Gonzalo Hidalgo Bayal – La hija de Lovecraft

Fundación Ortega MuñozNarrativa, SO2

VANESSA GUTIÉRREZ

La hija de Lovecraft

Higuera de Albalat, Cáceres, 1950.

Desde chico tuve miedo de un hombre que no debía de vivir lejos de mi casa, un tipo alto, erguido, serio, de andar sombrío y misterioso, con el que me cruzaba todas las mañanas camino del colegio y cuya mirada me infundía un terror de pesadilla. Nunca me dijo nada, pero nunca dejó de mirarme, y, contra lo que pudiera parecer normal, nunca intenté evitarlo, perderme entre otros niños, cambiar de acera o esconderme en un portal hasta que pasara de largo. Era como si el espanto que provenía de sus ojos ejerciera al mismo tiempo sobre mí una atracción hipnótica que me impedía la indiferencia, la huida o el escondite. Nunca pensé entonces en ello: sólo acudía al encuentro como si fuera una obligación, un trámite necesario antes de entrar en el colegio y aplicarme a la lengua, la geografía o las matemáticas. Y si alguna vez no se producía el encuentro, porque me quedaba dormido, o porque me retrasaba, o a veces también porque él no aparecía, me acompañaba luego todo el día la sensación de que algo inexorable había quedado sin cumplirse. Pienso ahora que era el misterio de su mirada, más serena que atemorizadora, más sombría que dolorosa, el que me atraía, como si fuera un personaje de ficción, o en todo caso un personaje que hubiera vivido mucho tiempo en la ficción y, al cabo, fatigado de aventuras, superados todos los peligros y explorado todos los enigmas, hubiera regresado a la realidad y, pese a ello, sin embargo, conservara, si no la añoranza del otro lado de la realidad, sí tal vez la marca indeleble de la otra orilla, el semblante del personaje, y que, en consecuencia, no encontrara ya más distracción que reconocerse en alguien que procediera también del otro lado mientras iba camino del trabajo, del exilio administrativo en una oficina como la que ocupo yo ahora, en una mesa pequeña para su estatura y resolviendo con desgana papeles y papeles del mismo modo que yo resolvía problemas de matemáticas en el cuaderno, o hacía análisis sintácticos o situaba ciudades, ríos y montañas en los mapas. Que fuera a mí a quien miraba invariablemente cada mañana me hacía sentirme elegido, reconocido, habitante de la zona de sombra, de las historias que devoraba por las tardes, en gozosas sesiones de lectura, después de terminar los deberes escolares, que, en mi casa, y sobre todo para mi madre, eran sagrados. Y es probable que nunca me hubiera vuelto a acordar del personaje, que como es natural desapareció de mi vida, o desaparecí yo de la suya, apenas abandoné el colegio y empecé el bachillerato. Parte de mi camino al instituto coincidía con el del colegio, pero el horario era distinto, más temprano, y por tanto dejé de verlo y supongo que lo olvidé o que, puesto que no conocemos cómo se produce ni en qué momento puede decirse que se ha producido ya el olvido, se fue desvaneciendo en el recuerdo y sobreviví a los terrores y al espanto y a la sugestión de la mirada. A veces creo que estamos preparados para lo inevitable y que, aunque sin hacer recuento de ello, no echamos de menos ninguna de las cosas accesorias que desaparecen de modo necesario cuando cambiamos de colegio, de casa o de ciudad, como si cada cosa perteneciera a un solo escenario y supiéramos, sin pensar en ello, que al cambiar el escenario debe desparecer también todo el atrezzo. El caso es, pues, que desde el primer día de vacaciones del último año en el colegio no volví a ver al personaje y cuando empecé a ir al instituto ni siquiera pensé en él ni lo eché de menos, ni siquiera para dejar de temer su mirada misteriosa o para seguir temiéndola y sintiéndola como un estímulo boreal. Sí seguí, sin embargo, leyendo con afición creciente novelas de misterio y aventura apenas terminaba las tareas escolares, pues así como he sido siempre perezoso para el deber (prueba de ello es que he terminado trabajando en estas catacumbas) he sido, en cambio, laborioso para la afición, y no hablo de diversiones tumultuosas, ni de juergas u otras inclemencias festivas, sino de aficiones inofensivas, menores, inútiles, como la lectura o el cine, el ajedrez, las sopas de letras, los crucigramas o los sudokus, que ahora me proporcionan unos atardeceres minuciosos y livianos. Fue, pues, así, no puedo recordar si todavía en el instituto o ya en la academia, mientras preparaba oposiciones (mi ambición intelectual se colmó pronto), cuando cayó en mis manos una novelita estremecedora: La sombra sobre Innsmouth. Era un ejemplar de la colección de terror juvenil de Herranz y Hoyos, que eran entonces (y digo entonces como si hiciera un siglo, cuando estoy hablando de hace apenas veinte años) unos libros de portadas muy llamativas, siniestras, de terror torrencial y horror flamígero, y con una foto interior, en blanco y negro, del autor, antes del texto de la novela. Y fue la foto lo que me estremeció y lo que me hizo coger la novela y devorarla, he de decir que con ansiedad y con un miedo añadido, previo, personal, impropio. Allí estaba el autor, Howard Philips Lovecraft, que figuraba sólo como H. P. Lovecraft, nacido en Rodhe Island en 1890 y muerto en 1937, pero en realidad no era, ni mucho menos, Howard Philips Lovecraft (la gente dice sólo Lovecraft, como lectores familiares, adictos a chtulhu y al creador de chtulhu, pero yo digo Howard Philips Lovecraft por respeto, por consideración, por biografía), sino el mismo personaje que me miraba fija y misteriosamente cuando iba yo de chico al colegio. Ni que decir tiene que fue así como adquirió nombre mi personaje y como lo he evocado luego siempre: Lovecraft. Y no sólo leí todos los libros de Howard Philips Lovecraft que pude conseguir, que no fueron pocos, aunque La sombra sobre Innsmouth sigue siendo mi predilecto, tal vez porque fue el libro de la revelación y del deslumbramiento, sino que recompuse toda mi peripecia escolar a partir de la serena y misteriosa mirada de mi propio Lovecraft, para el que ideé los más extraños mitos y, si se me permite la broma, las más impertinentes y extravagantes chtulhuerías. Y lo cierto es que me atreví a hilvanar los hilos del azar, esto es, el parecido entre uno y otro Lovecraft, para dar consistencia a mis ideas de niño: que el Lovecraft que me miraba cada mañana había salido de un mundo irreal, fantástico, remoto, de las montañas de una misteriosa e imperceptible locura (que es la cordura de los desamparados, me dije, de los que carecen de ímpetus salvajes, de los que se hunden en la afición), para cruzarse en mi camino y señalarme con su mirada, elegirme, reconocerme como habitante de ese mundo, como ajeno a esta rutina cotidiana en que uno vive y se consume y hace crucigramas o sudokus. De modo que yo estaba señalado ya para lo que era, me dije, para lo que soy, no porque Lovecraft me hubiera mirado, sino porque me había reconocido. En aquella mirada había, pues, me dije, simpatía, compasión, solidaridad, como si cada mañana al encontrarme en su camino, Lovecraft dijera: «Pobre muchacho, no sabe lo que le espera y yo que lo sé no puedo decírselo». Así que lo que por una parte me obsesionaba, la mirada indescifrable de Lovecraft, por otra me consolaba: yo tampoco soy de este mundo, aquí no hay nada que me interese, nada que me entusiasme, nada que tenga sentido, estoy fuera de sitio. Cuando aprobé las oposiciones y tuve que elegir destino tuve tentaciones de pedir plaza en alguna región remota, para poder pensar (ya que no decir) que estaba en un sitio pero venía de otro, para saberme definitivamente fuera de sitio pero con la certeza, más o menos con la certeza, de que había estado antes en otro sitio y de que era a ese otro sitio al que pertenecía. Al final no pudo ser: no pude, pero tampoco quise. Me quedé aquí y aquí sigo. Estoy en el mundo en el que siempre he estado y en el sitio al que siempre he pertenecido, aunque ni el mundo ni el sitio sean míos ni me acompañen ni me correspondan. A veces, al principio, cuando empecé a trabajar, hice el camino que seguía de chico, con el vago propósito de encontrarme con Lovecraft alguna mañana, no para hablar con él, que no me hubiera atrevido ni hubiera sabido qué decirle, sino para ver si me miraba y me seguía reconociendo. Fue en vano. Después hice a menudo el camino contrario, también con un vago propósito: tratar de reconocer a un niño camino del colegio, adivinar en algún niño los mismos síntomas que Lovecraft pudo advertir en mí antaño. También fue en vano. Veía revolotear con alboroto a los chiquillos, apresurados, adormilados, serios, enfadados, gritando, bromeando, pero en ninguno vi nunca la señal del destino, mi propia señal, pensaba, de modo que dejé de hacer el recorrido mío en pos de Lovecraft y el camino de Lovecraft en busca de mí mismo. Todo era, pues, en vano. Entonces me casé. Tuve dos hijos. Me olvidé por igual de Lovecraft y de Howard Philips Lovecraft y, sin apenas advertirlo, dejó de pesar sobre mí la sombra de Innsmouth. Les leía cuentos infantiles a mis hijos, les enseñaba a nadar, a montar en bicicleta, los llevaba al colegio, los recogía. Empecé a ser más laborioso en el deber y más perezoso en la afición. No fui fiel a mis aficiones. Por eso ascendí en el trabajo. Por eso también me dejó mi mujer. Me quedé solo, en fin, con aficiones nuevas y sin nada que hacer: crucigramas, sopas de letras y sudokus. Caí en una especie de depresión absurda. Cuando estaba solo quería estar con alguien y sin embargo la gente me resultaba tan aborrecible que apenas estaba con alguien quería estar solo. Pero tengo comprobado que no hay dos sin tres y lo he vuelto a comprobar. Cuando uno se queda solo, como yo, le sobra el tiempo. No le sobra tiempo: le sobra el tiempo, todo el tiempo. No tengo nada más que hacer: desayuno en el bar, voy a la oficina, cubro el expediente, tomo una cerveza con los compañeros (somos siete: tres y tres, además de mi sombra), como el menú del día en el restaurante, doy un largo paseo, voy al cine, ceno bocadillos, leo poco. Tengo 37 años. Me quedan 10, me digo. Y ahora de pronto algo ocurre: un sobresalto, un desafío, la maldición, qué sé yo qué. Cuando ya había olvidado todo el pasado y el presente y el futuro, cuando había adquirido ya mi fisonomía definitiva, el semblante abatido del alma en su vergüenza, se presentó ante mí, delante de mi mesa, en la oficina, inconfundible, el viejo Lovecraft con los formularios de su jubilación. Se acercó primero a la mesa de una compañera y habló con ella durante mucho rato, familiarmente, algo, por lo demás, que me exaspera y me desquicia. Pero entonces no me había dado cuenta de quién era. Sólo vi a un viejo de espaldas, erguido y sombrío. Fue luego, al acercarse a mi mesa, cuando lo reconocí. Advirtió él mi turbación y, temeroso, pensó que algo estaba mal en sus impresos, deduje que no me había reconocido: o él no es él, o yo ya no soy yo, pensé, o ninguno hemos sido nunca lo que éramos. Pero entonces, con timidez, como para disculparse de algo, Lovecraft señaló a la compañera con la que había hablado: doce años trabajando a mi lado, frente a mí, en otra mesa, imperturbable, sonriente, tímida, silenciosa. «Trátalo bien, que es mi padre», dijo ella. Jamás había gastado una broma. En cierto modo, me dije (pero entonces no supe, ni ahora sé, si era por los doce años de labor conjunta o por el hecho imprevisible de que apareciera su padre y fuera quien era), ella es como yo: no me había dado cuenta, pero es como yo, no es de este mundo, ni de este sitio, somos reflejos simultáneos, recíprocos. ¿Cómo puede gastar una broma la hija de Lovecraft?, pensé, ¿cómo puede descender a fórmulas coloquiales quien ha habitado universos superiores, fuera del espacio, y vivido experiencias sobrehumanas? Pero eso fue lo que dijo: «Trátalo bien, que es mi padre». ¿O acaso lleva mirándome doce años como me miraba su padre cuando yo era niño y no he sabido advertir el estigma ancestral de la mirada, del reconocimiento, de la súplica? ¿O acaso la ha puesto ahí precisamente su padre para que me vigile, para que esté la mayor parte del día junto a alguien de su especie, y nunca se ha roto entonces la energía ni se ha desvanecido el sentido de aquella mirada que me acogió en la infancia? Atendí, pues, a mi viejo Lovecraft de modo preferente. Y al final de la jornada hablé con ella. Le pregunté si conocía a Howard Philips Lovecraft, si había leído La sombra sobre Innsmouth. Me hubiera gustado oír una respuesta decisiva e insondable, soy la sombra, por ejemplo, el horror de Dunwich, la llamada de Cthulhu, el color de fuera del espacio, quien susurra en la oscuridad, el abismo en el tiempo o tal vez, sobre todo, su hija, soy su hija, pero se limitó a sonreír, como ha hecho siempre, por otra parte, con delicadeza, con timidez, sin significado, inmaterial, durante los últimos doce años, los mismos que llevamos juntos en la cripta, día tras día, sin conocernos ni reconocernos, sin ser ni sernos en un mundo extraño al que, por nuestra propia naturaleza y desde antes del principio de los tiempos, ninguno de los dos pertenecemos.