Fuera de encuadre – Fermín Herrero

Fundación Ortega MuñozEscaparate de libros, SO8

ANTONIO RESECO

FUERA DE ENCUADRE

Fermín Herrero

Los versos de Cordelia, 2017.

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El encuadre preciso

No podemos decir que Fermín Herrero (Ausejo de la Sierra, Soria, 1963) sea un poeta de cambios de ritmo o virajes espectaculares. Su obra, con más de una docena de títulos, se enfoca desde una visión perfectamente planificada en la que la elección de la voz poética se adoptó hace mucho tiempo. En los títulos aparecidos desde su Premio Hiperión, Echarse al monte (1997), pasando por entregas tan sólidas como Tierras altas (2006) o Tempero (2011), el autor ha corroborado una serie de atributos: perfección formal, predominio del sustantivo y síntesis conceptual. Fermín Herrero utiliza las palabras justas, los silencios precisos y los adjetivos imprescindibles. Esta economía verbal no debe llevarnos a engaño. Sus poemas no precisan mayor desarrollo. Son pura exactitud. Probablemente quien se acerque apresuradamente a este autor echará en falta la seducción inmediata del verso fácil o simplón. Pero una lectura más reposada no dejará jamás indiferente al buen lector de poesía.

Fermín Herrero es también un autor para el que la derrota temática no responde a modificaciones acusadas de rumbo. El campo, su pureza, y su primitiva realidad son el prisma a través del cual puede llegarse a la verdadera esencia de la persona y las cosas. Y esa precisión casi científica en la observación de un mundo rural en desaparición es una habilidad que parece estarle reservada.

Fuera de encuadre (Los versos de Cordelia, 2017) viene a suponer un excursus parcial en esa línea definida anteriormente. La contemplación y el recuerdo no se centran ahora primordialmente en la naturaleza despoblada y genuina del campo soriano, sino en la juventud que la conoció, en la transición hacia la madurez, en la música de esa época, en las películas, en las primeras experiencias sentimentales. Lo anecdótico del tiempo hace su aparición y reclama su espacio: “los portugueses acampaban a la entrada / del pinar y traían el polvo y el verano / en sus fogatas (…)”. También, los encuentros con la muerte. Persiste una nebulosa en el poemario que revaloriza esos años perdidos frente a la siempre decepcionante edad madura que no es éxito sino desengaño:

“El hombre / nada vale, asesina, nada valen / sus palabras de triunfo frente / al llanto de los niños”.

La pérdida de la inocencia no salva. Tal vez no lo haga ninguna edad. Escribió Carlos Fuentes: “Perdiste tu inocencia en el mundo de afuera. No podrás recuperarla aquí adentro, en el mundo de los afectos”. Por eso, acaso ese quebranto decepciona y se fija en el niño con indiferencia y mediocridad: “hasta entonces pensaba, creo, que todo era / explicable o bien lo sería más adelante”. El hombre vive inevitablemente del pasado, algo que ya no posee pero que resulta, falazmente, más tangible que el futuro: “cuanto perdimos nos sostiene”. Fermín Herrero vuelve su vista al hombre que soñaba entonces, al niño que vistieron de marinero, a Patti Smith, A Buñuel, a la “primera mujer. Y sus enigmas”. Es quizá en estos poemas en que el poeta explora restos de relaciones donde el verso se hace más directo y capaz de identificarse con el lector: “Es tarde para rescatar el mismo / apetito de entonces y queman las noches / muertas y los teléfonos sin nada, frotan / sus sexos de rencor en la memoria”.

Pero estas licencias temáticas, estas cosas que, o bien están, o bien se ven, fuera de encuadre, no suponen una ruptura con el leitmotiv de su obra. El acento rural persiste, no como punto de salvación sino como coordenada de identidad. En su vocabulario abundan términos propios de la temática a la que nos tiene acostumbrados: pozo, nubes, alameda, brocal, abedul, invierno. Porque es precisamente esta forma de expresión salvada del holocausto del siglo la que hace más sólida y personal la escritura del poeta.

Los versos de Fermín Herrero no son optimistas. O, al menos, no parecen pretenderlo. “Porque somos despojos es inútil / parar el tiempo y recrearse”. Hay una asunción permanente de la pérdida. Pero se me antoja que es esa aceptación de lo irremediable lo que le permite destilar la imagen de la belleza, lo salvable de las cosas y eso, por mucho que el autor se proponga lo contrario, es puro positivismo. Fuera de encuadre, es un logro más en esa suerte de doméstica redención. Y, contrariamente a lo escrito en diversos medios, no desvía la trayectoria del autor. Suaviza pero mantiene idéntica constante vital que late en un verso preciso y sin recovecos.