GONZALO CALCEDO
EL REY DEL PARQUEPalencia, 1968.
Lucas se aupó a la trona y aguardó a que la señora Rapallo le sirviera el desayuno. Era una trona inglesa, una antigüedad de caoba y terciopelo de obispo que su ausente madre había localizado tras años de pesquisas en un anticuario de la costa. Su cuerpo ya no encajaba con sus dimensiones, pero ella insistía en sus aristócratas servicios y cada año prorrogaba su torturador uso con un lacónico:
—Aún eres pequeño, cariño. No hagas ponerse triste a mamá.
Entonces él renunciaba a sillas adultas, rayas en el pelo o pantalones largos que diesen crédito a su edad: ocho infinitos años, hoy un poco maltrechos por un resfriado nada refinado y la falta de sueño provocada por el episodio trescientos veintiséis de “Espacio Tres”, su serie preferida.
La señora Rapallo hizo brotar una azulada diadema de gas en el fogón y Lucas recordó aterido al alienígena del pantano donde se había estrellado el Comandante Johnatan Marduk: un ser perezoso y viscoso que, según su cuidadora, olía a azufre. La sombra de un cazo aplastó la llama hasta casi esconderla.
La mirada infantil vagabundeó entre la llama y la cocinera, que deambulaba escorada por una lesión de cadera sobre el monumental damero de azulejos. Tampoco perdía de vista la puerta que daba al jardín trasero, por si el jardinero hacía una de sus teatrales entradas y pellizcaba las posaderas de la buena mujer. A Lucas le maravillaban los guantes de lona que camuflaban sus zarpas de oso, las herramientas cortantes como hélices de avión, la gorra de pescar orlada de señuelos y las botas de agua de media caña, cuya negrura y resbaladizo brillo recordaba a un sapo. El jardinero se llamaba Leónidas Bloom y llevaba sirviendo en la casa los mismos años que la señora Rapallo. Ella también estaba pendiente de su llegada, dispuesta a gritarle armada con una cuchara de madera que se quitara las malditas botas antes de entrar; no iba a consentir más barro que el que trajesen las suelas de su niño.
Pero hoy era miércoles y los miércoles solían ser los días más tristes de la semana para Lucas: el jardinero libraba y, para colmo de males, su padre también estaba fuera: uno de sus viajes de trabajo prolongados hasta el hastío. Lo recordó enseguida. El silencio de la casa era una advertencia que frenaba cualquier alegría. Hasta le dio miedo escuchar su propia voz:
—Teresa, ¿puedo ir al parque?
—¿Al parque? ¿Cuándo?
—Ahora.
—Ahora tienes que ir al colegio.
—Antes de ir al colegio.
—No creo que tengas tiempo. Tardas mucho en desayunar. No he conocido a ningún niño tan lento masticando.
La frase fue un guiño lanzado al descuido. En cuanto la señora Rapallo plantó su bol con cereales al alcance de su cuchara, Lucas empezó a tragar; la leche le goteaba ruidosamente por la barbilla y ella insistía en que usase la servilleta. El dorso de la mano no servía para esos menesteres.
—¿Va a venir hoy Leónidas…? –entre cucharada y cucharada, Lucas aún fantaseaba con esquejes mágicos y bulbos enterrados a metros de profundidad, entidades prodigiosas que germinarían todopoderosas.
—Me temo que no.
Y la cocinera añadió:
—Gracias a Dios.
—¿Por qué dices eso?
—Porque, como todos los hombres, es un desordenado. Y un sucio. Bueno, no todos los hombres son sucios, pero desordenados sí –tomó asiento un tanto desfondada–. Los días de lluvia son los peores con Leónidas. Menos mal que hoy hace sol. Lo digo por mis huesos. A mis años –le tendió la servilleta–, los días así son una bendición.
—Entonces, ¿podemos ir al parque?
—No estornudes encima del plato, Lucas.
A continuación, los diminutos ojos de la mujer, enterrados por sus mofletes, descendieron hasta el bol. Debían ver otra cosa que cereales esponjados por la leche: algún recuerdo de días igual de radiantes, cuando no estaba tan gorda y tenía otros hombres alrededor. Su juventud en el pueblo que mencionaba en ocasiones, los toldos y los farolillos de las fiestas. Qué guapa era entonces. Y qué lozana. Y qué divertida. Lucas temió que tras un rosario de suspiros sollozase, pero se limitó a decir:
—No has terminado.
—No tengo más hambre.
—Cumplo órdenes de tu madre. Ayer telefoneó diecisiete veces. Bueno, no tantas…
Lucas casi se atraganta en su sprint final. Apartó el bol, soltó la cuchara.
—Ya está.
—Ahora el zumo. Enchufaré ese maldito chisme…
El sol caldeaba la cocina y el blanco general refulgía; aquí y allá el acero emitía sublimes destellos de carrocería. Era una cocina generosa, proporcionada al tamaño del caserón que había albergado los sueños de Lucas desde bebé. Miró un tanto embobado a través del ventanal y distinguió los arroyuelos de rocío en el tejado de pizarra de los Idabel, sus vecinos más próximos. Los Idabel no le gustaban. Eran viejos excéntricos, vegetarianos. Cebaban a los perros vagabundos de la zona para disponer a su antojo de un ejército de proscritos canes. Nunca devolvían sus pelotas. Por algún motivo que Lucas no alcanzaba a comprender, se las entregaban como ofrenda a la turba de chuchos. Si él poseía un jardín versallesco en el que jugar, por qué se aventuraba cerca del seto fronterizo. Sentirse odiado le afligía, pero trataba de pescar los sentenciados balones con pértigas de avellano que Leónidas Bloom pelaba con su afilada azuela. Escaramuzas condenadas al fracaso que concluían con un rabioso puñado de grava arrojado a los perros y la promesa, a sus padres, de no volver a intentarlo nunca. Pero el sol pudo con tantas derrotas. Seguro que los columpios no se habían mojado tanto como aquel tejado; el rocío era una de las excusas preferidas de su cuidadora para impedirle unos minutos de asueto en el parque, un dulce tránsito antes de subirse al autobús escolar.
—Teresa…
—Dime.
—Seguro que los columpios están secos. Hace sol.
—No estaría yo tan segura.
—Y el tobogán también.
—¿Has terminado todo?
—Sí.
—¿Seguro que no me engañas?
—Seguro. Pero no quiero zumo.
—Bueno, admitámoslo, el zumo es una manía de tu madre. ¿Me prometes no decirle nada si lo pasamos por alto?
—Te lo prometo.
Ella se demoraba adrede, para que el parque no fuese una opción. Como todas las personas mayores temía a los resfriados; cuanto menos tiempo estuviese a la intemperie mejor. Salía de casa pertrechada como un explorador polar. Disfrutaba con los cotilleos, pero hasta bien avanzado abril no se entretendría con las demás cuidadoras en la parada del autobús.
—En ese caso… –disimuló un bostezo–, voy a vestirme. Espero que no te hayas dejado ningún deber por hacer.
—Los hice todos ayer por la tarde.
—¿Ayer por la tarde?
—Después de merendar.
—¿Y la geografía?
A modo de respuesta, como un conjurado, Lucas comenzó a recitar los ríos rusos:
—Volga, Obi, Yenisei, Lena…
—De acuerdo, de acuerdo… –ella salió de la cocina espantando imaginarias moscas y su voz fue alejándose por el pasillo.
En ese momento el silencio de la casa se precipitó sobre los pequeños hombros de Lucas. Fue como si alguien derramara plomo derretido sobre su vida. Extrañó a sus padres; llevaban tantos años distanciados que él pensaba que el matrimonio era eso: no verse nunca, charlar apenas algún domingo con el mantel del desayuno por testigo y discutir por teléfono. Pensó en Leónidas Bloom, añorando sus consejos de contrabandista, su jocosa conversación trufada de refranes referidos a las estaciones y la navajita que, un día gozoso, depositó en el cuenco de su mano y que, misteriosamente, desapareció de debajo de su almohada.
Volvió a enfrascarse en el tejado de los Idabel. El sol se movía perezoso; dilataba las sombras de las chimeneas y afilaba el enjambre de pararrayos y veletas. Faltaba la brisa de otros amaneceres: los árboles eran presencias estáticas cubiertas de brotes y hojas tiernas, las nubes altas un resplandor de gas, el paisaje un óleo grumoso. Pronto acabaría el curso, pensó, y dejaría de tener amigos.
Oyó a la señora Rapallo arriba. La pobre mujer se desplazaba con dificultad. Él había sorprendido una conversación de su madre con una amiga en la que hablaban de sustituirla por una persona más joven, pero no concebía que la cuidadora pudiese desaparecer de su universo. Su padre o su madre conseguían muchas cosas con un simple chasquido de dedos, pero aquella no: su cuidadora coloreaba con su gruesa presencia la casa, el cuarto, hasta los níveos cuartos de baño.
—¿Teresa…? –la llamó trémulo, como si él mismo fuese una llamita apagándose.
—¿Teresa? –estornudó.
Se escucharon pasos en la escalera: vacilantes, resignados, de asilo.
—Teresa, ¿podemos ir al parque?
Tardó en aparecer envuelta en su gastado astracán; cojeaba a causa de la cadera y los zapatos apenas estrenados. Lucas saltó de la silla, corrió por su cartera y mintió al decir que se había limpiado los dientes.
—Tienes que llevarme, Teresa. Me lo he merecido.
—Mira que eres listo para los negocios. Como tu padre.
Ella se cercioró de que dejaba todo en orden y le cogió de la mano en el vestíbulo de la casa. Ya no le soltó, como si al abandonar la mansión tentasen el peligro que propagaban los titulares de los periódicos: presas reventadas, aviones derribados, atracos, sórdidos crímenes y guerras como las que narraba Leónidas Bloom.
—¿Crees que estarán mis amigos?
—Supongo.
—Ayer no estaban.
—Tendrían cosas que hacer.
—Y hoy.
—Ahora lo veremos.
La puerta principal se abrió imitando la grandiosidad de un templo. Brotaron de la nada magníficos chirridos y senderos de luz. Lucas se tapó los ojos con la mano libre.
—No corras, Lucas…
Al fin el parque quedaba a su alcance. Pensaba columpiarse alto, muy alto, y luego subir hasta la cima del tobogán para regodearse en su hazaña. Bajó la escalinata de dos en dos, mientras ella insistía en frenarle:
—No me hagas correr, Lucas. Voy a caerme…
—¿Puedo columpiarme?
—Un minuto. Sólo un minuto.
Seguían prendidos a la fachada de la casa como dos raras mariposas. Él le pasó su cartera como si le lanzara un balón de baloncesto. Ella se quedó mirando la figura del pequeño alejándose por la ladera del jardín.
—No hay nadie, cariño. Nunca hay nadie…
Lucas saltó a su columpio preferido y comenzó a darse impulso. Arriba y abajo, arriba y abajo. Notaba frío el aire y gritaba de emoción con su ascenso. Ya el tejado de los Idabel era una superficie inquietante que se proyectaba hacia él, como si un terremoto bambolease la tierra. La perspectiva se distorsionó. Gritó que era un astronauta. El Comandante Johnatan Marduk despegando del planeta Sigma perseguido por las huestes de Ken Atar. Siguió elevándose sin escuchar a su cuidadora, que le exigía ir más despacio.
—Yo misma me estoy mareando, cielo. Baja ya de ahí…
Luego le recordó que iban a llegar tarde al autobús escolar y que le pondrían falta.
—¡Quiero lanzarme por el tobogán! –gritó Lucas electrificado.
Trepó por la escalerilla como si ascendiese al puente de un acorazado y se detuvo. Respiraba como un cachorro. Sentado en lo alto tuvo una visión completa de su mundo. La imitación del parque municipal que tanto había costado a su padre, concluía abruptamente al llegar al parterre preferido de su madre, aquel que más entretenía a Leónidas Bloom. Consistía en unos pocos columpios, el tobogán y un incómodo banco para que descansase la señora Rapallo; también había una farola de hierro labrado traída directamente de París.
Sus pulmones se llenaron de polen, su aliento de partículas de sol. Miró hacia la casa por encima del hombro. Tosió. Iba a echarse a llorar, aunque no sabía bien por qué. Seguro que sus amigos no estaban porque se habían levantado tarde. Entonces la mujer le llamó por su nombre de pila y apellidos, en tono exigente, y él asumió su culpa por el retraso. Bajó por la escalerilla en vez de deslizándose por el tobogán.
—Dame la mano –dijo ella–. Y procura no enredarte en mis piernas.
—No.
—Si nos damos prisa seguro que llegamos a tiempo.
La desigual pareja enfiló el acceso privado recién asfaltado. Al llegar al bosquecillo de sicómoros que disimulaba la entrada, figuras y voces comenzaron a perderse entre los claroscuros:
—¿Vendrán mañana?
—Seguro.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé.
—¿Pero cómo?
—Lo sé y basta. No te sueltes de la mano, cariño…
El rumor de un coche que pasaba se llevó el final de la frase.