alberto santamaría
CONTRA (POST) MODERNOS
Fernando R. De la Flor
Cáceres, Periférica, 2013.
La pregunta general que enmarca el último libro de Fernando R. de la Flor, Contra (post) modernos, podría visualizarse del siguiente modo: ¿cuál es el tiempo y el espacio de quienes buscan la constante desidentificación con respeto al tiempo(ahora) y el espacio(ahora)? Está claro que esta pregunta simplifica en exceso, tanto cuantitativa como cuali- tativamente, la propuesta del libro. Contra (post) modernos, puede leerse, más aún, como una contra-hermenéutica en la medida en que su propuesta dibuja un nuevo espacio, o mejor, un gran boquete, en algunas formas que parecían asentadas a la hora de aproximarse a determinados autores.
Para comenzar, el título. La ambigüedad pretendida del mismo juega a diseñar su propio terreno de juego. ¿Se trata de autores contra la posmodernidad? ¿Contra la modernidad? ¿Contra ambas formas enunciativas? ¿O se trata, más bien, de modernos a la contra que es otra forma de ser (post)moder- nos? La respuesta no es fácil y posiblemente, entre los muchos logros de este libro, se halle el situarnos ante una lectura de tres escritores los cuales imposibilitan cualquier respuesta fácil. Precisamente el subtítulo del libro bien puede ofrecernos una primera pista: Tres lecturas intempestivas (disidencia, provincia, carencia). Y luego nos ofrece tres nombres: Miguel Espinosa, Claudio Rodríguez, Antonio Gamoneda. Desde aquí podemos ir ya dibujando el camino. Podemos ir dejando miguitas de pan que luego iremos recogiendo. La apuesta de Rodríguez de la Flor tiene como filo de lectura la posibilidad de lo que Benjamin, otro de los protagonistas de este magnífico libro, definía como “historia a contrapelo”. Así, las lecturas intempestivas de este libro tienen como marco general la posibilidad de fracturar la lectura lineal, historicista, que hace tanto de estos autores como de sus lecturas algo cerrado e impenetrable. Es por ello que la aportación de Fernando R. de la Flor en este libro es sumamente enriquecedora dentro del habitual panorama de lecturas acerca no sólo de estos autores, sino también de muchos otros.
En efecto, no parte el autor de una simple disección formal de la obra de estos escritores sino del plano, del mapa general, de la topografía literaria que los suele identificar de un modo u otro con el simple afán de etiquetarlos. La etiqueta siempre es etiqueta dormitiva, que diría Molière. Por ello tiene este libro dos líneas: una metodo- lógica (que en cierta medida ahonda en lo ya expuesto en trabajos anteriores del autor) y otra propiamente interpretativa que afecta a los escritores analizados. O dicho de otro modo: sólo a contrapelo es posible acercarse a estos escritores intempestivos.
Fue Schiller quien en sus Cartas sobre la educación estética del hombre, escribió aquello de que “todo artista es hijo de su tiempo, pero ay de él como se convierta en su discípulo”. Y esta idea de Schiller puede estar detrás de las diversas lecturas que nos ofrece el autor de estos tres escritores. Schiller destaca la visión del artista como ese sujeto asentado o situado en el marco de su tiempo pero que (y aquí está el choque necesario) no está sujeto al ordenamiento material que, como discípulo, este tiempo le determina. Ése es, creo, el caso de Miguel Espinosa, Claudio Rodríguez y Antonio Gamoneda. Según de la Flor estos tres autores representan modelos de desidentificación con su tiempo y al mismo tiem- po; provocan choques elementales que hacen de ellos figuras plásticas y necesarias. O, dicho con otras palabras, son figu- ras dialécticas y, al mismo tiempo, intempestivas. Al inicio lo deja claro: “Con su persistente anclaje en cuestiones que nos parecen sobrepasadas por la marea del urgente presente, en todo caso estos textos examinados, siempre determinantes para la intrahistoria de nuestro tiempo, nos remiten a una experiencia de ficción en lo duradero”. Y añade de la Flor: “Todo ello, empero, se efectúa en el seno del momento de máxima volatilidad y reino indiscutible de lo que es efímero”.
El primero de ellos, el escritor murciano Miguel Espinosa, configura, según el autor, una valiosa forma de disidencia. Esta disidencia lo es tanto espacial (la provincia, etc.) como temporal (franquismo, transición, etc.), como lingüística (¿novela?, ¿ensayo?). Como en el caso de los otros compa- ñeros de viaje en este libro, Espinosa es leído a contrapelo. Pero ¿cómo leer a contrapelo a quien, a su vez, “podríamos definir como situado “ a contratiempo””? Espinosa es un disidente en el sentido más complejo que a esta palabra quepa darle. Baste, en este punto, recordar la inolvidable e inclasificable Escuela de Mandarines. Según de la Flor la “disidencia alcanza un carácter que es exclusivamente dialéc- tico; se trata de una revolución silente que busca sus efectos sobre todo en el pensamiento y mucho menos en el campo de la acción directa”. La disidencia espinosiana, en su vida y obra, se concentra en una clara posición de desidentificación con respecto a cualquier relato totalizador y cosificante.
En este sentido, la semántica no deja de ser un sistema de control. Y la semántica de la provincia inocula o ha inoculado una visión del estar en/desde provincia como una desventaja, como un retraso. Es por ello que el segundo de los intempestivos será un poeta clave de la segunda mitad del siglo XX: Claudio Rodríguez. Frente al hecho de que esa provincia quedase anulada históricamente en lo simbólico dentro del marco de la modernización, el poeta trata no tanto de recuperar lo perdido como de reconfigurar desde el territorio de lo propio, de lo particular: una visión de la provincia. En lugar de una poesía tendente a ensalzar el patrimonio histórico de una ciudad de provincias, pongamos que hablo de Zamora, el poeta trata de reescribir su lugar, su topografía de esa provincia. Una topografía escrita que se desidentifica con respecto a los hechos meramente patrimoniales de una zona. Escribe certeramente de la Flor: “se dirige [Claudio Rodríguez] principalmente a dar voz a la fuerza del dominio geográfico, “dejando ser al mundo” y abriéndose a la capacidad poiética que se contiene en el espacio resonante”. Y añade, volviendo a hablar de Claudio Rodríguez: “La escritura lo es siempre de una deter- minada “autobiografía espacial”. O, con palabras del poeta norteamericano Wallace Stevens: “La vida es una cuestión de personas, no de lugares. Pero para mí es una cuestión de lugares, y ése es el problema”. En ese sentido, de la Flor analiza con suma habilidad hermenéutica las diferentes modalidades de concebir lo local. Reconfigura Claudio Rodríguez atinadamente un concepto como lo local (alejado meramente de lo patrimonial) y hace de él (y de su poesía) espacio de resistencia vital y poética.
Esta resistencia adquiere también su rostro en la aproximación al espacio contra (post) moderno del poeta Antonio Gamoneda. En el caso de Gamoneda el proceso de desidentificación con respecto al relato “oficial” lo sitúa de la Flor en un concepto como el de carencia, que en cierta medida podría verse como el territorio que asimismo absorbe (dialécticamente) la disidencia y la provincia. En el caso de Gamoneda el lenguaje se convierte en el arma-territorio desde donde cuestionar las transformaciones de un tiempo concreto. La política se filtra en el lenguaje y para Gamoneda el lenguaje precisamente es el arma del poeta para enfrentarse a esa composición de la historia a través de un supuesto lenguaje ordenado y totalizador. El lenguaje es el lenguaje de la crisis. Parece indicar de la Flor que son dos vivencias del tiempo las que han provocado (y provocan) la fuerza en el interior del texto gamonediano, texto intempestivo, a contratiempo. Por un lado, “la experiencia de la detención y el estancamien- to temporal que el franquismo impuso a las vidas situadas bajo su régimen singular y, por otro lado, la precipitación y aceleración de nuestro tiempo de ahora, en el seno del cual el poeta actúa como uno de sus agentes incómodos y renuentes”. Es esta imposibilidad de un territorio exacto sino más bien un territorio como choque de lenguajes (y tiempos) lo que produce en la poesía de Gamoneda un horizonte clave tanto para su escritura como para su recepción. Es por ello, como apunta de la Flor, que la escritura de Gamoneda revela no el carácter de riqueza que presenta el paisaje de la superficie social sino, al contrario, la auténtica devastación que sacude y mina por dentro este mismo “paraíso” occi- dental. Así podemos leer su poesía, desde este estado de carencia, como si fuese un estado de inconsciente social. Es decir, destacando aquello que, de algún modo, permanece en los márgenes de lo decible, o mejor, de lo pronunciable. El tiempo se desdibuja ya que no es la tiranía del presente, con su confort, la que habla sino la posibilidad de un pasado móvil actuando en el interior del presente.
Ha escrito, en definitiva, de la Flor un libro pleno de posibles significaciones en tanto que permite o nos permite acercarnos a estos autores desde espacios y tiempos dife- rentes, extraños, disidentes... Y esto es, dentro de nuestro panorama, algo necesario y profundamente enriquecedor.