tres a la vez, en el tatami. Sudar es como poner tu vida en salmuera, la conserva, ríe siempre el monitor de musculación, saluda así a todos los novatos. Es el rey de los juegos de palabras. Está calvo, tiene cincuenta años, pero se liga a todas las jovencitas que pasan allí al menos dos meses. Aparenta menos edad, no tiene ni un gramo de grasa, como le gusta decir. Es el rey de los tópicos. Necesita un mes para presentarse, ríe también. Y otro para consumar. Ah, la risa de los gimnasios. En verano nadie trabaja por la tarde en nuestra agencia. A primera hora el Tour de Francia, luego una película o dos, dormito, como algo. Salgo a la calle cuando la vida, según ese mismo monitor, se reactiva. Sé que la vida va pasando porque crece el número de mis canas y aumenta mi lujuria.