Jesús García Calderón – El extraño 1975

Fundación Ortega MuñozNarrativa, SO3

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JESÚS GARCÍA CALDERÓN

BADAJOZ, 1975


EL EXTRAÑO
1975

Para Valentina Calderón y Manuel García Vela

Le pareció un extraño el que se levantaba de la cama y comenzaba a vestirse con rapidez, otro muchacho que hubiera llegado hasta su alcoba a lo largo de aquella turbia noche y se hubiera tendido a su lado en la vencida cama-mueble y, de algún modo, aun sabiendo que se trataba de él mismo, hubiera suplantado su reciente forma de ser.
      El calor casi se había ido. Todavía flotaba en el aire igual que la niñez se adivinaba aunque se había marchado ya del cuerpo de Javier Metopa. Eran los últimos días de junio y aún tenía quince años. Afuera, la tímida ciu- dad se despertaba y las calladas calles de la mañana parecían extrañas sombras que hubieran vuelto con el amanecer tras un corto viaje. Aquellas calles eran como su propia casa, como el amplio piso alquilado de su familia numerosa, un tanto deslavazado y roto por el cansancio, casi propio después de tantos años, casi habitado por vidas adultas y completas.
      Cuando salió de la alcoba se dirigió a la cocina y encontró una pequeña bandeja con el desayuno, sólo tenía que calentar el café con leche que su madre le había dejado en un pequeño cazo de metal. Parecía que las cosas le aguardaban, la vieja taza, la cuchara, el montón de galletas, como vestigios de otro tiempo o recuerdos domésticos de un hogar ya perdido. Desayunó aplicadamente y en silencio y había en él, en su rostro, en su edad o en su aparente tranquilidad, algo emotivo y sencillo a lo que resultaba difícil dar un nombre apro- piado. Supo que su madre había despertado y se acer- có hasta su cuarto. A través de la puerta abierta, escuchó su voz un tanto quebrada que le hablaba desde la penumbra.
      –¿Desayunaste ya, Javier?
      –Sí, ahora mismo termino...
      Pensó que la casa se iba llenando de luz y le agradó.
Volvió a la cocina que le pareció más pequeña que nunca, como si hubiera descubierto una forma nueva de mirarla y enjuagó los servicios del desayuno en el fregadero. Terminó pronto y repasó una vez más su escueto equipaje. La bolsa no era muy grande pero allí llevaba todo lo necesario, allí y en la cartera un tanto raída que alguien había desechado y encontró perdida en algún cajón del comedor. Comprobó que lo tenía todo y, en especial, las mil pesetas que su madre le había entrega- do la tarde anterior, un ejemplar de La isla del fin del mundo en una edición de bolsillo de la Editorial Juventud que le habían regalado unos días antes y había empezado a leer con cierta desgana, algunas tristes monedas y otras cosas inútiles que había decidido llevar- se como un llavero sin llaves con el escudo esmaltado de la ciudad. Aunque era demasiado temprano, decidió marcharse y no esperar más para llegar con tiempo suficiente a la estación y abandonar la extraña soledad que aquella casa le transmitía. En el largo pasillo un susurro invisible parecía invitarle a que se marchara.
      Al despedirse prefirió no pensar en nada, limitarse a dar un beso y no plantear ningún problema. No sentía propiamente tristeza, sólo sentía una forma de añoranza que no hubiera sido capaz de describir, una añoranza del mismo presente que vivía. Entró en la alcoba y besó suavemente la mejilla de su madre y le notó en los ojos una evidente amargura. Comprendió que estaba arrepen- tida de que se marchara solo y tan temprano pero tam- bién comprendió que ya había asumido el dolor que aquello pudiera acarrearle y que estaba dispuesta a sufrir.
     –Deja el pijama de esta noche que está muy viejo. Llévate sólo el que te compré ayer y el otro que te guar- dé limpio...
     Javier no respondió, sólo asintió y besó a su madre en la mejilla mientras cerraba los ojos y procuraba son- reír.
     –Adiós, mamá...
     –Ten mucho cuidado, hijo, no dejes de llamarme por la tarde, bueno, cuando llegues... yo llamaré a Carmela a la hora de comer...
     –No te preocupes, lo haré.
     Salió y pasó junto a la puerta cerrada del dormitorio de su padre. Se detuvo y no supo qué hacer y estuvo allí parado unos instantes, atisbando el silencio, sintiendo la presencia de quienes dormían en otros dormitorios de la casa. Finalmente entró sin vacilar y sintió todo el peso de la alcoba vacía y una larga penumbra de semanas. Sabía que su madre había guardado aquellas cosas en el cajón de la mesilla. Lo abrió y se sentó un momento sobre el lecho desnudo. Aquella cama, grande y vencida por los años, le recordó los domingos de su infancia, las mañanas en las que su padre le dejaba acostarse con él durante un buen rato y dejaba pasar el tiempo feliz sin hacer otra cosa que estar con él. Había un reloj Longines automático con la correa extensible, un meche- ro Dupont con las iniciales de su padre, una pluma Sheaffer que le pareció algo gruesa, de tacto y corazón suave por el uso continuo y los valiosos gemelos anti- guos con dos brillantes pequeños de los que tanto se hablaba. Eran las cosas de su padre. Había oído que tenían que repartirlas los hermanos varones y aún no sabía muy bien qué iba a tocarle. Había pensado, inclu- so, decirle a su madre que se lo diera ya para llevárse- lo, pero al final le había faltado valor. Ahora miraba los objetos y le parecían, como antes le pasó con la peque- ña bandeja con el desayuno, humildes vestigios de una derrota y se despedía de su delicada estela, de una pre- sencia que asociaba con tantos momentos gratos de su vida. Pensó que nadie debía separar aquellas cosas y que debían permanecer juntas, reunidas dentro del cajón de la mesilla pero enseguida se dio cuenta que era un error porque prolongar los rituales del olvido las haría cosas especialmente tristes e inútiles. Al menos, por separado, quizá pudieran servir a otras manos con la misma ilusión y eficacia que habían servido a su padre.
      Cuando al fin salió al rellano de la escalera cerrando la puerta del piso sin hacer ruido, recordó que última- mente le dejaban las llaves de casa de vez en cuando. Ahora se marchaba y no tenía ninguna, ni las necesita- ba y aquello, mientras bajaba en el viejo ascensor con su equipaje, le hizo sentirse un poco preocupado. Ninguna puerta que abrir, sólo teléfonos y puertas donde llamar y donde esperar que alguien te atienda o te deje entrar durante un cierto período de tiempo. No lo dijo pero lo pensó, no lo dijo en voz baja ni permitió que su pensamiento se alzara con esta frase, aunque lo pensara, porque le parecía que resultaba ingrato e inapropiado para su edad. Quien no tiene llaves no tiene un sitio en el que imponer su voluntad por mucha razón que tenga.
      La primera decisión que adoptó cuando alcanzó la calle –la había madurado en los días anteriores– fue ir andando hasta la estación de autobuses y ahorrarse el dinero del taxi. No era, para él, una cantidad desdeña- ble. La bolsa no pesaba mucho, la estación no estaba demasiado lejos y tenía tiempo de sobra. Ocurrió entonces algo extraño. Aunque era muy temprano, un viejo taxi frenó junto a él y tocó el claxon. Era Pulgarín, que conducía un mil quinientos que su madre utilizaba de vez en cuando. Siempre le había llamado la atención lo bien que lo trataba su madre y lo serio y formal que le resultaba aquel hombre grande que vestía una especie de gastado uniforme compuesto por una gorra de visera y una chaqueta azul llena de prácticos bolsillos. Anda sube, que no vas a llegar. Seguro que vas a Sevilla y que tu madre se ha olvidado del horario de verano: ahora el autobús sale media hora antes...
     
Javier no lo recordaba y se alegró de la coincidencia.
      Menos mal, pensó, aunque tenga que pagarle por lo menos llegaré a tiempo. Pero Pulgarín no le quiso cobrar. Cuando llegaron, volvió la cara y le sonrió desde el asiento delantero y le dijo que no le tenía que pagar, que le pillaba de camino hacia la estación del tren y quería invitarlo. Cuando salía trabajosamente con su bolsa dándole las gracias, le preguntó cómo estaba su madre y, tras escuchar su respuesta y asentir, le sonrió desde la ventanilla y le deseó buen viaje. Volvió a darle las gracias otra vez cuando se iba pero el peculiar ruido del motor Perkins puede que ahogara sus cortas palabras. Se quedó quieto, algo emocionado y recordó entonces que Pulgarín había sido un ciclista notable en su juventud y que aún quedaba en su forma de conducir y en su forma de ser un poco del espíritu abnegado y noble de quien afronta una dura competición deportiva. Aquel hombre andaba igual que si asumiera una difícil misión, mirándolo todo, por pequeño que fuera, esforzadamente y con una inclinación hacia la verdad.
      Nunca más tendría una esperanza tan limpia como la de aquella mañana. Cuando llegó se acercó a la taquilla con determinación. Aún era bastante temprano, así que comprendió que debería detenerse, sentarse en la escue- ta sala de espera de aquella pequeña estación de autobuses y sopesar dignamente la evidente profundidad de aquel viaje. Javier, desde que se despertara, desde la misma noche anterior, también había decidido cumplir todos sus encargos de una manera eficaz y callada aunque comprendió, con pesadumbre, que con aquella espera inútil antes de la partida ya se le torcía en algo la voluntad. Pidió un billete para Sevilla, lo recogió con su vuelta y se dispuso a esperar sentado en un banco de madera sin respaldo, un banco de listones sufrido como las mesas de una oscura taberna.
      Fue fijándose en los rótulos pero apenas había nada que mirar. La Estellesa: Línea regular de viajeros. Un amplio panel publicitario, con cierta pretensión artística, trazaba sobre un mapa casi imaginario el lento trayecto desde Badajoz hasta Sevilla señalando todas las paradas. Junto a cada uno de los círculos de las dos capitales, dos muñecas vestidas con los trajes regionales de cada región y los dos monumentos más señalados de cada ciudad pretendían darle un toque alegre al conjunto. El artista había pintado de distintos colores el territorio de cada provincia, incluida, hacia la mitad del trayecto, la provincia de Huelva y hasta con cierta audacia había señalado en verde oscuro la raya de Portugal. Lo había visto otras veces y no le llamó la atención pero esta vez adivinó que la verdadera distancia la marcaba siempre el tiempo con mucha mayor energía que el espacio.
      La sala de espera era gris y parecía desnuda. Javier miraba todo con cierto recelo y hasta sintió, como había temido, una nueva forma de soledad. Miró un pequeño reloj de plástico que colgaba sobre la puerta y comprobó que aún faltaban algunos minutos para salir y se entristeció porque algo en su interior le dijo que deseaba marcharse pronto de aquel lugar. Recordó su alcoba, la cama-mueble y el pijama que había dejado allí y otra vez le llegó la idea de que era un extraño el que se había levantado aquella mañana para emprender un viaje.

      El autobús estaba medio vacío. Aprovechó aquello para viajar solo en los alejados asientos de atrás. No lle- vaba nada para entretenerse y comenzó a aburrirse apenas llegaron al primero de los pueblos del recorrido.   
      Estaban en La Albuera. Unos quince minutos de viaje. Un bar sencillo con un rótulo metálico que anunciaba la parada y gentes comunes que esperaban un paquete o llegaban desde Badajoz. Había conversaciones triviales que rodeaban el autobús y formaban parte de la lentitud del camino. Otra vez se agobió un poco cuando pensó que aún le quedaban casi cinco horas de viaje y más horas aún hasta llegar a Cádiz pero ensegui- da se entretuvo al sentir la soledad que lo rodeaba. Todo le venía a la cabeza muy deprisa y quedaba perturbado por un creciente cansancio. Comenzó a disfrutar de su soledad, a comprender que no había nadie con él y dependía, en tantas cosas, de su propio criterio. No tenía miedo y estaba, no sabía muy bien porqué, agra- decido por todo aquello que le estaba pasando.
      Cuando despertó habían subido al autobús algunos viajeros. Pacientes ancianos que miraban la carretera en silencio. No esperaba dormirse pero lo había hecho de una forma especialmente profunda apenas habían salido de La Albuera, igual que si el cansancio de la noche anterior se hubiera precipitado repentinamente en sus ojos. Javier Metopa no tenía reloj y hasta entonces no sintió la importancia de aquella carencia. Una vida sin reloj puede creerse que es una vida sin sobresaltos pero también, en su caso, puede ser una vida bastante precaria, imaginando la hora cuando volvía hasta casa una y otra vez o calculando el tiempo que podría quedar de viaje. La falta de reloj parecía una forma de soledad. Las cosas, eso pensaba, entregaban a veces algo parecido a la compañía, por eso le gustaba llevar consigo algunas aunque no tuvieran mucho valor y es que le recordaban anécdotas recientes, charlas con amigos, secretos, espacios o deseos.
      Cuando pensaba todo esto, le vino otra vez el mismo sueño a la memoria. La sensación era muy similar a la de los últimos días. Había soñado que alguien recorría lugares comunes pero no podía saber quién era. Lo intentaba pero no podía verlo o, mejor dicho, no recordaba haberlo visto, aunque lo importante no era ver quién era sino saber de quién se trataba. Había recorrido los desiertos patios del colegio en los mismos días en los que él los había recorrido para recoger las notas de final de curso y había comentado, como él mismo hiciera algunas semanas atrás, la situación con sus profesores. En el sueño, los personajes familiares afloraban y comentaban su propia existencia, discutían la solución que finalmente adoptaron, comentaban la posibilidad de darle una nueva oportunidad y de conseguir que se exa- minara de nuevo para recuperar algunas asignaturas. Todos le hablaban como si se tratara de él mismo pero era justamente él quien sabía que no era verdad, que aquella no era su presencia, que no era él quien cami- naba de un lugar a otro y escuchaba, que la vida observada no era suya aunque tenía que serlo por fuerza, teniendo en cuenta todo lo que ya había vivido.
      El recuerdo de un sueño tan extraño como suelen ser los sueños le hizo sentir de nuevo todo lo que había vivido en el colegio. El mes de junio se había tiznado de tristeza con los suspensos: no entendía qué podía haber pasado para tener aquel fracaso en cuatro asignaturas. Le contó un compañero bastante perezoso y avispado –y le pareció muy lógico– que nunca te que- daban pendientes para septiembre, como podía imagi- nar en un principio, una o dos asignaturas sino que te quedaban, aunque no lo merecieras realmente, cuatro o cinco para justificar la decisión y para que acudieras a las recuperaciones del verano. Ellos actuaban así y mientras lo escuchaba en la voz convencida de su com- pañero sintió por primera vez en su vida esa idea de la otredad confusa y organizada, nublada de egoísmo y rodeada siempre de extraños secretos que nos confunde y nos hiere sin ningún motivo aparente. Una espe- cie de confabulación real que promueve sus intereses en todas las direcciones creando un profundo e invisible caos. ¿Quiénes son ellos?¿Por qué pensamos que se organizan ellos contra nosotros? Desde luego, su caso era real. Javier repasó mentalmente las notas de sus compañeros y se dijo que no estaba bien aquello que le hacían pasar. El problema es que no tenía ganas ni confianza para explicarlo en casa.
      Tras el disgusto inicial, su madre pidió a su hermano mayor que acudiera al colegio y hablara con su tutor y con otros profesores. Él no lo supo aunque notó que el trato mejoraba y en todos los que lo habían suspendido percibía casi una especie de leve remordimiento. Nunca supo qué fue lo que les contó su hermano pero debió hacerlo muy bien, trasladándoles la idea de que no habían comprendido toda su soledad y toda su angustia durante aquellos meses en los que su padre había estado muriendo. Seguro que su hermano mayor, al que tanto quería y al que secretamente admiraba, había procedido con tacto y educación, utilizando las amistades de su extensa familia, apoyando sus peticiones en las palabras exactas, vistiendo con la mayor corrección y permitiendo que aflorara en aquellos que con tanto rigor lo habían juzgado, la certeza de haber cometido un error ligero que aún podían corregir. En realidad, Javier Metopa sabía que todos los profesores debieron dudar si suspenderlo o no, estando como estaba al límite del aprobado, como si un aire de infantil fatalidad hubiera soplado en la balanza de su destino y precipitado todo el peso del fracaso sobre sus notas y sobre aquellos tristes días de Junio que lo abrumaban como una tempestad sin agua. Todo había salido mal, todo estaba inundado de torpeza y de cierta desesperación tan adolescente como inevitable y tenaz.
      Lo curioso es que las gestiones de su hermano mayor beneficiaron a todos los cateados de su clase porque un día, uno de aquellos días sobrantes del curso en los que se acudía al colegio por alguna absurda razón y se juntaban varios cursos en una de las aulas más grandes, el Hermano Arístides anunció que iban a realizarse algunas recuperaciones extraordinarias. La sorpresa fue mayúscula y justamente ahí comenzó a pensar que algo estaba pasando y que todo era debido a su situación personal. La verdad es que la mayor parte de los cateados de junio, como solían decir los Hermanos en clase, tomaron aquello como una leve traición porque ya que habían asumido y explicado el fracaso en sus casas y estimaban muy cruel volver a someterse al ritual de los tensos exámenes en aquellos días de un calor sofocante y pensando que, además, seguro que volvían a suspen- der y reproducían otra vez el fracaso.
      Javier Metopa, sin embargo, se alegró mucho porque estaba deseando mejorar. Se hicieron tres recuperacio- nes y sólo quedó pendiente la Formación del Espíritu Nacional porque el profesor, un hombre mezquino y ridículo que bostezaba en clase de manera tan exagerada que producía la hilaridad de sus alumnos, ya había comenzado sus vacaciones y era demasiado tarde para obligarle a volver. Sólo había, además, otro suspendido y al final el director del colegio optó por subirles la nota a los dos y acabar con un engorroso problema para la inmensa sorpresa de su compañero que, al enterarse del aprobado, lo miró boquiabierto una y otra vez y con desconfianza, esperando algún sórdido engaño bajo aquel ejemplo de escolar magnanimidad. No en vano, como le comentó fugazmente el otro beneficiado con la medida, corría el rumor de que su tío, que trabajaba como Magistrado en la Audiencia, había llamado al profesor que, al parecer, era un abogado que alternaba sus clases trabajando en una compañía de seguros.
      Siempre recordaría los días de aquellos exámenes como días de silencio, días distintos que, pese a todo,  no resultaban desagradables. Las aulas casi vacías, el calor crecido de finales de junio, las persianas casi bajadas del aula y una calma que nunca había sentido antes y todo aquel grupo de muchachos confusos haciendo aplicadamente un examen con el curso ya terminado, todo aquello le hacía reflexionar y comprender la verdadera importancia de las cosas. No supo qué ocurrió con los demás pero pensaba que casi todos debieron aprobar, quizá por esa calma que palpitaba entre ellos o porque aquellos profesores olvidaron los viejos rencores que habían acumulado a lo largo del ingrato curso escolar.
      Javier se marchó enseguida, casi sin tiempo para despedirse de sus compañeros y hasta tuvo la delicadeza de comentarle el Hermano Arístides, cuando le entregaba el examen de Matemáticas recién terminado, que esperara un instante para corregirlo en su presencia. Obtuvo un notable bajo. Le dijo, sin embargo, que sólo le pondrían un seis en todas las asignaturas suspendidas porque les parecía lo más justo tras beneficiarse de una recuperación extraordinaria pero luego añadió: quizá todos nos equivocamos contigo y Javier se ruborizó porque pensaba que eso mismo se había dicho él cuando contempló con horror el desastre de sus notas.
      Cuando terminó este último examen salió sólo, pues había sido el primero en acabarlo, pero antes de mar- charse, al abrir la puerta del aula, sabiendo que el largo verano lo separaría de sus compañeros y adivinando que nunca más volvería a aquel colegio de pago, audazmente se volvió hacia la clase medio vacía y les dijo a todos los que quedaban allí con una voz clara y firme Adiós compañeros y escuchó un pequeño clamor de cabezas sorprendidas que se alzaban y que le respondían Adiós Metopa y fue como una bocanada de confianza y aprecio que lo envolvió cuando salió al pasillo de azulejos azules que se abría ante él y le mostraba la fría formica de las clases y esos grandes encerados en los que sos- pechaba que no volvería a escribir jamás.

      Mucho tiempo después, cuando Javier Metopa recordara en sus años de madurez aquel viaje, sabría que por aquel entonces y a pesar de su edad, había tomado las decisiones más trascendentales de su vida, había elegido sus inclinaciones y asumido el peso de cierta soledad con todas sus consecuencias. Parecía una edad formada por un cierto número de días, llena de intuiciones como penumbras que estaban en su interior y que sólo podría reconocer con claridad la lucidez del recuerdo, un tiempo en el que tomaba decisiones que marcarían el resto de su vida sin querer ni darse cuenta porque había entonces, en esa pequeña edad desdibujada y ausente de cifras, decisiones que parecían ordinarias pero que eran decisivas porque marcaban una actitud, porque se meditaban en silencio y se construían en lo más profundo del alma. Un paseo solitario, la decisión de quedarse, de perderse entre las alcobas del piso vacío, el repentino deseo de contemplar o desdeñar un paisaje o de mirar a otro ser con una mirada esquiva que no parece nuestra pero que lo es más que cualquier otra mirada habitual. Una edad imprecisa que no podemos acotar y que, quizá por ello, el tiempo prefiere olvidar cuanto antes. En esa edad de las decisiones se encontraba Javier sin saberlo.
      El viejo autobús trepaba por la empinada carretera que asomaba a la sierra como si anduviera con pasos decididos y enérgicos. Afuera, el sol de la mañana ya rompía propiciando el silencio. No había nada mejor que hacer, no se podía leer en aquella maltrecha carretera, tampoco escuchar la radio o conversar con algún desconocido, así que esperó mirando el paisaje sin pensar en nada, dejando que los recuerdos llegaran como las pasajeras nubes de una tarde de otoño. Alguien comentó, con una alegría infantil en sus ojos, que iban a llegar seguramente antes del horario previsto.
      Pero el tiempo no andaba tan despacio como pensa- ba. Varias veces se abandonó, casi sin darse cuenta y restablecida cierta fortaleza, en alguna ligera ensoñación que casi le hacía olvidar el viaje. Y casi sin darse cuenta vislumbró que el autobús, como un animal cansado, le indicaba la proximidad de la ciudad y las espesas cocheras del regreso y parecía encaminarse ahora a su destino con más seguridad y eficacia.

      Tenía que esperar a la llegada sin salir de la estación de autobuses para que alguien lo recogiera. Pensó que podría haberle dado su madre la dirección para que nadie tuviera que venir a buscarlo. Resultaba un tanto engorroso y humillante. Si no estaba muy lejos hasta podría ir andando para ahorrarse el dinero de un taxi. Seguro que preguntando la hora y el camino a la gente que encontraba por la calle hubiera conseguido llegar con tiempo de sobra y sin ninguna dificultad. Así que volvió a sentarse sobre los tristes bancos de una desven- cijada sala de espera, aunque esta vez ruidosa y repleta de gente. Allí debía esperar a una tía de sus primos que lo recogería porque, además, tenía que comer con ella en su casa. Lo asumía como un penoso deber que no podía eludir y que debía, a ser posible, agradecer con sinceridad.
      Apenas la recordaba, la sentía extraña y sólo alcanzaba a dibujar un rostro cambiante en su memoria. Si esta- ba seguro de haber oído, algunos meses atrás, que había quedado viuda y que no tenía hijos.
      Se alegró porque desde que saliera de casa no había gastado nada, recordó entonces que no había bebido y sintió mucha sed y miró al fondo de los andenes donde un hombre vendía agua fresca que servía desde un depósito plateado sostenido por un armazón de madera. Ya entonces se trataba de una imagen anacrónica y excesivamente meridional. Se acercó hasta allí cargando con la bolsa y observó la moneda que le entregaban algunos viajeros al aguador, el grifo que goteaba, los vasos recién lavados, el ruido de algunas jarras de cristal esmerilado que chocaban y pensó que aquello que veía ya pertenecía al pasado y que muy pronto desaparecería. Algo le indicó también que lo mismo pasaba con aquel presente, con este largo día que estaba viviendo, un día que parecía pertenecer a una persona distinta que ya se había ido y que había sido sustituida por otra, como esos funcionarios de ultramar que alcanzan un alejado destino y habitan un viejo despacho donde aún perma- nece el espíritu de su anterior ocupante y terminan por sentirlo intensamente cada día y por parecerse a él, casi por mirarlo como se mira cualquier rostro frecuente al que encontramos cada mañana en el trabajo.
      No estaba seguro de cuanto tiempo tendría que esperar pero desde luego no fue tanto como pensaba. Como tantas mujeres de invierno a las que abruma cierta injus- ta ociosidad, la tía Carmela llegó un buen rato antes de lo previsto por si acaso ocurriera algo. Fue ella quien lo identificó y él, al mirarla, la recordó por completo. Quizá la había visto una vez, tal vez dos, pero entre ambos nació inmediatamente una forma de grata complicidad. Se había colocado frente a él, lo había mirado unos segundos mientras Javier simulaba no verla y luego, con un tono burlón de ligero reproche ante su indiferencia, le había dicho en voz alta: Hijo mío, no te acuerdas de mí, soy la tía Carmela...
     
A Javier Metopa, que se avergonzó un poco por su torpeza, le pareció una mujer bastante mayor pero aún no habría cumplido, por aquel entonces, los cincuenta años. Llevaba un traje camisero de color azul oscuro y unas sencillas sandalias negras. Era una mujer con un aire elegante pero sin pretensiones, muy alta, con ese aire distinguido de quienes no pretenden ni saben tenerlo. Iba peinada con un moño sencillo y apretaba contra su pecho un bolso de tela color crema.
      Javier no permitió que le cogiera la bolsa de viaje y le pareció simpática desde el principio porque sólo le dijo cosas muy agradables. Le comentó que estaba muy alto, que le encantaba su pelo, que el polo Lacoste que llevaba, el mejor y casi el único que tenía, era precioso, que se había acordado mucho de él cuando murió su marido porque él también debió sufrir mucho por la pérdida de su padre y le dijo que su padre era el hombre más encantador que había conocido y lo bien que los había atendido cuando se encontraron en Madrid con él y con su madre por casualidad, mientras hacía con Lorenzo, su marido, el viaje de novios. Nos casamos muy mayores, le comentó y añadió qué casualidad como si hablara entonces consigo misma y buscara una respuesta válida para aquellas horas de pequeña felicidad. Javier sonrió porque imaginó la alegría de su padre por la coincidencia y conociendo su generosidad y la situación económica de entonces tuvo que ser muy bonito aquel encuentro.
      Cruzaron el vestíbulo de la estación y encontraron el veraniego ajetreo de las calles. Un calor sofocante se había instalado con fuerza y crecía sin parar como una fuente invisible, igual que un antiguo lamento que pobla- ra la ciudad sin poder evitarlo, sin poder escapar de su acoso durante aquellas horas de calor interminable. Caminaron luego por calles maltrechas, por aceras gastadas por el continuo uso de los viajeros y sembradas del cansancio de pesados equipajes, hasta alcanzar un portal cercano que estaba lleno de frescor y penumbra. Se trataba de una casa de pisos sin ascensor, con una escalera que subía haciendo una curva amplia y dibujada en un sencillo pasamano de cemento. Carmela vivía en el bajo, en un piso de zócalos y azulejos, con un pequeño patio interior. Antes de abrir, miró el buzón con destreza y sacó una carta con la dirección manuscrita con letra inglesa, luego comprobó el remite y le dijo en voz baja, con una triste sonrisa torcida en el rostro, bajo sus ojos negros en los que afloraba una pizca de lágrima, ya ves, todavía sigo recibiendo y contestando algunas cartas de pésame.
      La casa era limpia y suficiente para Carmela y para su vida amable y sin ambiciones, un lugar con pocos sobresaltos y una bondadosa rutina impregnada en cada rincón. Aquella había sido su única casa de casada, el único lugar donde trazó su vida de madre sin hijos de tal modo que casi se había convertido en una prolongación de su propio espíritu. Por eso la casa aún respiraba la ausencia del marido que acababa de morir y su presencia reposaba en los viejos sillones, en el hule abrazado a la camilla, en el dintel austero de la puerta, sobre los breves pasillos, al pie de la cocina o en las alcobas que aguardaban en aquellas horas de intenso calor cubiertas de una delicada penumbra. Sí, más que de soledad, la casa estaba llena de ausencia y era como un camino que va siempre al mismo lugar reconocido y vuelve otra vez hasta nosotros como vuelve cada noche el cansancio. Javier pensó que la presencia nunca se iría, que siempre quedaría en aquel lugar con ella, en aquellos muebles sencillos que habían encauzado sus vidas, que la presencia del marido muerto formaba parte de ella como guarda la noche un eco persistente de la tarde vencida.
      Todo esto pensaba Javier, quieto en un amplio lecho y en unos pocos segundos, llenándose de aquellas sensaciones y sintiendo repentinamente un profundo bienestar. Parecía que por primera vez descansara en mucho tiempo y que la calma lo llenara de una abundante fortaleza que empezaba a crecer en su interior. Habían comido y habían conversado unas pocas frases de cumplido y Carmela, cumpliendo una especie de deber ancestral que hubiera ensayado muchas veces antes de que llegara aquel día, le ordenó dormir la siesta antes hasta que vinieran a recogerlo para llegar a Cádiz. Algo le había dicho su madre pero no se había enterado muy bien. Dócilmente obedeció y ahora, mientras estaba tumbado, la oyó hablar por teléfono con su madre para tranquilizarla. No me voy a dormir pensó, pero tengo que ser amable y quedarme tumbado un buen rato... Algunos instantes después Javier dormía y el sueño, profundo pero no pesado y ágil como su edad, parecía devolver la infancia recién perdida a su rostro.


      Parecía que había pasado más tiempo pero solo habían pasado un par de horas. Podía sentirse aún la pesadez calurosa de la tarde. Sabía que un extraño tenía que venir a recogerlo para terminar el viaje y llevarlo hasta Cádiz, donde lo esperaban sus tíos. Escuchó entonces el ruido de la puerta y algunas voces y supo que el extraño había llegado. Se incorporó y comenzó a recoger las pocas cosas que había dejado encima de la mesilla. Ni un reloj, ni unas llaves, solo una vieja cartera y un llavero vacío con el escudo de Badajoz.
      Carmela le había dejado dos billetes de cien pesetas y al verlos sintió cierto rubor y una alegría infantil que sin embargo guardaba un cierto sabor amargo que no acabó de gustarle porque le recordaba la casa que había dejado muy temprano. Pensó otra vez en su madre y la imaginó aún acostada justo cuando él partía en el taxi hacia la estación y la pequeña ciudad comenzaba a des- pertar como un bostezo. La imaginó mascullando en la cama toda su ausencia, sin levantarse aún, entristecida y abrumada por la enfermedad que había maltratado y humillado a su padre, arropada por la angustia de verlo partir solo, convenciéndose de su madurez, recriminán- dose quizá por no haberle dado algo más de dinero, doliéndose tal vez de la fragilidad de su equipaje.
      Tenía que cogerlo pero no sabía cómo dar las gracias. Lo hizo y justo entonces, al guardar los dos bille- tes en el bolsillo, alguien abrió la puerta del cuarto y se volvió para encontrar el rostro alegre de un hombre joven y extremadamente feo que le gritaba ¡Turista, que nos vamos! Se acercó hasta él y le revolvió el pelo. No sabía quién era pero notaba un aire remotamente familiar en su forma de ser. Hablaba dando voces y respondiéndose a sí mismo como si se sorprendiera de su propia pregunta y a Javier aquella manera de comportarse y su acento le hacía reír.
      Había en él una nueva disposición. Sabía, de algún modo, que duraría poco tiempo, unos meses quizá, dos, tres, puede que hasta el final del tímido verano que dis- curría con él como si fuera un lento velero que lo aleja- ra de todo lo que había conocido hasta entonces. Lo que no sabía era que su propia voluntad marcaba el rumbo de ese viaje, que lo importante no era tanto el camino recorrido o el destino, sino la capacidad para no volver la vista atrás y preferir la sabia compañía de la añoranza. No hay nada malo en mi forma de ser –pensó. Solo que todo me resulta extraño...
     
Colocó su ropa y recuperó su pequeño equipaje. Todo quedaba igual pero lejano, adherido al tiempo de una forma frágil y azarosa. Se armó de valor y salió del cuar- to para enfrentar su destino.

      Procuró acomodarse en el coche sin generar problemas, con rapidez, satisfecho por ir delante junto al con- ductor. Recorrieron calles aún maltrechas por el intenso calor del día, buscaron los arrabales que conducían a la carretera general hasta que salieron de la ciudad y los ordenados campos del sur vencieron los descuidados arrabales. Y emprendieron por fin el corto viaje hasta Cádiz como si buscaran el atardecer.  
      Era un hombre joven que entonces le pareció bastante mayor. Feo y muy simpático, hablador, ocurrente, con una bizquera que promovía la risa fácil y que parecía agi- tar su rostro en una carantoña interminable. Le hizo reír varias veces con bastante facilidad, solo mostrando su rostro sonriente y alzando su exagerado acento. Era soltero y trabajaba como profesor de secundaria en un colegio público de Osuna, donde vivía con sus padres. Había pasado por Sevilla camino de la playa y, al saberlo su familia a través de Carmela, aprovecharon para que lo dejara con sus tíos. A pesar de las bromas, cuando su gesto se relajó concentrándose en la conducción, su actitud denotaba seguridad y sentido común, además de un gusto patente por el trabajo bien hecho.
      El silencio los relajó, como si una cierta esperanza naciera dentro de ellos. Los dos estaban a gusto sin molestarse. El día estaba siendo muy largo pero tenía la sensación de que acababa de comenzar. Parecía que todo lo ocurrido: su salida de Badajoz, el taxi imprevisto, la estación de autobuses, su recorrido por las calles de Sevilla, la siesta en casa de Carmela, habían sido pasajes de una vida distinta y es que volvía a sentirse un extraño dentro de él, un ser que iba transformándose con el curso del día y que llegaría quizá a otro comple- tamente distinto al anochecer. No tenía sueño pero estaba cansado.
      Pensó en la poca capacidad que tenía para modificar su destino y pensó también en que todos sufren esta limitación pero nadie parece advertirlo con facilidad. En un momento dado sintió la cercanía del mar y despertó de una ligera cabezada de pocos minutos. Había puesto la radio y escuchó una entrevista en Radio Nacional como un adulto. Se entretuvo con ella y entendió la gravedad y acierto de las respuestas. Hablaban sobre la descolonización de África y comentaban que Cabo Verde y San Tomé y Príncipe se había independizado de Portugal. Dentro del coche, no necesitaban hablar, se hacían compañía sin necesidad de molestarse con torpes palabras. Javier Metopa pensó entonces en aquella gente buena que lo iba encontrando en su camino. Pulgarín, el taxista, la tía Carmela y sus doscientas pesetas en la mesilla y ahora este silencioso compañero de viaje del que no recordaba ni siquiera su nombre.
       Cuando llegaron a Cádiz aún persistía el atardecer. Casi a la entrada de la ciudad, recorrían el Paseo Marítimo buscando el número de la casa desde el coche.
      Aquel hombre quiso acompañarlo pero no tenía donde aparcar. Javier le aseguró que no era necesario, que lo estaban esperando, así que lo dejó junto a la puerta, lo atrajo y le dio un beso cariñoso en la mejilla. Pensó que estaba más tranquilo porque había reconocido la casa y la recordaba de alguna visita fugaz. Adiós turista, cuando quieras le dices a tu tía que me llame y te vienes conmigo a Sevilla... Javier Metopa sabía que lo más probable es que nunca más coincidiera con él, pero valoró el detalle y se despidió sonriendo y haciendo un gesto tímido con la mano, igual que si le pidiera débilmente perdón por las molestias que hubiera podido causarle.
      Esperó a que arrancara el coche y girara en dirección a la avenida y solo entonces, cuando ya no podía verlo, cruzó la calle y se apoyó en la balaustrada del paseo para mirar el mar. Guardó todo el silencio que pudo y siguió mirándolo sin saber muy bien por qué. Aun estando lejos de la orilla, las olas palpitaban en su pecho y parecían llegar hasta sus pies como si pisaran otra orilla invisible. Parecía que las olas rompieran hasta el borde mismo de sus zapatos y allí quedaran ordenadas junto a él, como si fueran suyas y le pertenecieran desde siempre. Y entretanto, el cielo seguía vertiéndose en un lento atardecer interminable que parecía recogerse alrededor de su pecho. Luego quiso distraer su atención pero no pudo y estuvo así un minuto o quizá dos sin pensar en nada, solo mirando el mar.
      Fue al volver de nuevo hacia el portal para llamar al timbre y acabar de una vez con aquel largo viaje cuando lo supo. Ya nunca podría olvidar aquel instante porque el mar, o aquello que se escondía tras él, había hecho su vida muy pequeña. Recordó fugazmente los labios enfermos de su padre rozando la piel de su rostro, recordó un día no muy lejano y feliz que caminaron juntos hasta casa y también supo que la visión del mar, aquella misma tarde que acababa, había encendido la luz de su inquietud y había quebrado, sin piedad y sin ninguna intención de hacerlo, su calma y su entereza para siempre.