Ama – José Ignacio Carnero

Fundación Ortega MuñozEscaparate de libros, SO9

GABRIEL MAGALHÄES

AMA
José Ignacio Carnero

Caballo de Troya, 2019.

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El hilo narrativo de Ama, la hermosa novela de José Ignacio Carnero (Portugalete, 1986), resulta fácil de resumir: un joven abogado exitoso, hijo de padres gallegos que migraron a Bilbao, se enfrenta a la muerte de su madre. Una “ama”, como se dice en euskera, que surge con un fuerte relieve en las páginas de esta obra: una madre total, de esas que la vieja pobreza ibérica generaba y aún genera; alguien que, por ayudar a tanta gente, “fue muchas veces madre antes de ser mi madre” (p. 26). Hijo único, actualmente residente en Barcelona, viviendo en una calle de postín en un piso con terraza, el joven abogado protagonista del relato sufre un big bang emocional provocado por esta pérdida, lo que conlleva una marejada de recuerdos y reflexiones, que transforman el libro en una fascinante espiral narrativa.

  Estamos, pues, ante un texto escrito desde la emoción, desde el “pecho” de su autor, un vocablo que nos aparece en varios momentos de la obra: un pecho encogido por el dolor (“el pecho se me encoge”, p. 184) y que, al mismo tiempo, intenta librarse del hielo contemporáneo en el que se ha instalado (“Me descongela el hielo del pecho”, p. 39). Entre esta frialdad y el fuego, la narrativa se desarrolla como una extraña, magnética, inquietante llama congelada. Se impone, sin embargo, la idea de que la literatura puede ser la solución para este incendio sentimental que asedia un corazón glacial: “Es como si el aplastamiento de mi pecho sólo se pudiera descomprimir soltando aire a través de las palabras que coloco sobre el papel” (p. 47).

  Ama se sitúa en el terreno de la llamada autoficción o novela personal, con todas las trampas y ambigüedades que este género implica. La mención a Knausgård (p. 39) resulta, de hecho, muy reveladora. Pero Ama funciona sobre todo como un intento dramático, conmovedor de escapar, en un barco de palabras, “de la intemperie de lo real” (p. 198). Se trata de cicatrizar heridas muy hondas que habitan esa primera persona sísmica que el libro elige para contar la biografía de su protagonista. La primera llaga es la de la muerte de la madre, pero hay otras que sangran en estas páginas. En efecto, pocos libros de la actual literatura española han asumido con tanta claridad el dolor de la desigualdad social. Un dolor profundo que recorre esta novela: la experiencia de su modestia original ha impregnado al narrador de tal manera que este siente su actual prosperidad como una farsa. De hecho, el protagonista nos confiesa: “De algún modo, pertenezco a ese mundo que antes miraba desde el otro lado del cristal y, sin embargo, me siento un impostor” (p. 41).

  Ama representa, de este modo, un intento de dar voz a los que están condenados al silencio o al tartamudeo social, un intento también de conceder a una madre humilde el derecho a transformarse en memoria, en recuerdo. El libro constituye, pues, un mausoleo de palabras habitado por un profundo deseo de revertir una injusticia social. El arranque de esta novela, una muy original reflexión que cita de forma indirecta las líneas iniciales de Ana Karenina, lo formula de una manera muy clara: en efecto, las familias humildes “han estado tan ocupadas trabajando, que no han encontrado el momento de volver sobre sí mismas. Por eso, hay un momento en el que la memoria se diluye, y entonces resulta imposible reconstruir los recuerdos” (p. 11). Ante esta amnesia provocada por la pobreza, Ama desea ser un “álbum familiar”, que al mismo tiempo pueda dar a escuchar la voz de una madre, a la que el narrador se dirige de este modo: “Este libro será tu voz cuando la tuya se apague” (p. 105).

  Otra herida que sangra en el libro es la de la llamada “globalización”, un modo de vivir cuyos escenarios el narrador conoce bien y cuyo dolor escondido y solitario nos cuenta con palabras estremecedoras. Se trata de una geografía tan centelleante cuanto inhóspita; de un triunfo que, íntimamente y sin contárselo a casi nadie, se siente como un fracaso. El protagonista se ha exiliado, autoexiliado en realidad, en esa patria sin patria, sin alma, ese collar existencial donde se engarzan los viajes al extranjero, la costumbre de escribir en un Starbucks y sobre todo los aeropuertos, auténticas iglesias del vacío en movimiento: “Cada vez paso más tiempo en el aeropuerto. Cada vez mi corazón se parece más a un aeropuerto vacío” (p. 52).

  José Ignacio Carnero, que ya ha publicado un interesante libro de viajes (La luz de Lisboa, 2016), es una voz que hay que tener muy en cuenta en los próximos años. Con un estilo al mismo tiempo áspero y lírico, al cual le gustan las repeticiones, las enumeraciones, que en ocasiones confieren a Ama el tono, la cadencia hipnótica de una letanía, el autor logra convencer al lector de que está ante una narrativa que es como la vida misma. Ese realismo a ultranza, propio de la autoficción, constituye, como sabemos, una ilusión más. Pero ese espejismo ha sido muy bien gestionado por Carnero a lo largo de esta historia luctuosa, melancólica, a veces irónica y sarcástica, que nos define como “un amasijo de huesos, memoria y olvido” (p. 163).