Fernando Aramburu – Mi entierro

Fundación Ortega MuñozNarrativa, SO1

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RAÚL VALERIO. Serie Fadistas. Fernanda María. 2010.

FERNANDO ARAMBURU

COMERCIO EXTERIOR

(San Sebastián, 1959) es poeta, narrador, ensayista y traductor. Ha publicado las novelas Los ojos vacíos (2000), El trompetista del Utopía (2003), Vida del piojo llamado Matías (2004), Bami sin sombra (2005) y Viaje con Clara por Alemania (2010), así como el libro de cuentos Los peces de la amargura (2006, traducido en Portugal en 2010). En 2010 apareció una selección de su poesía bajo el título Yo quisiera llover.

El viernes pasado fallecí. No me es posible precisar la hora en que mi débil corazón latió por última vez. Ciertos indicios me inducen a pensar que el suceso debió de ocurrir en el transcurso de la tarde. A mediodía, sin duda alguna, yo aún respiraba. Recuerdo las campanadas de las doce en el reloj del comedor. También recuerdo que más tarde una mano que no logré identificar trató en repetidas ocasiones de introducir una cucharada de sopa de gallina en mi boca, sin conseguirlo. A partir del intento frustrado por alimentarme, mi conciencia se fue abandonando poco a poco al sopor de la agonía. De ahí que no esté sino de forma parcial al tanto de las circunstancias relativas a las horas finales de mi existencia. Ni siquiera conozco la causa directa de mi fallecimiento. Me consta que llevaba dos semanas enfermo, al principio con fiebre, vómitos y los pies y las manos hinchados; luego sólo con fiebre acompañada de una espesa sensación de fatiga, que fue la que me impulsó a solicitar contra mi voluntad la baja laboral. En ningún instante sospeché que mi enfermedad fuera más grave de lo que unos y otros me dieron a entender. Tan sólo después de muerto he comprendido que el médico me ocultó la verdad, acaso por no dejarme privado de esperanza, acaso también por ahorrarse la escena patética del paciente que se derrumba, lloriquea, da gritos al ser informado de la magnitud de su infortunio. Sea como fuere, el médico evitó por medio de circunloquios y explicaciones vagas enfrentarme con el fatídico diagnóstico. Mis familiares lo secundaron en el disimulo. Más allá de sus sonrisas y palabras de consuelo, más allá incluso de sus bromas cada vez que se acercaban a mi cama, no acerté a penetrar sus verdaderos pensamientos. Ni el personal sanitario que me atendió ni ninguno de los seres que se supone deberían guardarme fidelidad tuvo la valentía de comunicarme que me quedaban escasos días de vida. La certeza de haber sido engañado colectivamente ha supuesto para mí una decepción que aún no he superado. Estaba persuadido de llegar a viejo, pero ya veo que no. Hoy por hoy mi único consuelo estriba en haber atravesado sin dolor el último tramo de mi vida. La muerte fue para mí mucho más sencilla de como la pintan. De hecho no empecé a tener constancia de que me había transformado en un cadáver hasta que oí a mi madre proferir a poca distancia unos gemidos bastante agudos y a mi esposa proclamar detrás de ella, sin demasiada congoja: “Pobrecito, con lo bueno que era”. Otra confirmación de mi fallecimiento me la proporcionó el rápido descenso de la temperatura que experimenté. Un tímido intento de incorporarme cuando nadie me veía fracasó. Y por si no fueran suficientes aquellas inequívocas señales, mi madre me cerró los párpados, mi mujer trajo dos velas y nuestros hijos se pelearon por encenderlas. Fue mi mujer quien se encargó de lavarme con una esponja perfumada y vestirme mi indumentaria de cadáver. A pesar de lo escrupulosa que es de costumbre en cuestiones de higiene, no llevó a cabo una limpieza concienzuda; se limitó a mojar un poco por aquí, otro poco por allá, pero aun así me habría gustado agradecer sus buenas intenciones. Habría sido hermoso que su gesto implicara un acto de aceptación hacia mí después de ocho años sin relaciones íntimas entre nosotros. Me calzó mis mejores zapatos. Lo que no llego a comprender es que me pusiera la camisa amarilla que tanto detestaba. Mi madre se reservó la tarea de afeitarme. Lo hizo, en mi opinión, con esmero no exento de ternura, conjeturando seguramente, puesto que es una persona devota, que uno asiste con su pasada apariencia carnal al juicio de los difuntos. De otro modo no se explica que me arrancase con una pinza los pelos de las orejas. Por la mañana, un cuarto de hora antes de la llegada de los funerarios, mi mujer hizo entrar a nuestros hijos en la habitación para que se despidieran de su padre. El mayor me dio un beso rápido en la frente. Con la misma rapidez se pasó el dorso de la mano por los labios. En cuanto al pequeño, muchacho de índole vengativa, primeramente se negó a acercarse a mi lado. Por dicha razón se produjo un conato de disputa entre él y su madre en el umbral. Recordé que por los días previos a mi enfermedad juzgué oportuno dirigirle unos cuantos reproches con ocasión de sus malas notas escolares. Se conoce que mi muerte no había servido para atemperar su despecho. El caso es que sólo las súplicas de su abuela lo movieron a colocarse junto al borde de la cama. En lugar de besarme como su hermano, inclinó la cabeza y me susurró al oído una ordinariez que prefiero no traer a colación. Nada más salir al pasillo oí a uno y otro reclamar el desayuno. Una vez que fui introducido en la caja, mi madre solicitó a los funerarios que la dejaran unos minutos a solas conmigo. Después de hacerme una caricia con los nudillos en la mejilla, colocó sobre mi vientre, bajo mis manos sobrepuestas, un ejemplar del Nuevo Testamento. Salió sollozando de la habitación. La última en despedirse, también a solas, fue mi mujer. Cerciorándose de que nadie podía oírla, dijo en voz baja: “Me has hecho sufrir mucho y es mejor que te vayas, pero te perdono”. Apenas un minuto después fue cerrada la tapa de la caja. A salvo de cualquier mirada, hice un intento por comprobar la calidad del forro. Sospechaba que mis familiares se hubiesen mostrado ahorrativos en exceso, considerando con avaricia compartida que no merece la pena gastar dinero en la comodidad de un muerto. No pude poner por obra la comprobación. La rigidez se había apoderado definitivamente de mi cadáver. A pesar de ello no terminaba de acostumbrarme a la inmovilidad, hasta el punto de que en varias ocasiones concebí el propósito de llevarme una mano a los párpados para abrirlos, sin prever que me estaba vedado todo movimiento. Constaté, eso sí, complacido que el interior de la tapa no me oprimía la frente. También me agradaron las dimensiones de la caja, que me permitían yacer estirado en toda mi estatura. Permanecí dos, acaso tres días, en el tanatorio. Durante todo ese tiempo no paré de preguntarme si sería incinerado o habría un hueco para mí en la tumba de mi familia paterna. A ratos me parecía preferible una opción, a ratos la otra. En líneas generales me daba igual que mis restos mortales se mineralizaran por la vía rápida o por la lenta. Me desagradaba, no obstante, la idea de que alguna vez, en el futuro, un arqueólogo quitara el polvo de mi calavera con un pincel. Tampoco me causaba ilusión verme reducido a un montón de ceniza dentro de un recipiente metálico y que mis hijos lo utilizaran para alguna de sus fechorías. Conque, sinceramente, no acertaba a concretar mi deseo. Sumido en estas cavilaciones, noté que la caja se meneaba. No había duda de que me estaban cambiando de lugar. Una voz varonil, para mí desconocida, dijo en tono autoritario: “Agárralo bien, Jesús. No se nos vaya a caer como el de la semana pasada”. No tengo constancia de que se me hiciera un funeral en la parroquia del barrio; aunque, conociendo a mi madre, es imposible que tal cosa no hubiera sucedido. La duración del transporte me confirmó que me llevaban al cementerio y no al crematorio. Me pareció bien. Allí reconocí la voz del párroco. Este hizo una breve semblanza de mi persona, salpicada de elogios. Enumeró méritos que yo nunca habría creído poseer. No se escucharon lamentos. La caja que me contenía fue depositada en el interior de la tumba. Poco después sonaron la simbólicas paladas de tierra sobre la tapa de madera. No llegué a contarlas, pero desde luego no fueron menos de diez. Por último fue colocada la losa sobre mí. Acallados los ruidos del mundo, me vino de repente una sensación como de haber llegado no se sabe adónde y de estar esperando no sabe a qué, sin que nada haya sucedido hasta la fecha.