Fernando Sanmartín- El destino de la carta

Fundación Ortega MuñozNarrativa, SO3

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FERNANDO SANMARTÍN

ZARAGOZA, 1959

EL DESTINO DE LA CARTA


Lo han invitado a un cóctel. Al atardecer. «Pásate a partir de las ocho. Habrá copas.» Así se lo ha dicho Helena, su compañera de trabajo, con la que toma café algunas mañanas. Pero a él le apetece poco ir a una casa para hablar con desconocidos, con gente a la que después de la velada no volverá a encontrarse.
      Le hartan las conversaciones tibias, intrascendentes. Está cansado de beber como una rutina más. Lleva años convertido en un coleccionista de lo inútil. Y esto abarca su trabajo en la compañía de seguros, un trabajo absurdo para él, una contradicción, porque sin tener un seguro de vida o de vivienda convence a otros de que es una temeridad vivir sin ellos.
      No le apetece ir a casa de Helena. Pero no importa. Porque estará allí, puntual, con una botella de vino com- prada en cualquier sitio y con una rosa metida en un estuche. Siempre hace lo mismo cuando lo invitan a fies- tas parecidas.
      Pronto va a llover. Le gusta la lluvia. Porque el ritmo de la ciudad se vuelve diferente. Pero más que la lluvia le gustan los aguaceros. Y observar cómo corren hombres y mujeres hasta los porches o hasta una marquesina. Y sentir la protección de las cornisas.
Pero aún no llueve. Y él sube a un taxi. Se acomoda en el asiento trasero y deja la botella de vino junto al estuche de la rosa. El conductor del taxi se queja. Le comenta que ha escuchado por la radio que la policía ha cogido a un atracador dentro de un banco. «A ese habría que darle candela.» Él se queda con esta última palabra. Candela. Pero mientras el taxista continúa ese discurso, él se pregunta por el atracador, por su pasado, por cómo era de niño, por lo que hizo una hora antes de atracar el banco.
      Al conductor del taxi lo atracaron una vez. Le quitaron la recaudación. Esa charla, con frases de justiciero, le disgusta. Hubiera preferido hablar de fútbol o de política. Porque llega a casa de Helena pensando en el atracador del banco, en el calabozo donde pasará unas horas, en su traslado dentro de un furgón policial hasta el juzgado y la cárcel.
      Helena, lo hace siempre, muestra su alegría, su tanda de besos, su rostro infantil, su extraña claridad. Y enseguida le presenta a los invitados. Allí están el brujo, el psicólogo pálido al que nunca le da el sol, la fascinante, un tipo con pinta de cabrero, la caprichosa que se desahoga con el vino o con las compras, el pintor triste. Sus nombres se le olvidan pronto. Pero también está Carmen, que parece distinta, que rima de otra manera en este tipo de reuniones.
      Él les cuenta lo del atracador. Y cada uno comienza a recordar sucesos. Ha sido un acierto. Parece una mesa redonda con opiniones teóricas que se mezclan con experiencias vividas. Porque lo curioso es que todos hemos sido atracados alguna vez. El miedo, el no saber si nos harán daño, la imposibilidad de pedir ayuda cuando alguien toca nuestro cuello con una navaja y es capaz de clavarla, el saqueo, la inutilidad de las palabras... La caprichosa es más inteligente de lo que pensaba él. Cuenta que a una tía suya la asaltaron al salir de misa, y que se puso a rezar un avemaría después de entregar su monedero. Le sorprenden el interés que ha despertado el tema, la confianza con la que se habla.
      Helena saca una bandeja con lonchas de jamón ibérico. Y hay otras bandejas con queso, con tostadas de foie, con salmón ahumado. Carmen se le acerca, le pregunta por su profesión. Le responde que asegura a la gente. Ella le indica que también trabaja en algo parecido. Y él se interesa por el nombre de su compañía. Pero ella le confirma que no hay ninguna, le aclara que es quiromántica, que lee la palma de la mano, que puede conocer lo porvenir. Carmen añade que solo vive de eso porque a casi todos nos gusta conocer lo que puede pasarnos.
       Se queda sorprendido. Y se le nota. Porque recuerda un viaje a París, del cual hace muchos años, un viaje en coche con varios amigos. Y piensa en un café de la plaza de la Contrescarpe donde una noche calurosa una maga le echó las cartas. Se trataba de un juego, de un pasa- tiempo, y ella le dijo que alguien que sabe leer las manos aparecería en su vida de manera fugaz, pero que él iba a equivocarse dándole unos datos falsos. Bebió cerveza y se olvidó de aquello. Y ahora vuelve ese fragmento del pasado.
      Mira a Carmen, pasea la mirada por ella, se detiene en sus manos y le pregunta, sin pensar, si son muy dife- rentes las manos de un leñador de las de un amaestra- dor de serpientes. Carmen le dice que no haga pregun- tas estúpidas, y eso lo desconcierta. No esperaba esa frase. No esperaba esas palabras sin vitrina.
      Helena se acerca y les susurra «Ya veo, ya veo, os estáis conociendo. Comer un poco de foie, que está bue- nísimo.» El psicólogo pálido pregunta si alguien ha traí- do paraguas. Afuera llueve. Las nubes descubren sus ali- jos de agua. Él pensó que iba a llover. La caprichosa cuenta que hace varias semanas tuvo que tirar unos zapatos porque la pilló la lluvia y hubiera necesitado zue- cos para cruzar varias calles con charcos inmensos. La charla se vuelve superficial, poco imaginativa, y en el suéter crema del psicólogo aparecen dos gotas de vino, como si un florete lo hubiera atravesado.
      Él se detiene otra vez en Carmen. Ahora es ella la que lo mira. «Me has desajustado con tu respuesta», le dice él. Ella sonríe. Y después le contesta que las palabras también sirven para tirotearse. «Las palabras son un rifle o un abrigo, según», añade él. «No está mal eso que dices, dime quién lo escribió», le pregunta ella. Y él afirma que se le acaba de ocurrir, preguntándole si uno corre peligro ante una lectora de manos.
      Esta vez Carmen vuelve a sonreír y le dice que las manos tienen su lenguaje, que hay más peligros fuera de las manos, sobre todo cuando estas se encuentran abiertas, sin moverse.
      Piensa en París, en el café de aquella plaza próxima al Jardín des Plantes, en la extraña mujer con un pañuelo de rombos cubriéndole la cabeza y anudado en la nuca, en su baraja de cartas, en sus palabras, en su predicción sobre una mujer que aparecerá un día de forma inesperada y fugaz, una mujer que conoce las manos, una mujer con la que se equivocará. Piensa en el azar, en la casualidad, en las profecías.
      Las bandejas que ha sacado Helena comienzan a des- vestirse. Hay botellas de vino que esperan un mensaje. Todos hablan. En corros. El pintor triste es el que más bebe, quizá porque allí busca la inspiración que no le llega, o el desorden, o quién sabe qué. Helena revela a sus invitados que Carmen es quiromántica. Todos alargan la mano y ella les habla de las rayas universales: la línea de la Vida, la del Corazón, la de la Cabeza. Y les da su tarjeta. Y a la caprichosa le hace un adelanto de lo que ve, le habla de su salud, de las dificultades que le pueden surgir dentro de unos años. Quien sabe leer unas manos se convierte en la estrella de cualquier reunión. Porque nos apasiona conocer de antemano lo que puede ocurrir, aunque también nos dé temor saberlo.
      Carmen los mira como un violinista al comenzar la actuación. Él la observa y ella sabe que la observa. Cuando acaba de hablar con cada uno de los invitados, le confiesa que lo esencial es saber asomarse.
      Pero es tarde. Casi las dos de la madrugada. Mañana debe levantarse temprano. Todos continúan bebiendo salvo Carmen, que también se marcha como él. Se des
piden y a Helena le dan las gracias por haberlos invitado. Le pregunta a Carmen si quiere que la acompañe, y ella dice que no, que vive lejos, en una urbanización de las afueras, y que no lo conoce porque no le ha dejado ver sus manos.
      En el portal, antes de abrir la puerta, le enseña las manos abiertas, pero ella dice que no hay luz, que ve poco, que no le gusta leer en la penumbra
      Salen a la calle y la ciudad está desnuda. Camina junto a una quiromántica. Nunca lo había hecho antes. Ha llovido. Lo abruma la noche y también lo tranquili- za. «Mañana yo madrugo, como tú», dice ella. Y añade: «Como ves, conozco mi futuro». Quedan en llamarse. Y él, mientras piensa en la echadora de cartas de París, le da su número de teléfono, un número que se inventa, un número falso. Porque su vida es una equivocación. Y no quiere que deje de serlo.