JOSÉ LUIS GARCÍA MARTÍN
NIÑA ERRANTE.
CARTAS A DORIS DANA
Gabriela Mistral
Barcelona, Lumen, 2010.
Más que una gran escritora, Gabriela Mistral es un enigma. En 1945, obtuvo el premio Nobel, pero desde nuestra perspectiva actual parece que se lo dieron más al personaje –una mujer de clase humilde que alternaba con los poderosos en defensa de los niños y de los indígenas— que a la discreta poetisa posmodernista.
La principal obra de Gabriela Mistral fue, sin duda, su propio personaje. La publicación de sus cartas a Doris Dana, su última gran amor, ha causado cierto escándalo. El apóstol, la santa, la sacrificada heroína, no era más que una mujer torpe, ridícula, apasionadamente enamorada. Una mujer que, a menudo, empleaba el masculino para referirse a sí misma.
Doris Dana, neoyorquina de buena familia, tenía veintiséis años en 1946 cuando conoció a Gabriela Mistral, que daba una charla en el Barnard College de la universidad de Columbia. Quedó fascinada por ella, pero no se atrevió a acercarse. La ocasión vendría poco después, cuando tuvo que traducir un texto de la escritora sobre Thomas Mann. La relación, con altibajos, duraría una década, hasta la muerte de Gabriela, en 1957. No hubo lugar en ella para la monotonía ni para el aburrimiento. Doris Dana –según nos cuenta su sobrina en el epílogo— se caracterizaba por “su dificultad para mantenerse sobria, sus luchas contra la depresión y sus cambios de humor propios de los maníaco- depresivos”. Gabriela Mistral continuamente sacaba a colación su edad y sus enfermedades para retener a una joven independiente –con un cierto parecido a Katherine Hepburn— que cada poco sentía necesidad de desaparecer: “No entiendo por qué no te veo dormir a mi lado; no sé por qué me faltas. Yo me doy cuenta de que viviré un poco más solamente. Para vivir con los tuyos tienes mucho plazo. Pero mi brazo ya toca los términos. No lo olvides, amor mío, tenlo presente. No te preocupes de ganar dinero sino después de que yo me acabe. No me despojes de tu presencia. Es toda la vida para mí, es toda mi alegría”.
Doris Dana, heredera de Gabriela Mistral, custodia de su legado, la sobrevivió largamente. Murió en el 2006. Siempre desmintió el carácter homosexual de sus relaciones: “En mi vida con ella, no tuvo vida sexual”.
De lo que no cabe duda es de la intensidad del amor de Gabriela y de lo que la joven la hizo sufrir con sus ausencias, casi siempre caprichosamente inmotivadas. De los momentos de felicidad, hay menos constancia: cuando estaban juntas, no se escribían cartas.
En una entrevista del 2002, le preguntan a Doris Dana si alguna vez recibió dinero de Gabriela: “Nada. Mi familia tiene bastante plata. Nunca hubiera recibido un centavo de ella”. Pero apenas hay carta en la que no se hable del dinero que le envía: “Necesito repetirte, por si no lees mis cartas –han sido cuatro— que yo te he dado o mandado un cheque de mil dólares y que tú solo me has acusado recibo de los cuatrocientos de antes”.
Estas cartas, que Doris Dana conservó durante medio siglo, vuelven más fascinante el enigma de la escritora. ¿Cómo fue posible que una niña de familia pobre –su padre, alcohólico violento, abandonó pronto el hogar—, que apenas fue a la escuela, que se convirtió con esfuerzo y dificultades en maestra rural, entrara en la diplomacia, se pasara la vida viajando por el mundo y alternando con las más altas personalidades, obtuviera el premio Nobel?
De Gabriela Mistral, genial mistificadora, la obra literaria que más nos interesa es ella misma, el gótico cuento de hadas, la historia de amor y terror, en que acertó a convertirla. Leemos estas cartas, no por curiosidad morbosa (lo que en su tiempo fue nefando, hoy resulta trivial), sino buscando la solución a un enigma que quizá nunca nadie sea capaz de descifrar.