Maletes perdudes – Jordi Puntí

Fundación Ortega MuñozEscaparate de libros, SO1

VÍCTOR MARTÍNEZ GIL

MALETES PERDUDES
Jordi Puntí

Barcelona, Empúries, 2010.

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Después de haber publicado dos libros de relatos muy elogiados por la crítica y los lectores, Pell d’armadillo (1998) y Animals tristos (2002), Jordi Puntí (Manlleu, 1967) ha tardado casi ocho años en dar a la imprenta su primera novela, Maletes perdudes. Mientras tanto, tan sólo un relato largo aparecido en edición bilingüe, Set dies al vaixell de l’amor / Siete días en el barco del amor (2005, traducción al castellano de Paulino Rodríguez). Para compensar, y también como parte del modus vivendi del escritor de hoy, a lo largo de su trayectoria Puntí ha colaborado en libros colectivos, ha traducido al catalán autores como Daniel Pennac, Amélie Nothomb, Paul Auster o John Lanchester, y ha mantenido una presencia constante en los medios de comunicación, tanto en la prensa como en las revistas culturales, en las radios e incluso en el cine, con relatos de Animals tristos adaptados por el director Ventura Pons en la película Animals ferits. A pesar de algunos encontronazos con autores más jóvenes, se podría decir que Jordi Puntí es un escritor mimado por la sociedad literaria catalana desde su primer libro, apadrinado en diferentes entrevistas por Quim Monzó y al que se le concedió el Premi de la Crítica Serra d’Or, y ya de cierto renombre internacional. Su obra cuenta con traducciones al castellano (Piel de armadillo y Animales tristes en autotraducción y Maletas perdidas en traducción de Rita da Costa), pero también al francés, al italiano, al alemán o al croata. Maletes perdudes ha repetido el éxito de las obras anteriores de Puntí. Habiendo cosechado elogios tanto de la crítica como de los lectores, ha obtenido el Premi Llibreter 2010 en la categoría de literatura catalana y se ha situado entre los libros más vendidos desde su aparición.

Maletes perdudes se podría definir como el triunfo del arte del artificio. Los cuatro hijos del camionero de mudanzas Gabriel Delacruz Expósito, cada uno de una mujer distinta y convencido de ser hijo único, se conocen ya mayores para buscar a su padre cuando éste desaparece. Los cuatro llevan el mismo nombre adaptado a las lenguas de los diferentes países en los que viven: Christof, de Frankfurt, Christophe, de París, Christopher, de Londres, y Cristòfol, de Barcelona. ¿Una trama inverosímil? El mismo Puntí ha sacado a colación en diferentes entrevistas algunos casos parecidos. Ya se sabe, sin embargo, que en una novela lo real no siempre parece verdadero, y lo que hace de hecho el autor, fiel a los cánones posmodernos, es jugar a mostrarnos el artificio literario en todo su esplendor. Lo consigue, de entrada, gracias a la voz narrativa que nos explica la historia: los hermanos deciden adoptar una única voz, como en un coro que, sin embargo, no se cierra a diferentes apariciones solistas, incluso de otros personajes, como por ejemplo la de Petroli, uno de los dos compañeros de aventuras de Gabriel. El artificio se hace también presente en los diferentes géneros literarios que conforman la novela: retratos dickensianos, novela de aventuras (Pegaso es el nombre mítico del vehículo que lleva a los camioneros, trabajadores de la compañía La Ibérica, por los diferentes países de Europa) o thriller con timbas de póquer y rescate espectacular incluido para atar cabos narrativos. Maletes perdudes funciona como un mosaico de ficciones muy bien sostenidas que podrían ser autosuficientes, aunque el hilo de la novela no se pierda nunca. Finalmente, tenemos el desprecio por la verosimilitud psicológica, ya que al seductor Gabriel Delacruz todo se le perdona.

Maletes perdudes habla de la soledad, de los huérfanos y de los hijos únicos, de los intentos que hacen los diferentes personajes –incluidos los emigrantes españoles desperdigados por Europa– para ir más allá de sus circunstancias, agarrándose a aventuras detectivescas, eróticas o pasionales, cada cual a partir del juego entre realidad y fabulación que cree más conveniente. Es una novela alegre sobre temas tristes, que juega también con la nostalgia, teniendo de fondo el contraste entre la Barcelona franquista y la Europa liberal, una novela que se niega a aceptar una visión tremendista o ideológica de la vida: los camioneros que nos retrata son, como los ha definido el autor, antifranquistas pasivos, atentos a trabajar y a sobrevivir, alejados de los héroes a los que nos tiene acostumbrados últimamente la novela de la memoria histórica. En realidad, los traumas, incluido el de la muerte de Bundó, el otro compañero de Gabriel, son tamizados por la luz de la maquinaria narrativa. Algunos lectores pueden desear más y se pueden irritar con la aparente dispersión del discurso, pero Jordi Puntí es consecuente con una filosofía de la vida y de la ficción perfectamente meditada.